Un hombrecillo flaco, con chaqueta azul y una barba sin bigote, miraba boquiabierto a Rand y a los Asha’man que salían de un agujero abierto en el aire, y una mujer fornida, con un vestido verde lo bastante corto para mostrar escarpines del mismo color y los tobillos cubiertos por medias también verdes, se llevó las manos a la cara y se quedó petrificada en el sitio, justo delante de ellos, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Toda la gente se paró para mirar: vendedores ambulantes con sus bandejas, carreteros frenando a sus bueyes, hombres, mujeres y niños con la boca abierta a más no poder. Rand alzó los brazos y encauzó.
—¡Soy el Dragón Renacido!
Las palabras retumbaron en la plaza, amplificadas por Aire y Fuego, y las llamas que salieron disparadas de sus dedos ascendieron un centenar de metros en el aire. A su espalda, los Asha’man llenaron el cielo de bolas de fuego lanzadas en todas direcciones, con excepción de Dashiva, que creó una red de rayos azules sobre la plaza.
No hizo falta más. La multitud huyó en tropel, gritando a pleno pulmón, en todas direcciones, lejos de la Plaza de Tammuz. Lo hicieron justo a tiempo. Rand y los Asha’man se apartaron corriendo del acceso, y Davram Bashere entró en Illian a la cabeza de sus saldaeninos, quienes blandían las espadas y gritaban como posesos mientras salían por el agujero en avalancha. Bashere condujo a la línea central de la columna en línea recta, como habían planeado lo que ahora parecía mucho tiempo atrás, mientras que las otras dos filas giraban hacia uno y otro lado. Siguieron saliendo del acceso como un río imparable y se dividieron en grupos más pequeños, internándose a galope en las calles que desembocaban en la plaza.
Rand no esperó a ver salir a los últimos jinetes. Con menos de un tercio de la caballería fuera del acceso, tejió de inmediato otro, éste más pequeño. No hacía falta conocer un sitio para Viajar si la intención era ir a una distancia corta. Alrededor sintió cómo Dashiva y los demás creaban sus propios accesos, pero él cruzaba ya el suyo, dejando que se cerrara a su espalda, y se encontró en lo alto de una de las esbeltas torres del Palacio Real. Distraídamente, se preguntó si Mattin Stepaneos den Balgar, el rey de Illian, se encontraría en ese momento en algún lugar debajo de él.
La azotea de la torre no tendría más de cinco pasos de lado a lado, y estaba rodeada por un murete de piedra roja que a él apenas le llegaba al pecho. A cincuenta metros de altura, aquél era el punto más alto de toda la ciudad, y desde allí alcanzaba a ver, por encima de los tejados rojos, verdes y de todos los colores, brillantes bajo el sol de la tarde, los largos pasos elevados del oeste, que se extendían a través de la vasta marisma de altas hierbas que rodeaba la ciudad, así como el puerto. Un penetrante olor a salitre impregnaba el aire. Illian no necesitaba murallas, con aquel terreno pantanoso que frenaría a cualquier atacante. Cualquier atacante que no pudiese abrir agujeros en el aire. Aunque, para el caso, tampoco las murallas habrían servido de mucho.
Era una urbe bonita, con la mayoría de los edificios en clara piedra labrada, entrecruzada por tantos canales como calles, y que desde esa altura semejaba una tracería azul verdosa, pero Rand no se paró a admirarla. Por encima de tejados de tabernas y tiendas y de torres de palacios dirigió flujos de Aire y Agua, Fuego y Tierra y Energía, girando sobre sí mismo mientras lo hacía. No intentó tejerlos, sino que se limitó a lanzarlos más allá de la ciudad, hasta sus dos buenos kilómetros pasada la marisma. Desde otras cinco torres salían más flujos a baja altura, y al tocarse entre sí, libres y sin control, surgían estallidos de luz, saltaban chispas y creaban nubes de vapor multicolor, un espectáculo que habría sido la envidia de cualquier Iluminador. No se le ocurría una manera mejor de asustar a la gente para que buscara refugio en sus casas e incluso debajo de las camas, y así quitarla del paso de los soldados de Bashere, aunque ése no era el motivo de semejante exhibición.
Mucho tiempo atrás había llegado a la conclusión de que Sammael debía de tener salvaguardias tejidas por toda la ciudad a fin de dar la alarma si alguien encauzaba saidin . Unas salvaguardias invertidas, de manera que nadie, excepto Sammael, pudiera localizarlas, que le señalarían el lugar exacto donde el hombre estuviera encauzando para destruirlo de inmediato. Con suerte, todas esas salvaguardias se estarían disparando ahora. Lews Therin se mostró muy seguro con respecto a que Sammael lo percibiría en cualquier lugar donde se encontrara, incluso a gran distancia. Y también dichas salvaguardias tendrían que haber quedado inutilizadas ahora; ese tipo de alarmas tenía que rehacerse una vez que se había disparado. Sammael acudiría. Jamás había renunciado a algo que considerase suyo, por muy incoherente que fuera su reclamación, sin presentar batalla. Todo eso lo sabía por Lews Therin. Si es que era real. Tenía que serlo. Aquellos recuerdos eran demasiado pormenorizados. Sin embargo, ¿acaso un demente no imaginaba sus fantasías con todo detalle?
«¡Lews Therin!», llamó para sus adentros. Sólo le respondió el viento que soplaba sobre Illian.
Allá abajo, la Plaza de Tammuz se hallaba silenciosa y desierta, excepto por unos pocos carros abandonados. De lado, el acceso era invisible salvo por los tejidos.
Dirigiendo los flujos hacia esos tejidos, Rand deshizo el nudo y el acceso desapareció en un instante, tras lo cual soltó el saidin de mala gana. Todos los flujos se desvanecieron en el cielo. Quizás alguno de los Asha’man todavía asía la Fuente, pero les había advertido que no lo hicieran, que se proponía matar sin previo aviso a cualquier varón que sintiera encauzando después de que él hubiese dejado de hacerlo, y que no quería descubrir después que el encauzador había sido uno de ellos. Se apoyó en el murete, esperando, deseando sentarse. Las piernas le dolían y el costado le ardía en cualquier postura, pero quizá necesitara ver un tejido, además de percibirlo.
En la ciudad no reinaba un silencio absoluto. Desde varias direcciones llegaban gritos distantes y el débil entrechocar de espadas. A pesar de desplazar a tantos hombres a la frontera, Sammael no había dejado Illian completamente desprotegida. Rand giró sobre sí mismo en un intento de divisar la urbe en todas direcciones. Creía que Sammael aparecería en el Palacio Real o en el del otro lado de la plaza, pero no podía saberlo con total seguridad. Abajo, en una calle, vio a un grupo de saldaeninos cargar contra un número igual de hombres montados y con petos brillantes; de repente más saldaeninos salieron a galope por un lado, y el combate desapareció de su radio visual, detrás de los edificios. En otra dirección vislumbró algunos hombres de la Legión del Dragón que marchaban por un puente bajo sobre un canal. Un oficial, distinguible por la alta pluma roja de su yelmo, caminaba a la cabeza de unos veinte hombres equipados con anchos escudos que les llegaban a la altura de los hombros, a los que seguían alrededor de otros doscientos, éstos armados con pesadas ballestas. ¿Cómo lucharían? A lo lejos sonaron gritos y el choque metálico de armas, los débiles gemidos de moribundos.
El sol seguía su descenso hacia el horizonte y las sombras se alargaron por la ciudad. Llegó el crepúsculo, con el sol cual una roja cúpula en el oeste. Aparecieron algunas estrellas. ¿Se habría equivocado? ¿Habría huido Sammael a otra parte, a buscar otras tierras que dominar? ¿Habría estado haciendo oídos sordos a todo salvo a sus propias divagaciones dementes?
Un hombre encauzó. Rand se quedó paralizado un instante, mirando fijamente la Gran Sede del Consejo. La cantidad de saidin había sido suficiente para abrir un acceso; no habría percibido un encauzamiento más pequeño al otro lado de la plaza. Tenía que ser Sammael.
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