Robert Jordan - Cuchillo de sueños

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La Rueda del Tiempo se acerca a su culminación. Mientras el entramado de la realidad se vuelve inestable, todo indica que el Tarmon Gai'don está cerca y que Rand al’Thor tiene que enfrentarse con el Oscuro. Pero antes deberá negociar una tregua con los seanchan. Perrin, por su parte, ya ha hecho un pacto con ellos y está di spuesto a todo para salvar a su esposa de los Shaido. En Caemlyn, Elayne lucha para conseguir el Trono de León al tiemp que intenta prevenir una guerra civil, y Egwene descubre que incluso la Torre Blanca ha dejado de ser un lugar seguro.

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A quién o a qué apuntaba Tuon no importaba, excepto como una pista de su paradero, y eso sí era importante. Enormemente importante. A pesar del comunicado sobre una prolongación del viaje de inspección, ya apuntaban rumores entre la Sangre de que Tuon estaba muerta. Cuanto más tiempo pasara desaparecida, más crecerían esos rumores, y con ellos la presión para que Suroth regresara a Seandar y presentara esa disculpa. No pasaría mucho antes de ser proclamada sei’mosiev y caer tan bajo que sólo sus sirvientes y su propiedad la obedecerían. Sus ojos serían polvo en la tierra. Al igual que la Alta Sangre, la baja rehusaría hablar con ella, y puede que incluso los plebeyos lo hicieran. Y poco después, lo quisiera o no, se encontraría a bordo de un barco.

A Tuon no le gustaría que se la encontrara, a buen seguro, pero no era probable que el desagrado de la heredera tuviera más alcance para Suroth que el hecho de sufrir deshonra y verse obligada a cortarse las venas; en consecuencia había que dar con Tuon. Todos los Buscadores de Altara andaban tras su pista; al menos aquellos de los que Suroth tenía noticia. Los propios Buscadores de Tuon no se hallaban entre esos, pero por fuerza debían de estar a la caza de un rastro con el doble de empeño que los demás. A menos que los hubiera hecho depositarios de su confianza. Pero en diecisiete días todo lo que se había descubierto era aquella ridícula historia de que Tuon extorsionaba joyas a los orfebres, y ese chisme lo conocían hasta los soldados rasos. Tal vez…

La puerta de arco que daba a la antesala empezó a abrirse lentamente y Suroth cerró de golpe el ojo derecho para que la luz de la otra estancia no la deslumbrara y así conservar la capacidad de ver bien a oscuras. Tan pronto como la rendija fue lo bastante ancha, una mujer de cabello claro y vestida con los diáfanos ropajes de una da’covale se introdujo en el dormitorio y cerró la puerta tras ella con suavidad, con lo que sumió el cuarto en una oscuridad total. Entonces Suroth abrió el ojo derecho y distinguió una silueta que avanzaba sigilosamente hacia el lecho. Y otra sombra, ésta enorme, se alzó de repente en un rincón de la habitación cuando Almandaragal se incorporó sin hacer ruido. El lopar era capaz de cruzar el cuarto y partirle el cuello a esa necia en un visto y no visto, pero Suroth aún tenía la mano sobre la daga. Era prudente contar con una segunda línea de defensa aun cuando la primera pareciera inexpugnable. A un paso de la cama, la da’covale paró. La respiración agitada de la mujer atronaba en el silencio.

—¿Armándote de valor, Liandrin? —inquirió duramente Suroth. El cabello de color miel y tejido en finas trenzas bastaba para identificarla.

Con un grito sofocado, la da’covale cayó de hinojos y se inclinó para pegar la cara contra la alfombra. Al menos eso lo había aprendido.

—No os haría daño alguno, Augusta Señora —mintió—. Sabéis que no. —Hablaba con precipitación, jadeante por el pánico. Aprender cuándo hablar y cuándo callarse todavía parecía estar fuera de su alcance, al igual que hacerlo con el debido respeto—. Las dos estamos comprometidas al servicio del Gran Señor, Augusta Señora. ¿Acaso no he demostrado que puedo ser útil? Quité de en medio a Alwhin, ¿verdad? Dijisteis que ojalá estuviera muerta, Augusta Señora, y la eliminé.

Suroth torció el gesto y se sentó en el lecho; la sábana resbaló hasta su regazo en medio de la oscuridad. Era muy fácil olvidarse de la presencia de un da’covale , incluso de ésa en particular, y entonces se dejaban escapar cosas que no se deberían haber dicho. Alwhin no había sido un peligro, sino un mero incordio, torpe para el puesto de su Voz. Al alcanzar ese cargo había cumplido lo que siempre había deseado, y la probabilidad de ponerlo en peligro —ni siquiera por la traición más pequeña— había sido casi inexistente. Sí, era cierto que si se hubiera roto el cuello al caer rodando por una escalera Suroth habría sentido cierto alivio de librarse de alguien irritante, pero acabar envenenada, con los ojos desorbitados y la piel azulada, era algo muy distinto. Aun con la búsqueda de Tuon el incidente había atraído la atención de los Buscadores hacia su casa. Se había visto obligada a hacerlo, ya que se trataba del asesinato de su Voz. Que entre el personal a su servicio hubiera Escuchadores lo aceptaba; todas las casas tenían sus espías. Sin embargo, los Buscadores no se limitaban a escuchar y tal vez descubrieran lo que debía permanecer oculto.

Enmascarar la ira le supuso un increíble esfuerzo y al hablar lo hizo en un tono más frío del que habría deseado utilizar.

—Confío en que no me hayas despertado simplemente para volver a suplicarme, Liandrin.

—¡No, no! —¡La muy necia alzó la cabeza y de hecho la miró directamente a la cara!—. Ha venido un oficial de parte del general Galgan, Augusta Señora. Os espera para acompañaros a presencia del general.

La irritación le había despertado dolor de cabeza a Suroth. ¿Esa necia se atrevía a retrasar la entrega del mensaje de Galgan y encima la miraba a los ojos? En la oscuridad, claro, pero aun así la acometió el deseo de estrangular a Liandrin con sus propias manos. Otra muerte casi inmediatamente después de la primera incrementaría el interés de los Buscadores en su casa y en su servicio si se enteraban, pero Elbar podría deshacerse del cuerpo con facilidad; era hábil en ese tipo de tareas.

Lo malo era que disfrutaba teniendo como propiedad a la antigua Aes Sedai que tan altiva se había mostrado con ella en cierta ocasión. Hacer de ella una da’covale perfecta en todos los aspectos sería un gran placer. Sin embargo, iba siendo hora de ponerle el collar. De hecho, ya corrían rumores irritantes sobre una marath’damane sin collar entre su servidumbre. Sería el fenómeno en candelero durante unos días cuando las sul’dam descubrieran que estaba escudada de algún modo, de forma que no podía encauzar, pero al menos eso ayudaría a esclarecer la razón de que no se la hubiera atado a la correa antes. No obstante, Elbar tendría que encontrar alguna Atha’an Shadar entre las sul’dam , y ésa nunca era una tarea fácil —curiosamente, eran relativamente pocas las sul’dam que servían al Gran Señor— y ella ya no se fiaba de ninguna sul’dam , pero quizás las Atha’an Shadar eran más dignas de confianza.

—Enciende dos lámparas y después me traes una bata y zapatillas —ordenó mientras pasaba las piernas sobre el borde de la cama.

Liandrin se dirigió presurosa hacia la mesa donde estaba el cuenco de arena con tapadera que reposaba sobre su trípode, y dejó escapar una exclamación ahogada cuando lo encontró al tocarlo con la mano; enseguida usó las tenazas para sacar una brasa caliente, sopló para avivarla, y encendió dos de las lámparas plateadas; luego ajustó las mechas para que las llamas no titilaran ni echaran humo. Su modo de hablar podría sugerir que se consideraba una igual de Suroth en lugar de ser su posesión, pero la correa de cuero le había enseñado a obedecer órdenes con prontitud.

Girándose con una de las lámparas en la mano, dio un respingo y soltó un grito ahogado al ver a Almandaragal en el rincón, erguido sobre las patas traseras y con los oscuros ojos, rodeados de protuberancias puntiagudas, clavados en ella. ¡Cualquiera diría que no lo había visto nunca! Sin embargo, el lopar ofrecía un aspecto atemorizador con sus diez pies de altura, las casi doscientas libras de peso y la piel sin pelo como cuero pardo rojizo al tiempo que flexionaba las zarpas delanteras de seis dedos, de forma que sacó y retrajo las garras, las sacó y las retrajo…

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