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Poul Anderson: El año del Rescate

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Poul Anderson El año del Rescate

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Se puso en pie. La claridad de la mente y los sentidos le indicaron que había sido derribado por un aturdidor electrónico, probablemente un modelo del siglo XXIV o posterior. No era una sorpresa. La terrible sorpresa había sido ver aparecer a aquellos hombres sobre una máquina que no se fabricaría hasta miles de años después de su nacimiento.

A su alrededor se elevaban los picos que conocía, envueltos en la niebla, de un verde tropical incluso a aquellas alturas excepto los más remotos. En el cielo flotaba un cóndor. Una mañana azul y dorada llenaba de luz la garganta del Urubamba. Pero no vio ningún ferrocarril, ni estación, y la única carretera a la vista estaba allí arriba, construida por los ingenieros incas.

Se encontraba de pie en una plataforma conectada por medio de una rampa descendente a un punto alto sobre una pared construida sobre un foso. Debajo de él la ciudad se extendía hectáreas y hectáreas; se aferraba, se elevaba, con edificios de piedra seca, escaleras, terrazas, plazas, tan poderosa como las mismas montañas. Si aquellas cumbres hubiesen podido pertenecer a una pintura china, las obras humanas no habrían desentonado en el medioevo del sur de Francia; pero tampoco, porque eran demasiado extrañas, estaban demasiado permeadas por su propio espíritu.

Corría una brisa fría. Su silbido era el único sonido entre los latidos de los templos. No se movía nada. Con la velocidad mental de la desesperación, comprendió que no llevaba demasiado tiempo desierto. Había hierbajos y arbustos por todas partes, pero ellos y el tiempo acababan de empezar con gentileza el proceso de demolición. Eso no decía mucho, porque todavía faltaba mucho para que Hiram Bingham la descubriese en 1911. Sin embargo, observó estructuras casi intactas que recordaba en ruinas o desaparecidas. Quedaban restos de madera y techos de paja. Y…

Y Tamberly no estaba solo. Luis Castelar estaba a su lado, con la estupefacción dando paso a la furia. A su alrededor había hombres y mujeres, también tensos. El cronociclo descansaba cerca del borde de la plataforma.

Tamberly fue primero consciente de las armas apuntadas contra él. Luego miró a la gente. No se parecían a ningún grupo que se hubiese encontrado en sus viajes. Su aspecto tan diferente hacia que se pareciesen más entre sí. Las caras estaban delicadamente cinceladas: pómulos altos, narices finas, grandes ojos. A pesar de tener el cabello completamente negro, la piel era de alabastro y los ojos claros. A los hombres parecía que jamás les había crecido la barba. Los cuerpos eran altos, esbeltos, flexibles. La ropa básica para ambos sexos era una vestimenta de una pieza bien ajustada sin costuras o cierres visibles, y botas blandas del mismo negro. Se veían dibujos plateados, formas vagamente orientales, en su mayoría ornamentales, y varias personas se habían puesto capotes llamativos, rojos, naranjas o amarillos. Los anchos cinturones disponían de bolsillos y pistoleras. El pelo les caía hasta los hombros, sujeto por una simple banda, cintas o una diadema que relucía como los diamantes.

Eran unos treinta. Todos parecían jóvenes… ¿o sin edad? Tamberly creyó percibir muchos años de línea vital tras ellos. Se manifestaba tanto en el orgullo como en la actitud vigilante por encima de una compostura felina.

Castelar miró de un lado a otro. No tenía ni cuchillo ni espada. Esta última se encontraba en manos de un extraño. Se tensó como si se dispusiese a atacar. Tamberly le agarró el brazo.

—Paz, don Luis —le dijo—. No tiene sentido. Invocad a los santos si queréis, pero estaos quieto.

El español gruñó antes de obedecer. Tamberly le notó estremecerse bajo la manga y la piel. Alguien en el grupo dijo algo en una lengua de ronroneos y gorjeos. Otro hizo un gesto, como pidiendo silencio, y se adelantó. La agilidad del movimiento fue tal que habríase dicho que fluía. Era evidente que dominaba al resto. Sus rasgos eran aquilinos, con ojos verdes. Los labios se curvaron en una sonrisa.

—Saludos —dijo—. Sois inesperados huéspedes.

Empleó un temporal fluido, la lengua común de la Patrulla del Tiempo y de muchos viajeros temporales civiles; y la máquina no se diferenciaba mucho de un saltador de la Patrulla; pero estaba claro que debía de ser un criminal o un enemigo.

Tamberly tornó aliento.

—¿Qué… año es éste? —murmuró. En la periferia, notó la reacción de Castelar cuando fray Tanaquil contestó en la lengua desconocida… Asombro, consternación, porfía.

—Según el calendario gregoriano, al que supongo que están acostumbrados, es el quince de abril de 1610 —dijo el extraño—. Me atrevo a afirmar que reconoce el lugar, aunque es evidente que su compañero no?.

Claro que no — le pasó por la mente a Tamberly —. La ciudad que los nativos posteriores llamaron Machu Picchu fue construida por el inca Pachacutec como ciudad sagrada, un centro para las Vírgenes del Sol. Perdió su propósito cuando Vilcabamba se convirtió en cuartel general de la resistencia contra los españoles, hasta que capturaron y mataron a Tupac Amaru, el último en llevar el título de Inca antes del Resurgimiento Andino en el siglo XXII. Así que nada llevó a los conquistadores a descubrirla, y permaneció vacía, olvidada por todos excepto por unos cuantos campesinos hasta 1911… Apenas oyó:

—Supongo, asimismo, que es agente de la Patrulla del Tiempo.

—¿Quién es usted? —dijo sin aliento.

—Discutamos de esos asuntos en un lugar más adecuado —dijo el hombre—. Éste no es más que el lugar al que regresan nuestros exploradores.

¿Por qué? Un cronociclo podía aparecer a segundos y centímetros de cualquier punto, en cualquier momento de su alcance: desde aquí hasta la órbita de la Tierra, desde ahora hasta la época de los dinosaurios, o, hacia el futuro, a la época de los danelianos, aunque eso estaba prohibido Tamberly suponía que esos conspiradores habían construido su zona de aterrizaje, expuesta a la vista, para mantener asustados a los indios locales y, por tanto, alejados. En unas generaciones las historias de movimientos mágicos morirían, pero Machu Picchu seguiría sola.

La mayoría de los que habían estado observando se dispersaron para ocuparse de sus asuntos. Cuatro guardianes con los aturdidores listos caminaban tras el jefe y los prisioneros. Uno además llevaba la espada, quizá como recuerdo. Por rampas, senderos y escaleras descendieron hasta los recintos de la ciudad. El silencio les pesaba hasta que el jefe dijo:

—Aparentemente su compañero no es más que un soldado que resultó estar con usted. —Ante el asentimiento del americano añadió—: Bien, en ese caso, lo apartaremos mientras nosotros hablamos. Yaron, Sarnir, conocéis su lengua. Interrogadle. Sólo medios psicológicos, por ahora.

Habían llegado a la estructura que Tamberly, si recordaba bien, conocía como el Grupo del Rey. Un muro exterior cerraba un pequeño patio donde había aparcado otro cronociclo. Cortinas nacaradas relucían en las puertas y sobre las zonas sin techo de los edificios que rodeaban el resto de los espacios abiertos. Eran campos de fuerzas, reconoció Tamberly, resistentes a todo lo que no fuese un impacto nuclear.

—En el nombre de Dios —gritó Castelar cuando le golpeó una bota—, ¿qué es esto? ¿Decídmelo antes de que me vuelva loco!

—Tranquilo, don Luis, tranquilo —contestó Tamberly con rapidez—. Somos cautivos. Habéis visto lo que pueden hacer sus armas. Id como dicen. Puede que el cielo tenga misericordia de nosotros, pero ahora estamos indefensos.

El español apretó la mandíbula y entró en una pieza más pequeña con los dos que le habían asignado. El líder del grupo fue a la habitación más grande. Las barreras desaparecieron para dejar pasar a los dos grupos. Se quedaron apagadas, ofreciendo una visión de piedras, cielo y libertad. Tamberly supuso que era para permitir la entrada de aire fresco; la habitación en la que se encontraba parecía no haber sido usada desde hacía mucho.

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