Robert Jordan - La corona de espadas

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Elayne, Nynaeve y Aviendha prosiguen con sus investigaciones en Ebou Dar para encontrar el ter’angreal con el que podrían frenar la espantosa ola de calor que azota el mundo. Para ello se reúnen con los Marinos, quienes dan el nombre de Cuenco de los Vientos al objeto.
Egwene continúa con su lucha para ser la Sede Amyrlin escogida por las Aes Sedai rebeldes, y acabar con el control que sobre ella ejercen las Asentadas y otros grupos de hermanas. Entre tanto, en los distintos reinos, nobles y dirigentes continúan buscando su propio beneficio, sin tener presente que la mano del Oscuro está tocando el mundo y que la Última Batalla se acerca.

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La espada desapareció entre sus dedos. Todavía en la última parte de la postura llamada Enroscar el viento , permaneció inmóvil en medio de los muertos. El último trolloc en caer todavía se sacudía y sus cuernos de carnero arañaban el pavimento. El Myrddraal descabezado aún agitaba los brazos, por supuesto, y sus pies pateaban frenéticamente; los Semihombres no morían enseguida, ni siquiera tras ser decapitados.

No bien había desaparecido la espada, cuando un rayo plateado cayó desde el cielo despejado, cuajado de estrellas.

El primer impacto se descargó con un ensordecedor estampido a cuatro metros de distancia. El mundo se tornó blanco y el vacío se hizo añicos. El suelo se combó bajo él al caer un segundo rayo, al que siguió un tercero. Rand no fue consciente de estar caído de bruces en la calle hasta ese momento. El aire chisporroteaba. Aturdido, se incorporó y corrió a trompicones huyendo de una andanada de rayos que resquebrajaron el pavimento hasta provocar el derrumbe de edificios. Siguió adelante, tambaleándose, sin importarle hacia dónde, siempre que fuera lejos de allí.

De repente su cabeza se despejó lo suficiente para ver dónde se encontraba; avanzaba dando tumbos a través de un vasto suelo de piedra cubierto de cascotes enormes, algunos tan grandes como él. Aquí y allí, agujeros irregulares y oscuros se abrían en las baldosas. Alrededor se alzaban por doquier altos muros, e hilera sobre hilera de balconadas que se extendían a lo largo de todo el perímetro. Sólo quedaba una pequeña porción de lo que antaño fuera un inmenso techo, en una esquina. Las estrellas brillaban en lo alto.

Dio otro paso tambaleante y el suelo cedió de repente bajo sus pies. Extendió las manos en un gesto desesperado; con un brusco tirón, la derecha se asió a un borde irregular y Rand quedó colgado sobre una negrura insondable. La caída podía ser de unos cuantos metros, hasta un sótano, o de un kilómetro; todo era posible. Podía enganchar bandas de Aire al borde del agujero, sobre su cabeza, para ayudarse a subir, sólo que… De algún modo, Sammael había percibido la mínima cantidad de saidin utilizada en la espada. Se había producido un retraso antes de que los rayos se descargaran, pero no podía calcular cuánto tiempo había empleado en matar a los trollocs. ¿Un minuto? ¿Segundos?

Se impulsó y lanzó el brazo izquierdo hacia arriba en un intento de agarrar el borde del agujero. El dolor, que el vacío ya no amortiguaba, se hincaba en su costado como una daga. Empezó a ver motitas negras y brillantes y, aún peor, la mano derecha le resbalaba en la piedra que se desmenuzaba, además de sentir que los dedos perdían fuerza. No le iba a quedar más remedio que… Una mano le agarró la muñeca derecha.

—Eres un necio —dijo la voz profunda de un hombre—. Puedes considerarte afortunado de que no quiera verte morir hoy. —La mano empezó a subirlo a pulso—. ¿No vas a poner nada de tu parte? —demandó la voz—. No pienso cargarte a los hombros ni matar a Sammael por ti.

Sacudiéndose el aturdimiento, Rand alzó la otra mano, asió el borde del agujero y se aupó a pesar del intenso dolor del costado. Y a pesar del lacerante dolor también se las arregló para recuperar el vacío y aferrar el saidin . No encauzó, pero quería estar preparado.

Su cabeza y sus hombros se alzaron sobre el suelo y entonces Rand pudo ver al otro hombre, un tipo grande, poco mayor que él, con el cabello negro como la noche y una chaqueta también negra, semejante a la de los Asha’man. Rand nunca lo había visto. Al menos, no era uno de los Renegados, cuyos rostros conocía. O eso pensaba.

—¿Quién eres? —preguntó.

Todavía tirando de él, el hombre soltó una risa.

—Digamos que un trotamundos que pasaba por aquí. ¿De verdad quieres hablar ahora?

Rand no malgastó aliento y bregó hasta subir el torso sobre el suelo, luego la cintura. De pronto se dio cuenta de que un suave resplandor bañaba el suelo alrededor de los dos, como el brillo de una luna llena.

Se giró para mirar por encima del hombro y vio al Mashadar. De una balconada se desbordaba no un simple zarcillo, sino una ola brillante, gris plateada, que formaba un arco sobre sus cabezas, y descendía.

Sin pensarlo, su mano libre se alzó y el fuego compacto se disparó hacia lo alto, una barra de blanco fuego líquido que hendió la ola que se precipitaba sobre ellos. Vagamente advirtió que otra barra de pálido fuego compacto se alzaba de la mano libre del otro hombre, una barra que se descargó desde una dirección opuesta a la de la suya. Las dos convergieron.

Rand sufrió una sacudida cuando su cabeza retumbó como un gong, y el saidin y el vacío se hicieron añicos. Lo veía todo doble, las balconadas, los cascotes de piedra esparcidos por el suelo. Parecía haber un par del otro hombre traslapándose el uno al otro, ambos asiéndose la cabeza con las manos. Rand parpadeó y buscó al Mashadar. La onda de brillante niebla se había retirado; permanecía un brillo en las balconadas, allá arriba, pero menguando, retrocediendo, al tiempo que a Rand se le aclaraba la vista. Al parecer, hasta el irracional Mashadar huía del fuego compacto.

Se puso de pie con movimientos inestables y tendió una mano al hombre caído. Éste se incorporó por sí mismo, mirando con mal gesto la mano de Rand. Era más o menos de su estatura, algo poco corriente excepto entre los Aiel.

—Creo que lo mejor sería que nos pusiéramos en marcha cuanto antes. ¿Qué ha pasado aquí?

—No sé qué ha pasado —gruñó—. Corre, si quieres conservar la vida.

Siguió su propio consejo al punto y salió disparado hacia una hilera de arcos abiertos; no en la pared más próxima, ya que el Mashadar había venido de allí.

Tanteando en busca del vacío, Rand lo siguió renqueando tan deprisa como pudo, pero antes de que les diese tiempo de dejar atrás el espacio abierto, los rayos empezaron a caer otra vez cual una andanada de flechas plateadas. Los dos se zambulleron bajo los arcos, perseguidos por el estruendo de paredes y suelo desplomándose a su espalda, por nubes de polvo y una lluvia de piedras. Con la cabeza hundida entre los hombros, un brazo protegiéndose la cara y tosiendo, Rand corrió a través de una ancha estancia donde los inestables arcos sostenían el techo; empezaron a caer trozos de piedra.

Sin darse cuenta de lo que hacía, salió disparado a una calle y dio tres pasos tambaleantes antes de detenerse. El dolor del costado hacía que deseara encogerse, pero temió que las piernas le fallaran si lo hacía. El pie herido le palpitaba con lacerantes punzadas; tenía la impresión de que había pasado un año desde que aquel filamento rojo de Fuego y Aire le alcanzara el talón. Su rescatador lo estaba observando; cubierto de polvo de la cabeza a los pies, el tipo se las arreglaba para parecer un rey.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar Rand—. ¿Uno de los hombres de Taim? ¿O has aprendido por ti mismo? Puedes ir a Caemlyn, ¿sabes?, a la Torre Negra. No tienes que vivir con miedo a las Aes Sedai. —Por alguna razón, decir aquello le hizo fruncir el entrecejo; no entendía por qué.

—Nunca he tenido miedo de las Aes Sedai —espetó el hombre, que luego inhaló profundamente—. Probablemente deberías marcharte de aquí ahora, pero si tu intención es quedarte y matar a Sammael, más te vale que intentes pensar como él. Has demostrado que puedes hacerlo. Siempre le ha gustado destruir a un hombre a la vista de uno de los triunfos de ese hombre. A falta de eso, servirá algún sitio que el hombre haya marcado como suyo.

—El Atajo —dijo lentamente Rand. Si podía decirse que hubiese marcado algo en Shadar Logoth, tenía que ser la puerta del Atajo—. Está esperando cerca del Atajo. Y ha puesto trampas. —Y seguramente salvaguardias también, como en Illian, para detectar a un hombre encauzando. Sammael había planeado aquello muy bien.

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