Robert Jordan - Un recuerdo de luz

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Los dirigentes de las naciones se reúnen en Campo de Merrilor para apoyar a Rand al’Thor o frenar su plan de romper los sellos de la prisión del Oscuro, algo que podría ser una señal de locura o la última esperanza de la humanidad. Egwene, la Sede Amyrlin, se inclina por lo primero. En Andor, los trollocs invaden Caemlyn. En el Sueño del Lobo, Perrin Aybara combate contra Verdugo. Mientras se aproxima a Ebou Dar, Mat Cauthon hace planes para visitar a su esposa, Tuon, ahora Fortuona, emperatriz de Seanchan. Toda la humanidad está en peligro, y el resultado se decidirá en Shayol Ghul. La Rueda gira, y la era actual llega a su fin. La Última Batalla determinará el destino del mundo. Desde 1990, cuando el primer libro de La Rueda del Tiempo se publicó, sus lectores han imaginado el final de esta saga que ha vendido más de cuarenta millones de ejemplares en treinta idiomas. Trabajando con notas, apuntes y resúmenes dejados por Robert Jordan antes de su muerte en 2007, así como consultando con su viuda, Brandon Sanderson, ha recreado la visión que Jordan dejó al marchar. El lector que haya iniciado la aventura junto a Rand, Mat y Perrin, tiene aquí su sorprendente final.

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A lo mejor, con el honor que le quedaba, podría ganarse la confianza de esa mujer.

—Es parte de un remedio para el dolor que conocía un viejo fronterizo —dijo Melten mientras le quitaba el vendaje del costado de Talmanes—. La urticana ralentiza la infección dejada por el metal maldito.

Melten era un hombre enjuto y greñudo. Vestía como un leñador andoreño, con camisa sencilla y capa, pero hablaba como un fronterizo. En la bolsa del cinturón llevaba un juego de bolas de colores con las que a veces hacía malabarismos para los otros miembros de la Compañía. En otra vida tenía que haber sido un juglar.

Era un hombre que no parecía hecho para estar en la Compañía, aunque, de un modo u otro, ése era el caso de todos.

—Ignoro cómo mitiga la ponzoña —admitió Melten—, pero lo hace. No es un veneno natural, ojito. No se puede extraer chupándolo.

Talmanes se apretó el costado con la mano. El dolor abrasador era como si unos bejucos espinosos le serpentearan bajo la piel, extendiéndose y desgarrando la carne con cada movimiento. Sentía claramente cómo se movía el veneno a través de su cuerpo. Luz, y cómo dolía.

Cerca, los hombres de la Compañía combatían a través de Caemlyn en dirección al palacio. Habían entrado por la puerta meridional, tras dejar a las bandas mercenarias —al mando de Sandip— defendiendo la puerta occidental.

Si había resistencia humana en algún punto de la ciudad sería en palacio. Por desgracia, pelotones de trollocs deambulaban por el área situada entre la posición de Talmanes y el palacio. No dejaban de topar con esos monstruos y se veían enzarzados en una lucha tras otra.

Talmanes, claro estaba, no podía saber si había resistencia arriba sin llegar hasta allí. Lo cual significaba conducir a sus hombres hacia palacio luchando a todo lo largo del camino y exponerse a quedar aislados por detrás si uno de esos grupos daba un rodeo por su retaguardia. Pero eso era algo que no se podía evitar. Tenía que descubrir qué quedaba —si es que quedaba algo— de los defensores de palacio. Desde allí, podría penetrar más en la ciudad e intentar apoderarse de los dragones.

El aire olía a humo y a sangre; durante una breve pausa en la lucha, habían apilado trollocs muertos contra el lateral derecho de la calle a fin de hacer accesible el paso a sus hombres.

También había refugiados en ese barrio de la ciudad, aunque no una tromba. Una arroyada, sí; un chorreo continuo que salía de la oscuridad mientras Talmanes y la Compañía se apoderaban de sectores de la vía pública que conducía a palacio. Esos refugiados no pedían que la Compañía protegiera sus posesiones o rescatara sus hogares; sollozaban de alegría al encontrar resistencia humana. Madwin estaba encargado de enviarlos hacia la libertad a lo largo del corredor de seguridad que la Compañía había abierto.

Talmanes dirigió la mirada hacia el palacio que se alzaba en lo alto de la colina, aunque era apenas visible de noche. Si bien casi toda la ciudad estaba en llamas, no ocurría lo mismo con el palacio; las blancas murallas parecían flotar como fantasmas en la oscuridad humeante. No se veía fuego. Eso era señal de resistencia, ¿verdad? ¿Los trollocs no tendrían que haberlo atacado como uno de sus primeros objetivos en la ciudad?

Había enviado exploradores calle arriba mientras les daba a sus hombres —y se daba a sí mismo— un breve respiro.

Melten acabó de vendarle bien fuerte el emplasto sobre la herida.

—Gracias, Melten —le dijo con un cabeceo—. Ya noto el efecto del ungüento. Dijiste que esto es parte de la cura para el dolor. ¿Cuál es la otra parte?

Melten sacó una petaca metálica que llevaba en el cinturón y se la tendió.

—Brandy shienariano, pura energía.

—No es una buena idea beber durante el combate, hombre.

—Tomadlo —le dijo Melten con suavidad—. Llevadlo con vos y bebed a discreción, milord, o al siguiente toque de campana no estaréis de pie.

Talmanes vaciló, pero después se llevó la petaca a los labios y echó un buen trago. Ardía como la herida. Tosió y después guardó el brandy.

—Me parece que has confundido las botellas, Melten. Esto debe de ser algo que encontraste en una tina de curtir pieles.

Melten resopló con guasa.

—Y luego dicen que no tenéis sentido del humor, milord —dijo.

—Y no lo tengo —contestó Talmanes—. Quédate cerca con esa espada que llevas.

Melten asintió en silencio, la expresión de los ojos solemne.

—Azote de Fados —susurró.

—¿Qué es eso? —preguntó Talmanes.

—Un título fronterizo. Habéis matado a un Myrddraal. Azote de Fados.

—Llevaba unas diecisiete flechas clavadas para cuando acabé con él.

—No importa. —Melten le apretó el hombro—. Azote de Fados. Cuando ya no podáis soportar el dolor, apretad los puños y alzadlos hacia mí. Me ocuparé de acabar con el sufrimiento.

Talmanes se puso de pie, aunque no pudo contener un gemido. Los dos sabían lo que le esperaba. Los fronterizos que tenía la Compañía habían coincidido en lo que opinaban: las heridas infligidas por una hoja forjada en Thakan’dar eran impredecibles. Algunas se infectaban con rapidez, otras enfermaban a los hombres. Sin embargo, cuando una se ponía negra, como la de Talmanes... Era lo peor que podía pasar. Nada, aparte de encontrar a una Aes Sedai o a alguien semejante en las próximas horas, podría salvarlo.

—¿Ves? —rezongó Talmanes—, es bueno que no tenga sentido del humor o, de otro modo, pensaría que el Entramado me está gastando una broma pesada. ¡Dennel! ¿Tienes un mapa a mano? —Luz, cómo echaba de menos a Vanin.

—Milord. —Dennel se acercó corriendo por la oscura calle con una antorcha y un mapa dibujado a toda prisa. Era uno de los capitanes de dragones de la Compañía—. Creo que he encontrado un camino más rápido a través de las calles hasta donde Aludra tenía almacenados los dragones.

—Antes iremos a combatir a palacio —dijo Talmanes.

—Milord, si la Sombra se apodera de esos dragones... —Las palabras de Dennel sonaron más suaves en sus grandes labios. Se daba tironcitos del uniforme, como si no le sentara bien.

—Soy muy consciente de ese peligro, Dennel, gracias. ¿Con qué rapidez podrías moverlos, dando por hecho que llegaremos hasta ellos? Me preocupa que nos despleguemos demasiado, y esta ciudad se está quemando más deprisa que las cartas de amor empapadas de aceite de un Gran Señor a su querida. Quiero que nos hagamos con esas armas y que salgamos de la ciudad lo más rápido posible.

—Puedo arrasar un baluarte enemigo con uno o dos disparos, milord, pero los dragones no se mueven deprisa. Van unidos como una sola pieza a las cureñas, esa especie de carros, así que eso será una ayuda, pero no avanzarán a mayor velocidad que, digamos, una fila de carretas de suministros. Y se tardará en colocarlos como es debido y disparar.

—Entonces, seguimos hacia palacio —decidió Talmanes.

—Pero...

—A palacio —repitió, severo—. Tal vez encontremos encauzadoras que puedan abrirnos un acceso hasta el almacén de Aludra. Además, si la guardia de palacio sigue luchando, sabremos que detrás tenemos a un amigo. Recuperaremos esos dragones, pero lo haremos con inteligencia.

Vio a Ladwin y a Mar, que acudían corriendo de la parte alta.

—¡Hay trollocs allí arriba! —dijo Mar, que se dirigió deprisa hacia Talmanes—. Un centenar al menos, apostados en la calle.

—¡En formación, soldados! —gritó Talmanes—. ¡Marchamos hacia palacio!

En la tienda de vapor se hizo un profundo silencio.

Aviendha había esperado que, tal vez, su informe despertara incredulidad. Y que diera pie a preguntas, por supuesto. Pero no ese embarazoso silencio.

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