Las Naves estaban colgadas en la súbita oscuridad. Las últimas compañeras del Sol llamearon, se hincharon y murieron; y nos quedamos en una nube de hidrógeno frío e inerte que reflejaba el resplandor verde de la plattnerita.
Sólo las estrellas remotas marcaban el cielo y vi que pronto resplandecían y llameaban, para desaparecer a su vez. Pronto los cielos se oscurecieron, y supuse que existían menos y menos estrellas.
Súbitamente, un nuevo tipo de estrella brilló en el cielo. Había un buen montón: docenas de ellas estaban lo bastante cerca para mostrar un disco, y la luz de esas nuevas estrellas era, estoy seguro, lo suficientemente brillante para leer el periódico con ella, ¡aunque no estaba en posición de intentar semejante experimento!
Maldita sea, Nebogipfel, ¡qué visión más increíble! La astronomía hubiese sido un poco diferente bajo un cielo como éste, ¿no?
Ésta es la primerísima generación de estrellas. Son las únicas luces en todo el nuevo cosmos… Cada una de esas estrellas tiene una masa cientos de miles de veces superior a la del Sol, pero queman su combustible a un ritmo prodigioso, su esperanza de vida es de unos pocos millones de años.
Y de hecho, mientras hablaba, vi que las estrellas se expandían, enrojecían y se dispersaban, como inmensos globos sobrecalentados.
Pronto acabó; y el cielo estuvo oscuro de nuevo. Negro, exceptuando el brillo verde de las Naves del Tiempo, que avanzaban, firmes y decididas, hacia el pasado.
3. EL LÍMITE DEL ESPACIO Y EL TIEMPO
Un nuevo resplandor uniforme comenzó a llenar el espacio a mi alrededor. Me pregunté si en aquella era primigenia no brillaría una generación anterior de estrellas, una generación no concebida por Nebogipfel y los Constructores con los que se comunicaba. Pero pronto vi que el resplandor no provenía de un conjunto de fuentes puntuales, como estrellas; en su lugar, se trataba de una luz que parecía brillar, a mi alrededor, como si proviniese de la misma estructura del espacio, aunque aquí y allá el resplandor estaba manchado al brillar de forma más intensa, supuse, por materia protoestelar. La luz era de un carmesí profundo —me recordaba a una puesta de sol a través de las nubes—, pero se incrementó y recorrió la familiar escala de los colores del espectro, desde el naranja, amarillo, azul, hasta el violeta.
Vi que la flota de Naves del Tiempo se había acercado; eran balsas de alambres verdes, recortadas contra el vacío deslumbrante, que se reunían por necesidad. Unos tentáculos —cuerdas de plattnerita— se abrían paso por el vacío brillante entre las Naves, y se conectaban con las terminaciones asimiladas en las estructuras complejas de las Naves. Pronto toda la armada estaba unida por una especie de red de cilios.
Incluso en esta época remota, me dijo Nebogipfel, el universo tiene una estructura. Las galaxias por nacer están presentes como agrupaciones de gas frío, atrapado en pozos gravitacionales… Pero la estructura implosiones, contrayéndose a medida que viajamos hasta su límite.
Entonces es como una explosión invertida , le propuse a Nebogipfel. Metralla cósmica que se colapsa hasta el lugar de la explosión. Al final, toda la materia del universo estará contenida en un solo punto, un centro arbitrario de las cosas, y será como si un gran sol hubiese nacido en medio de un espacio infinito y vacío.
No. Es más sutil que eso…
Me recordó la torsión de los ejes del Espacio y el Tiempo, la distorsión que estaba detrás del principio del viaje en el tiempo.
El giro de ejes se produce ahora a nuestro alrededor , dijo. Al viajar al pasado, no es que la materia y la energía converjan en un volumen fijo, como moscas que se reúnen en el centro de una habitación vacía… Más bien, el espacio en sí mismo se está doblando, comprimiéndose. Retorciéndose como un globo deshinchado, o como un trozo de papel arrugado con la mano.
Seguí la descripción, pero me llenó de asombro y temor, ¡porque no podía entender cómo la vida o la Mente podrían sobrevivir a ese plegamiento!
La luz universal se hizo más intensa, y trepó por la escala espectral hasta un violeta intenso con sorprendente velocidad. En aquel mar de hidrógeno giraban grupos y remolinos como llamas en un horno; las Naves del Tiempo, unidas por las cuerdas, apenas eran visibles como siluetas lúgubres contra el resplandor desigual. AL final el cielo era tan brillante que sólo tuve la impresión de blancura; era como mirar el Sol.
Hubo una conmoción silenciosa —sentí como si hubiese oído un golpe de platillos—, la luz me anegó como un líquido invasor y caí en una especie de ceguera blanca. Estaba inmerso en la más brillante de las luces, una luz que parecía penetrar en todo mi ser. Ya no podía distinguir aquellos grupos, ni tampoco ver las Naves del Tiempo. ¡Ni siquiera la mía!
Llamé a Nebogipfel.
No puedo ver. La luz…
Su voz sonó pequeña y tranquila en el clamor de luz.
Hemos alcanzado la época de Dispersión Final… El espacio en todos sus puntos está ahora tan caliente como la superficie del Sol, y está repleto de materia cargada eléctricamente. El universo ya no es transparente, como lo será en nuestra época…
Entendía por qué las Naves se habían unido con aquellas cuerdas de material de Constructor, porque estaba claro que ninguna señal podía viajar por entre aquel resplandor. El resplandor se hizo todavía más intenso, hasta que estuve seguro de que había superado el límite de visibilidad normal del ojo humano, ¡y no es que un hombre hubiese podido durar al menos un momento en aquel resplandeciente horno cósmico!
Era como si estuviese colgado, solo, en medio de aquella inmensidad. Si los Constructores estaban allí, no los percibía. Mi sentido del paso del tiempo se fragmentó hasta desaparecer; no sabía si presenciaba sucesos a escala de siglos o segundos, o si contemplaba la evolución de estrellas o átomos. Antes de penetrar en aquella mezcla final de luz había conservado cierta sensación de lugar —sabía dónde era arriba y abajo—, de cerca y lejos… El mundo a mi alrededor había estado estructurado como una gran habitación, en la cual yo flotaba. Pero ahora, en la época de la dispersión final, todo eso desapareció. Era una mota de conciencia, flotando en la superficie de un gran río que corría hacía su fuente, y sólo podía dejar que la corriente me llevase a donde quisiera.
La mezcla de radiación se hizo más caliente —era de una intensidad insoportable— y vi que la materia del universo, la materia que algún día formaría las estrellas, los planetas y mi propio cuerpo abandonado, no era sino una fina capa de solidez, un contaminante en aquel remolino hirviente de luz y estrellas. Al fin —me pareció que podía verlo— incluso los núcleos de los átomos se dividieron ante la presión de aquella insoportable luz. El espacio se llenó de una mezcla de partículas todavía más elementales, que se combinaban y recombinaban a mi alrededor en una confusión compleja y microscópica.
Estamos cerca del límite, susurró Nebogipfel. El principio mismo del tiempo… pero no debes imaginar que estamos solos: nuestra historia —este joven universo brillante— no es sino una entre un número infinito que han surgido de ese límite; al retroceder todos los miembros de la multiplicidad convergen hacia ese momento, hacia ese límite, como aves en picado.
Pero todavía continuó la contracción, todavía aumentaba la temperatura, todavía crecía la densidad de materia y energía; y ahora incluso esos fragmentos finales de radiación y materia fueron absorbidos en el cuerpo del espacio y el tiempo, con toda su energía almacenada en la tensión de aquella gran torsión.
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