Philip Farmer - El hacedor de universos

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El hacedor de universos: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Robert Wolff encuentra el extraño cuerno en una casa deshabitada, halla en verdad la llave que habrá de franquearle un universo alucinante y distinto.
Un soplo en el cuerno le abrirá la puerta del espacio-tiempo que ha de permitirle entrar en un cosmos cuyas dimensiones y leyes no tienen parangón alguno con el sistema que rige nuestra conocida galaxia.
Ese otro universo es una conjunción de mundos, como escalonados uno encima de otro, accesibles mediante la ocasional resonancia del referido cuerno, hasta que Wolff se encuentra frente, cara a cara, con el cerebro creador de este otro sistema.
Pero... ¿quién es en realidad este Señor, Hacedor de Universos? ¿Cuál es la verdad?

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Soltó un gruñido por no haber pensado antes en algo tan obvio, y pasó por la abertura. Del otro lado reinaba la oscuridad; se halló en un pequeño cuarto, que parecía un guardarropa construido con ladrillos y mezcla, excepto por uno de los lados. Allí, una varilla de metal sobresalía de la pared. Antes de manipularía, Wolff apoyó la oreja contra la pared. Escuchó voces apagadas, pero no logró reconocerlas.

Tiró de la varilla, y la puerta se abrió. Wolff salió por ella, con la daga en la mano. Se encontró entonces en una gran cámara, construida en bloques de piedra. Había un lecho enorme, con cuatro pilares tallados de madera negra que sostenían un dosel de seda brillante. Detrasestaba la angosta ventana en forma de cruz por la cual había hablado con Criseya.

Von Elgers estaba de espaldas a él. Tenía a Criseya en los brazos, y la empujaba hacia la cama. Ella tenía los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia un lado para esquivar sus besos. Ambos estaban aún completamente vestidos.

Wolff avanzó a grandes pasos por la habitación, tomó al barón por el hombro y lo hizo retroceder con violencia. Von Elgers dejó escapar a Criseya para desenvainar la daga, pero entonces recordó que no había llevado arma alguna, tal vez por no dar a Criseya la oportunidad de apuñalarlo.

Si antes se lo veía encendido, su rostro tomó de pronto un color grisáceo. Intentó llamar a los guardias, pero el grito se le heló en la boca por el temor y la sorpresa.

Wolff no le dio oportunidad de pedir ayuda. Soltando la daga, golpeó al barón en la barbilla. Von Elgers cayó, inconsciente. Wolff, sin pérdida de tiempo, pasó a toda velocidad junto a Criseya, que lo miraba, pálida, los ojos dilatados. Tomó las sábanas y cortó tiras, introduciendo la más pequeña en la boca del barón; después utilizó la más larga a modo de mordaza. Por último cortó un trozo del cordón que llevaba enrollado en la cintura y ató con él las manos del barón.

Vamos — dijo a Criseya, cargando a von Elgers sobre el hombro. Después hablaremos.

Sólo se detuvo para indicar a Criseya la forma de cerrar la puerta, para que nadie más descubriera el pasaje, cuando vinieran a investigar por la prolongada ausencia del barón. La muchacha lo siguió, sosteniendo la antorcha. Una vez que llegaron al agua, Wolff le explicó lo que harían para escapar. En primer lugar, recogió el cuerno oculto. Después salpicó con agua al barón para despertarlo. Cuando éste abrió los ojos, le informó de lo que debía hacer.

El barón negó con la cabeza.

— O venís con nosotros como rehén — dijo Wolff —, y corréis el riesgo de que os atrapen los dragones de agua, o morís ahora mismo. ¿Qué preferís?

El barón asintió. Wolff cortó sus ataduras, pero ato una punta del cordón a uno de sus tobillos. Los tres bajaron al agua. Inmediatamente, von Elgers nadó hacia la salida y se sumergió. Los otros le siguieron. La pared se abría a sólo un metro y medio de profundidad. Al salir, ya del otro lado, Wolff notó que las nubes empezaban a abrirse. Pronto la luna brillaría en todo su verde esplendor.

Von Elgers y Criseya, tal como había sido ordenado, nadaron en ángulo hacia la otra orilla del foso. Wolff los seguía, sosteniendo el otro extremo del cordón, lo que le impedía ganar mucha velocidad. En quince minutos más, la luna se escondería tras el monolito, y el sol no tardaria mucho en surgir por el otro lado. No le quedaba mucho tiempo para llevar a cabo sus planes, pero tampoco podía mantener al barón bajo su control, a menos que se tomara el tiempo suficiente.

Debían llegar a la orilla del foso a unos cien metros del punto en donde aguardaban los gworl y sus cautivos. En pocos minutos estuvieron más allá de la curva del castillo, fuera de la vista de los givorí y de los guardias del puente levadizo, aun en el caso de que surgiera la luna. Ese rumbo implicaba un mal necesario, pues cada segundo en el agua era una posibilidad más de que los dragones acuáticos los descubrieran.

Cuando estaban a veinte metros de la meta, Wolff vio, o sintió, mejor dicho, un surco en el agua. Al volverse, comprobó que la superficie presentaba una pequeña ola, y que ésta se movía en su dirección. Levantó las piernas y golpeó con fuerza. Sintió en los pies algo duro, lo bastante sólido como para permitirle apartarse. Se echó hacia atrás, soltando el cordón al mismo tiempo. Aquello pasó entre él y Criseya, se lanzó sobre von Elgers y desapareció.

También el rehén de Wolff.

No intentaron el rescate por no hacer ruidos al chapotear; en cambio, nadaron a toda velocidad, sin detenerse hasta llegar a la orilla, a donde treparon, jadeando.

Wolff no esperó a recuperar el aliento. En pocos minutos el sol aparecería por detrás de Doozvillnavava. Ordenó a Criseya que lo esperara. Si no volvía a poco de salir el sol, era probable que tardara mucho o que no regresara jamás. En ese caso, ella debería ocultarse en los bosques y defenderse por sí misma. Criseya le rogó que no se marchara; la idea de quedarse sola allí le resultaba intolerable. Pero él le entregó una daga que había sujetado al borde de su camisa, diciendo:

— No tengo otro remedio.

— La usaré para matarme si te pasa algo.

Para Wolff era un tormento el dejarla allí, tan indefensa, y, al mismo tiempo, no había otra salida.

— Mátame antes de irte — pidió ella —. Ya he pasado por demasiadas cosas. No puedo soportar más.

Él la besó ligeramente en los labios, diciendo:

— Claro que puedes. Te has endurecido, y siempre fuiste más fuerte de lo que creías. Mírate. Ahora puedes decir «matar» y «muerte» sin un pestañeo.

Y se marchó corriendo, agachado, hacia el lugar en donde habían quedado sus amigos y los gworl. Cuando calculó hallarse a veinte metros de ellos, se detuvo a escuchar. Sólo se oyó el quejido de un pájaro nocturno y un grito ahogado en el interior del castillo. Wolff, con la daga entre los dientes, se arrastró sobre manos y rodillas hacia la luz que indicaba la ventana de sus habitaciones. Esperaba percibir en cualquier momento el hedor a fruta fermentada y divisar un grupo de siluetas negras contra el cielo.

Pero nadie apareció. Sólo quedaban los restos de las telas de araña para demostrar que los gworl habían pasado por allí.

Revisó la zona. Una vez seguro de que no había señal de ellos, y viendo que el sol lo pondría muy pronto al descubierto, regresó a donde estaba Criseya. Ella lo abrazó con un sollozo.

—i Ya ves! He vuelto, a pesar de todo — le dijo él —. Pero tenemos que marcharnos.

—¿Volvemos a Okeanos?

— No. Seguiremos a mis amigos.

Se alejaron a paso rápido, hacia el monolito. Pronto notarían la ausencia del barón, y no habría escondite seguro en muchas millas a la redonda. También los gworl, conscientes de ello, marcharían a toda prisa hacia Doozvillnavava. Por mucho que quisieran el cuerno, no podían quedarse en esa zona. Más aún: debían pensar que Wolff se había ahogado, o lo creían muerto entre las fauces de los dragones acuáticos. Desde su punto de vista, el cuerno estaba por el momento fuera de su alcance, pero en un sitio seguro donde podrían buscarlo en cualquier momento.

Wolff forzaba la marcha. No se detuvieron más que para tomarse unos breves momentos de descanso hasta llegar a la cerrada selva de Rauhwald. Allí se arrastraron entre los arbustos espinosos, hasta que les dolieron las articulaciones y les sangraron las rodillas. Llegó un momento en que Criseya no pudo seguir. Wolff juntó frutas de las que abundaban en la zona, y en la mañana reanudaron el difícil avance. Al salir de Rauhwald estaban ya cubiertos de las heridas causadas por las espinas. Pero nadie los acechaba del otro lado, como temieran.

Ése no fue el único motivo de alegría. Wolff había encontrado pruebas de que los gv'orl habían pasado también por allí: en las espinas se notaban pelos duros y trocitos de tela. Sin duda, Kickaha había dejado esos jirones para indicar el camino, en caso de que Wolff lo siguiera.

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