Philip Farmer - El hacedor de universos

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El hacedor de universos: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Robert Wolff encuentra el extraño cuerno en una casa deshabitada, halla en verdad la llave que habrá de franquearle un universo alucinante y distinto.
Un soplo en el cuerno le abrirá la puerta del espacio-tiempo que ha de permitirle entrar en un cosmos cuyas dimensiones y leyes no tienen parangón alguno con el sistema que rige nuestra conocida galaxia.
Ese otro universo es una conjunción de mundos, como escalonados uno encima de otro, accesibles mediante la ocasional resonancia del referido cuerno, hasta que Wolff se encuentra frente, cara a cara, con el cerebro creador de este otro sistema.
Pero... ¿quién es en realidad este Señor, Hacedor de Universos? ¿Cuál es la verdad?

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Aquel plan no habría sido practicable en la Tierra, donde un águila de tal tamaño no habría podido alzar el vuelo sin lanzarse desde un precipicio. Aun así, su vuelo habría sido muy lento, tal vez demasiado lento como para evitar la caída. Sin embargo, el Señor había dado a las águilas unos músculos cuyo vigor igualaba su tamaño.

Se elevaron más y más. Los costados pálidos del monolito, a un kilómetro y medio de allí, centelleaban bajo la luz de la luna. Wolff, aferrado a las correas de su red, miró hacia los otros. Criseya y Kickaha le respondieron agitando la mano. Abiru permanecía inmóvil.

Las ruinas de la torre de Rhadamanthus fueron haciéndose más y más pequeñas, sin que apareciera ningún cuervo para descubrirlos. Las águilas que no cargaban las cruces volaban en un amplio radio para evitar cualquier sorpresa. Aquel ejército llenaba el espacio. El rumor de sus alas era poderoso, y Wolff temió que se oyera a muchas millas de distancia.

Al fin, toda aquella zona desbastada de Atlantis fue visible de una sola ojeada, bajo la luz de la luna. Después apareció también el borde y parte del nivel inferior. Drachelandia se presentó como un gran semicírculo de oscuridad.

Las horas pasaban lentamente. Apareció la tierra de Amerindia, fue creciendo, y de pronto se interrumpió en el borde. El jardín de Okeanos estaba demasiado bajo y era demasiado angosto como para hacerse visible.

Debido a la relativa delgadez del monolito, la luna y el sol quedaron a la vista al mismo tiempo. Pero las águilas y su carga estaban aún entre las sombras de Idaquizzorhruz. Sin embargo, esa protección no duraría mucho tiempo: pronto caería todo el fulgor del día sobre ese sector, y los cuervos podrían divisarlos desde muchos kilómetros de distancia. El ejército se aproximó en lo posible al monolito; así, sólo desde el borde podrían verlos.

Finalmente, después de cuatro horas, llegaron a la parte superior, precisamente cuando el sol empezaba a descubrirlos. Hacia el costado se abría el jardín del Señor con su deslumbradora belleza. Adelante se elevaban las torres, los alminares, los arbotantes, toda la arquitectura del palacio del Señor, como una inmensa tela de araña. Alcanzaba una altura de sesenta metros, y cubría, según Kickaha; más de ciento veinte hectáreas.

Pero no tuvieron tiempo para apreciar tanta maravilla: los cuervos del jardín empezaban a gritar. Las mascotas de Podarga se lanzaron sobre ellos, a centenares. Mientras los mataban, otras volaron hacia las ventanas para entrar en busca del Señor.

Wolff vio entrar a muchas antes de que las trampas del Señor se activaran. Pocos momentos después, las que intentaron pasar desaparecieron en un estallido de truenos y relámpagos. Cayeron, carbonizadas hasta los huesos, sobre las salientes, los terrenos inferiores y los arbotantes.

Hombres y monos fueron depositados precisamente ante una puerta de mármol rosado, tachonada de rubíes. Las águilas soltaron las cuerdas y se reunieron junto a Podarga para aguardar sus órdenes.

Wolff soltó las correas de los anillos metálicos sujetos a los travesaños, y levantó la cruz por sobre su cabeza. Después corrió hasta acercarse a la puerta, que tenía forma de diamante, y lanzó contra ella la cruz de acero. Uno de los travesaños pasó por la entrada; los dos que formaban ángulos rectos con él golpearon los costados de la puerta.

Se produjo una sucesión de llamas y de truenos ensordecedores. Lenguas ardientes, de alto voltaje saltaron hacia él. De pronto se vio salir humo del interior del palacio, y los relampagueos cesaron, ya fuera porque el artefacto se había quemado o porque estaba temporalmente descargado.

Wolff echó una mirada a su alrededor. También de las otras entradas brotaban lenguas de fuego, cuando las defensas no se habían agotado. Las águilas habían recogido varias de las cruces para arrojarlas en dirección inclinada contra las ventanas superiores. La suya estaba reducida a un líquido blanco y ardiente; Wolff saltó por sobre ella para cruzar la puerta. Criseya y Kickaha se le reunieron desde otra entrada. Detrás de Kickaha entró la horda de simios gigantescos, cada uno armado con una espada o un hacha de guerra.

—¿Recuerdas ahora? — preguntó Kickaha.

Wolff asintió, diciendo:

— No del todo, pero espero que alcance. ¿Dónde está Abiru?

— Bajo la vigilancia de Podarga y de un par de monos. Podría intentar algo por su propia cuenta.

Con Wolff adelante, cruzaron una sala cuyas paredes lucían murales capaces de sobrecoger y deleitar al más exigente de los terráqueos. En el otro extremo se abría un portón de brillante y azulado metal labrado con suma delicadeza. Se dirigieron hacia él. De pronto, un cuervo, perseguido por un águila, pasó por sobre ellos.

Al atravesar el portón, el cuervo pareció cruzar una pantalla invisible. Al momento siguiente estaba convertido en menudos trozos de carne, hueso y plumas. El águila que venía tras él soltó un grito al ver esto, y trató de frenar— su vuelo. Era demasiado tarde, y pereció de la misma manera.

Wolff atrajo hacia sí la parte izquierda del portón, en vez de empujarla, como habría hecho normalmente.

Ahora no habrá problemas dijo Pero me alegro de que el cuervo haya - фото 4

— Ahora no habrá problemas — dijo —. Pero me alegro de que el cuervo haya pasado antes que nosotros. No me acordaba de esto.

De cualquier modo, probó el efecto con la punta de su espada. Enseguida recordó que sólo la materia viva activaba la trampa. No podía hacer otra cosa que confiar en su memoria. Se adelantó, sin percibir resistencia, y los otros lo siguieron.

— El Señor debe estar oculto en el centro del palacio, donde está el control de defensa — dijo —. Algunas de las defensas son automáticas, pero a las demás tendrá que operarlas él mismo; eso, siempre que haya descubierto la forma correcta de hacerlo. Ha tenido tiempo suficiente.

Recorrieron más de un kilómetro de corredores y salas, cada una de las cuales habría podido detener durante días enteros a cualquier persona con sentido de la belleza. De vez en cuando, un estallido o un grito anunciaban que otra trampa se había puesto en funcionamiento.

Wolff los detuvo diez o doce veces; en cada oportunidad permanecía con el ceño fruncido, pensando, hasta que de pronto esbozaba una sonrisa. Movía un cuadro, o tocaba cierto punto en los murales: el ojo de un personaje, el cuerno de un búfalo en una escena de las llanuras amerindias, la empuñadura de una espada en algún cuadro teutónico. Y luego seguía caminando.

Finalmente ordenó a un águila:

— Ve a traer a Podarga y a las otras. No tiene sentido que sigan sacrificándose. Yo les indicaré el camino.

Y volviéndose hacia Kickaha, explicó:

— La sensación de algo deja' vu es cada vez más fuerte. Pero no lo recuerdo todo; sólo algunos detalles.

— Es bastante por el momento — observó Kickaha —, siempre que sean los detalles necesarios.

Marchaba con una amplia sonrisa, iluminado el rostro por el deleite de la lucha.

— Ahora comprenderás — agregó — por qué no me atreví a regresar solo. Tenía valor suficiente, pero no los conocimientos necesarios.

— No comprendo — dijo Criseya.

Wolff extendió una mano para pellizcarla.

— Pronto comprenderás. Es decir, si triunfamos. Tengo muchas cosas que explicarte, y tú tendrás mucho que perdonar.

Frente a ellos, una puerta se deslizó dentro de la pared, dando paso a un hombre de armadura; llevaba un hacha enorme en una mano, y la balanceaba como si fuera una pluma.

— No es humano — dijo Wolff —. Es uno de los taloses del Señor.

—¡Un robot! — exclamó Kickaha.

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