Robert Jordan - La tormenta

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El Tarmon Gai’don, la Última Batalla, se cierne amenazadora y la humanidad no está preparada. Rand al’Thor, el Dragón Renacido, se esfuerza por conseguir la unión de reinos y alianzas para el enfrentamiento decisivo. Mientras frena la invasión seanchan hacia el norte —con la esperanza de conseguir al menos una tregua— sus a liados observan con espanto la sombra que parece crecer en el corazón del propio Dragón Renacido. Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin de las Aes Sedai rebeldes, está cautiva en la Torre Blanca y sujeta a los caprichos de la tiránica dirigente. Su lucha pondrá a prueba el temple de las Aes Sedai, y el conflicto que plantea su presencia decidirá el futuro de la Torre Blanca y quizás el del propio mundo.

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No, Mesaana no la pillaba por sorpresa; y a los demás era fácil seguirles el rastro. Moridin reunía las fuerzas del Gran Señor para la Última Batalla, y sus preparativos de guerra le dejaban muy poco tiempo para ocuparse del sur, si bien sus dos adláteres, Cyndane y Moghedien, se dejaban ver por allí; pasaban el tiempo congregando a los Amigos Siniestros y, de vez en cuando, intentado ejecutar la orden de Moridin de que esos dos ta´veren —Perrin Aybara y Matrim Cauthon— fueran asesinados.

Graendal estaba convencida de que Sammael había muerto a manos de Rand al’Thor durante la lucha por Illian. De hecho —ahora que Graendal tenía una pista que apuntaba a que Semirhage había estado moviendo los hilos con los seanchan— estaba convencida de conocer los planes de los otros siete Elegidos que quedaban.

A excepción de Demandred.

¿Qué se traía entre manos ese maldito hombre? Graendal habría trocado todo cuanto sabía sobre las actividades de Mesaana y de Aran’gar a cambio de un simple indicio de los planes de Demandred. Allí estaba, apuesto, la nariz aguileña, los labios tirantes en una perpetua mueca iracunda; jamás sonreía y daba la impresión de que nunca disfrutaba con nada. A pesar de ser uno de los principales generales entre los Elegidos, parecía que la guerra no le proporcionaba placer. En cierta ocasión le había oído comentar que reiría el día que le partiera el cuello a Lews Therin, y sólo entonces.

Era un necio por albergar ese rencor; y pensar que podría estar en el otro lado, que podría haberse convertido en el Dragón si las cosas hubieran ido de otra forma… Aun así, necio o no, era muy, muy peligroso, y a Graendal no le gustaba desconocer los planes de ese hombre. ¿Dónde estaba instalado? A Demandred le gustaba tener ejércitos a sus órdenes, pero no quedaba ninguno en movimiento por el mundo.

Salvo, quizás, esas tropas de las Tierras Fronterizas. ¿Se las habría ingeniado para infiltrarse entre ellos? Esa habría sido sin duda toda una hazaña; sin embargo, a ella debería haberle llegado algún rumor, ya que tenía espías en ese campamento.

Sacudió la cabeza; ojalá tuviera algo de beber para mojarse los labios. El aire del norte era demasiado seco, y ella prefería la humedad de la atmósfera domani. Demandred se cruzó de brazos y permaneció de pie mientras Mesaana se sentaba. Ésta llevaba el pelo negro cortado a la altura de la barbilla y tenía los ojos de un tono azul desvaído; el vestido era blanco, largo hasta el suelo, sin bordados; la mujer tampoco lucía joyas. Intelectual hasta la médula. A veces Graendal pensaba que Mesaana estaba del lado de la Sombra porque le ofrecía una oportunidad mucho más interesante para investigar.

Mesaana estaba ahora dedicada por completo al Gran Señor, como el resto de ellos, pero parecía un miembro de segunda clase entre los Elegidos. Hacía alarde de cosas que no estaba en condiciones de cumplir, se aliaba con los grupos más fuertes, pero carecía de habilidad para manipularlos. Había llevado a cabo actos perversos en nombre del Gran Señor, pero nunca había conseguido los grandes logros de Elegidos como Semirhage y Demandred, y mucho menos Moridin.

Fue pensar en él, y Moridin entró en la estancia. Él sí que era una criatura hermosa; en comparación, Demandred parecía un pueblerino con cara de aldaba. Sí, ese cuerpo era mucho mejor que el anterior que había tenido. Casi era tan guapo como para tenerlo entre sus juguetes, aunque el mentón estropeaba un poco el conjunto; demasiado prominente, demasiado firme. Con todo, ese cabello negro como la noche, coronando un cuerpo alto, ancho de hombros… Sonrió al imaginarlo arrodillado, vistiendo un diáfano atuendo blanco, con una mirada de adoración en los ojos y envuelto en la Compulsión hasta el punto de no ver nada ni a nadie excepto a ella.

Mesaana se levantó de la silla tan pronto como Moridin entró, y Graendal, aunque de mala gana, hizo lo mismo. El hombre no era uno de sus juguetes; todavía. Era el Nae’blis y en los últimos tiempos había empezado a exigirles más y más muestras de obediencia. El Gran Señor le daba autoridad, y los otros tres Elegidos inclinaron la cabeza ante él con renuencia; sólo a él entre todos los hombres mostrarían deferencia. La mirada severa de Moridin registró su gesto de subordinación mientras caminaba con paso arrogante hasta el fondo de la estancia, hacia la chimenea con repisa instalada en la pared de piedras negras como el carbón. ¿Qué empujaría a alguien a construir una fortaleza de piedra negra en medio del calor de la Llaga?

Graendal se sentó otra vez. ¿Vendrían los otros Elegidos? Si no era así, ¿qué significaba esa ausencia?

Mesaana, que se adelantó un paso, habló antes de que Moridin tuviera ocasión de abrir la boca.

—Moridin, tenemos que rescatarla —dijo la mujer.

—Hablarás cuando te dé permiso para que lo hagas, Mesaana —replicó él con frialdad—. Aún no estás perdonada.

La mujer se amilanó, pero enseguida resultó obvio que estaba furiosa consigo misma por tener ese gesto de debilidad. Moridin, sin prestarle atención, dirigió la vista hacia Graendal, con los ojos entrecerrados. ¿A qué venía esa mirada?

—Puedes continuar —dijo por fin a Mesaana—, pero no olvides cuál es tu sitio.

Mesaana apretó los labios, pero no discutió.

—Moridin —prosiguió en un tono menos exigente—, comprendiste que acceder a reunirte con nosotros era de sentido común, lo que sin duda se debió a que también estabas consternado. Nosotros no disponemos de los medios necesarios para ayudarla, porque es indiscutible que estará bien vigilada por Aes Sedai y esos Asha’man . Necesitamos que nos ayudes a liberarla.

—Semirhage merece que la hayan capturado —contestó Moridin, que apoyó un brazo en la repisa de la chimenea, todavía sin volverse a mirar a Mesaana.

¿Semirhage, capturada? Graendal hacía poco que se había enterado de que la mujer se estaba haciendo pasar por una seanchan importante. ¿Qué había hecho para que la apresaran? ¡Si había presentes Asha’man , entonces la cosa tenía todos los visos de ser el propio al’Thor quien la había tomado prisionera!

A pesar de la tremenda sorpresa, Graendal mantuvo una sonrisa enterada. Demandred le dirigió una rápida ojeada; si él y Mesaana habían pedido tener esta reunión, entonces ¿por qué Moridin había mandado llamarla a ella?

—¡Pero piensa en lo que Semirhage podría revelar! —argumentó Mesaana sin hacer caso de Graendal—. Además es una de los Elegidos y nuestro deber es ayudarla.

«Y, además de eso, es miembro de la pequeña alianza que tenéis —pensó Graendal—. Tal vez el miembro más fuerte. Perderla sería un golpe para vuestra apuesta por controlar a los Elegidos».

—Desobedeció —respondió Moridin—. No tenía que intentar matar a al’Thor.

—No lo intentó —se apresuró a contradecirlo Mesaana—. La mujer que tenemos allí cree que la bola de fuego fue producto de una reacción de sorpresa, que no había intención de matar.

—¿Y tú qué opinas de eso, Demandred? —preguntó Moridin, que miró al hombre más bajo.

—Quiero a Lews Therin —repuso Demandred con voz profunda, la expresión sombría, como siempre—. Semirhage lo sabe. También sabe que, si lo hubiera matado, la habría buscado y le habría quitado la vida en represalia. Nadie matará a al’Thor. Nadie salvo yo.

—Tú o el Gran Señor, Demandred —lo corrigió Moridin, cuya voz había adquirido un timbre peligroso—. Su voluntad está por encima de todos nosotros.

—Sí, sí, por supuesto que lo está —interrumpió Mesaana, que se adelantó un poco más y el sencillo vestido barrió el espejeante suelo de mármol negro—. Moridin, el hecho es que ella no intentaba matarlo, sólo capturarlo. Yo…

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