Cruzó el acceso y salió al polvo del otro lado, con Dashiva y los otros justo detrás de él, y soltó la Fuente tan pronto como el último de ellos hubo pasado. Una sensación de pérdida ocupó el hueco dejado por el saidin a medida que la percepción de Alanna se tornaba débil. Esa sensación no había parecido tan abrumadora mientras Lews Therin estuvo allí, ni la carencia tan inmensa.
En lo alto, el dorado sol había recorrido más de la mitad de camino hacia el horizonte. Una ráfaga de viento levantó polvo sin dejar pizca de frescura a su paso. El acceso se había abierto en una zona despejada, que delimitaba una cuerda sujeta a cuatro postes. En cada esquina había dos guardias vestidos con chaquetas cortas y pantalones amplios, metidos por las botas, y al costado llevaban espadas de aspecto serpentino. Algunos lucían espesos bigotes que les colgaban hasta la barbilla, o pobladas barbas, y todos ellos tenían narices prominentes y oscuros ojos, ligeramente rasgados. Tan pronto como apareció Rand, uno de ellos se marchó corriendo.
—¿Qué hacemos aquí? —inquirió Dashiva mientras miraba a uno y otro lado con incredulidad.
Alrededor se extendían cientos de tiendas picudas, grises y pardas, así como hileras de caballos atados y ya ensillados. Caemlyn se alzaba a pocos kilómetros de distancia, oculta por los árboles, y la Torre Negra no se encontraba mucho más lejos, pero Taim no se enteraría de esto a menos que tuviese un espía vigilando. Una de las tareas de Fedwin Morr había sido estar atento —y percibir— a cualquiera que intentara espiar. Como las ondas en la superficie del agua, un rumor se fue extendiendo a partir del área enmarcada por las cuerdas, y hombres con narices prominentes y espadas serpentinas se levantaron de su postura en cuclillas y se volvieron para mirar a Rand con expectación. Aquí y allí había mujeres también; era costumbre que las saldaeninas cabalgaran a la guerra a menudo acompañando a sus esposos, al menos entre los nobles y oficiales. Sin embargo, eso no pasaría ese día.
Rand se agachó para pasar por debajo de una de las cuerdas y se encaminó directamente hacia una tienda igual a las demás salvo por el estandarte que ondeaba en el astil delante de ella: tres florecillas rojas sobre campo azul. El realillo no se marchitaba siquiera en los inviernos saldaeninos, y cuando el fuego arrasaba un bosque, aquellas flores rojas eran las primeras en retoñar. Una flor que nada podía matar; el símbolo de la casa Bashere.
Dentro de la tienda, el propio Bashere ya estaba calzado y con las espuelas puestas, y llevaba la espada al cinto. Ominosamente, Deira se encontraba con él, embutida en un vestido de montar del mismo tono gris que la chaqueta de su marido, y aunque no portaba espada, la larga daga colgada del cinto suplía muy bien esa falta. Los guanteletes de cuero que sujetaba debajo del cinturón revelaban la intención de cabalgar duro.
—No esperaba esto hasta dentro de unos días —dijo Bashere mientras se levantaba de una silla plegable de campamento—. A decir verdad, esperaba que fuesen semanas. Confiaba en contar con más hombres rechazados por Taim, como planeamos el joven Mat y yo. He reunido a todos los fabricantes de ballestas que he podido encontrar, y han empezado a producirlas como una cerda pariendo lechones, pero, ahora mismo, sólo quince mil tienen ballestas y saben cómo manejarlas. —Con una mirada interrogante, levantó una jarra plateada que había encima de los mapas extendidos sobre la mesa plegable—. ¿Hay tiempo para un ponche?
—Me temo que no —contestó, impaciente, Rand. Bashere ya le había hablado antes de los hombres que Taim encontraba y que no eran capaces de encauzar, pero apenas le había prestado atención. Si Bashere pensaba que los había entrenado suficientemente bien, eso era lo único que importaba—. Dashiva y otros tres Asha’man esperan fuera. Tan pronto como Morr se reúna con ellos, estaremos preparados para partir. —Miró hacia Deira ni Ghaline t’Bashere, que se alzaba por encima de su menudo esposo con su nariz prominente como un pico de halcón y unos ojos que hacían que los de dicho animal parecieran afables en comparación—. Nada de ponche, lord Bashere, ni de esposas. Hoy no.
Deira abrió la boca y sus ojos llamearon repentinamente.
—Nada de esposas —repitió Bashere mientras se atusaba el bigote canoso con los nudillos—. Haré que se pase la orden. —Se volvió hacia Deira y extendió una mano—. Esposa —dijo suavemente.
Rand se encogió y esperó el estallido, ni con voz suave ni sin ella. Deira apretó los labios y miró desde su altura a su marido con gesto ceñudo; recordaba un halcón a punto de caer sobre un ratón. Y no es que Bashere se pareciese a un ratón, naturalmente; sólo un halcón mucho más pequeño. La mujer respiró profundamente; Deira era capaz de hacer que una inhalación honda pareciera algo que podría sacudir la tierra en sus cimientos. Luego soltó la daga del cinturón y la puso en la mano de su marido.
—Hablaremos de esto después, Davram —prometió la mujer—. Largo y tendido.
Un día, cuando tuviese tiempo, decidió Rand, pediría a Bashere que le explicara cómo conseguir lo que él acababa de lograr. Si alguna vez tenía tiempo.
—Largo y tendido —convino Bashere, sonriendo bajo el bigote mientras se guardaba la daga debajo de su propio cinturón. Tal vez, ese hombre era un suicida, simplemente.
Fuera, se habían soltado las cuerdas y Rand esperaba con Dashiva y los otros Asha’man mientras nueve mil jinetes saldaeninos se alineaban detrás de Bashere en columna de a tres. En algún lugar, más allá de la caballería, quince mil hombres que se llamaban a sí mismos la Legión del Dragón se estarían reuniendo a pie. Rand los había visto de lejos, todos con chaqueta azul, abrochada a un lado para que el dragón rojo y dorado que cruzaba la pechera no quedara partido. Casi todos llevaban ballestas; algunos, en cambio, cargaban con escudos pesados y difíciles de manejar. Fuera cual fuese la extraña idea que Mat y Bashere habían tramado, Rand esperaba que no condujera a la muerte a muchos de ellos.
Morr sonreía anhelante mientras esperaba, casi brincando sobre las puntas de los pies. Quizá sólo se sentía contento de volver a vestir su chaqueta negra con la espada plateada en el cuello; no obstante, Adley y Narishma exhibían una sonrisa muy parecida y, ahora que se fijaba, la de Flinn no le andaba muy lejos. Sabían adónde se dirigían y lo que tenían que hacer allí. Como siempre, Dashiva miraba ceñudo a todo y a nada mientras sus labios se movían en silencio. También como siempre. Asimismo, las saldaeninas, agrupadas detrás de Deira en un extremo, guardaban un ceñudo silencio mientras observaban los preparativos. Águilas y halcones, las plumas encrespadas y furiosas. A Rand le daban igual sus ceños y sus muecas coléricas; si se sentía capaz de arrostrar la ira de Nandera y de las demás Doncellas después de haberlas mantenido alejadas de esto, entonces los hombres saldaeninos podrían aguantar todas las discusiones que fuera menester. Ese día, con la ayuda de la Luz, ninguna mujer moriría por su causa.
Un número tan ingente de hombres no podía alinearse en un minuto, aun cuando hubiesen estado esperando la orden, pero en un espacio de tiempo notablemente corto Bashere levantaba su espada y gritaba:
—¡Milord Dragón!
—¡El lord Dragón! —coreó otro grito que se propagó a lo largo de la columna que tenía detrás.
Rand asió la Fuente y creó un acceso entre los postes, de cuatro metros por cuatro, que cruzó rápidamente mientras ataba el tejido, rebosante de saidin y con los Asha’man pisándole los talones, para salir a una gran plaza abierta, rodeada de colosales columnas blancas, todas ellas rematadas con coronas de ramas de olivo en mármol. A ambos extremos de la plaza se alzaban dos palacios casi idénticos con tejados púrpuras, pórticos, balcones y esbeltas torres. Uno era el Palacio Real, y el otro, ligeramente más pequeño, la Gran Sede del Consejo. Y aquélla era la Plaza de Tammuz, en el corazón de Illian.
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