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Poul Anderson: El año del Rescate

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Poul Anderson El año del Rescate

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—Os resultará tedioso. A los otros les pasó, Ésa es la razón por la que me dejan solo en la tarea.

—Estoy acostumbrado a estar de guardia. —Rió Castelar.

Tanaquil se rindió.

—Muy bien, don Luis, si insistís… Reunios conmigo en la Casa de la Serpiente, corno la llamáis, después de completas.

Sobre la tierra alta las estrellas refulgían con claridad y en infinito número. La mitad o más de ellas eran desconocidas para los cielos europeos. Castelar se estremeció y se apretó más la capa. Su aliento era de vapor y sus botas resonaban en las calles estrechas. Caxamalca lo rodeaba, fantasmal en la oscuridad. Agradeció el peto, el casco, la espada, aunque allí pareciesen innecesarios. Tahuantinsuyu era como llamaban los indios a la región: Cuatro cuartos del mundo; y de alguna forma eso parecía más adecuado que Perú, un nombre cuyo significado nadie conocía con seguridad, para un reino cuya extensión empequeñecía la del Sacro Imperio romano. ¿Estaban ya dominados, o lo estarían alguna vez, sus gentes y sus dioses?

La idea no era digna de un cristiano. Se apresuró.

Los vigilantes del tesoro eran una visión tranquilizadora. El resplandor de las linternas se reflejaba en armaduras, picas, mosquetes. Aquellos eran los rufianes de hierro que habían venido desde Panamá, atravesado junglas, pantanos y desiertos, destrozado a todos sus enemigos, levantado fortalezas, atravesado en un puñado una cordillera que desafiaba los cielos para capturar al mismísimo rey de los paganos y obligar a su país a pagar tributo. Ningún hombre o demonio podría pasar sin permiso, ni detenerlos cuando volviesen a ponerse en marcha.

Conocían a Castelar y lo saludaron. Fray Tanaquil esperaba, con una linterna en la mano. Guió al caballero bajo una dintel esculpido en forma de serpiente, aunque ninguna serpiente igual había alterado jamás el sueño de un hombre blanco, al interior del edificio.

Era grande, con múltiples cámaras de bloques de piedra cortados y ajustados con exquisita precisión. El techo era de madera, porque había sido un palacio. Los españoles habían añadido a las entradas exteriores puertas resistentes allí donde los indios habían usado cortinas de caña o tela. Tanaquil cerró aquélla por la que habían entrado.

Las sombras llenaban las esquinas y se agitaban informes sobre murales que los sacerdotes habían desfigurado píamente. El cargamento de hoy se encontraba en la antecámara. Castelar vio el relucir más allá. Se preguntó medio mareado qué cantidad de metal precioso habría allí.

Debía contentarse por el momento con recrearse con lo que había visto llegar. Los oficiales de Pizarro habían desenvuelto con rapidez los paquetes, para asegurarse del contenido, y lo habían dejado todo donde había traído. Mañana pesarían la masa y la colocarían con el resto. Cuerdas y material de envolver rozaban las botas de Castelar y las sandalias de Tanaquil.

El fraile colocó la linterna sobre el suelo de barro y se sentó. Cogió una copa dorada, la acercó a la débil luz, agitó la cabeza y murmuró. El objeto estaba abollado, las figuras deformadas.

—Los receptores la dejaron caer o le dieron una patada. —¿Había rabia en su tono?—. No tienen más respeto por la artesanía que los animales.

Castelar cogió el objeto y lo sopesó. Un cuarto de libra fácil, supuso.

—¿Por qué deberían tenerlo? —preguntó—. Pronto estará fundido.

Con amargura:

—Cierto. —Después de un rato—: Enviarán algunas piezas intactas al emperador, por el interés que pueda sentir. He estado eligiendo las mejores, con la esperanza de que Pizarro me escuche y las elija. Pero, en general, no lo hará.

—¿Qué diferencia hay? Todo es igualmente desagradable.

Los ojos grises se elevaron para reprochar al guerrero.

—Suponía que seríais algo más sabio, un poco más capaz de comprender que los hombres tienen muchas formas de… alabar a Dios Por medio de la belleza que crean. Tenéis educación, ¿no?

—Latín. Leer, escribir, números. Un poco de historia y astronomía. En su mayoría me temo que lo he olvidado.

—Y habéis viajado.

—Luché en Francia e Italia. Conseguí ciertos conocimientos de esas lenguas.

—Tengo también la impresión de que habéis aprendido algo de quechua.

—Un mínimo. No puedo permitir que los nativos jueguen a hacerse los tontos o que conspiren delante de mí. —El mismo Castelar se sentía interrogado, de forma ligera pero segura, y cambió de tema—. Me dijisteis que registrabais lo que veíais. ¿Dónde tenéis pluma y papel?

—Poseo una excelente memoria. Como habéis señalado, no tiene mucho sentido describir con detalle cosas que van a convertirse en lingotes. Pero para asegurarse de que no hay maldiciones, no queda nada de brujería…

Tanaquil había estado ordenando y disponiendo varios artículos mientras hablaba, adornos, platos, vasijas, figuras, grotescos a ojos de Castelar. Cuando los tuvo dispuestos frente a él, metió la mano en la bolsa que le colgaba de la cintura y sacó un curioso objeto propio. Castelar se agachó y entrecerró los ojos para ver mejor.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un relicario. Contiene el dedo de san Hipólito.

Castelar se persignó. Sin embargo miró más de cerca.

—Nunca he visto uno como ése. —Tenía el ancho de una mano, con líneas redondeadas, y era negro excepto por una cruz de material nacarado insertada en la parte superior y, en la delantera, dos cristales que sugerían más unas lentes que ventanas.

—Una pieza rara —le explicó el fraile—. Se la dejaron los moros al partir de Granada, y más tarde fue santificada por su contenido y obtuvo la bendición de la Iglesia. El obispo que me la confió dijo que era especialmente eficaz contra la magia de los infieles. El capitán Pizarro y fray Valverde están de acuerdo en que sería adecuado, y que, en todo caso, no haría daño, someter cada pieza del tesoro inca a su influencia.

Adoptó una posición más cómoda sobre el suelo, seleccionó una pequeña imagen dorada de una bestia y le dio vuelta en su mano izquierda sobre los cristales del relicario, que sostenía con la derecha. Movía los labios en silencio. Cuando hubo terminado, dejó el objeto y cogió otro.

Castelar cambió de un pie a otro.

Después de un rato Tanaquil rió y dijo:

—Os advertí que os resultaría tedioso. Me llevará horas. Bien podéis iros a dormir, don Luis.

Castelar bostezó.

—Creo que tenéis razón. Gracias por vuestra cortesía.

Una pequeña explosión y un zumbido le hicieron darse la vuelta. Durante un instante permaneció inmóvil atrapado por la incredulidad.

Cerca de la pared y en lo alto había aparecido una cosa. Una cosa —grande, reluciente, quizá de acero, con un par de mandos y dos sillas de montar—. La vio con claridad, porque salía luz de un bastón que sostenía el jinete que se encontraba más atrás. Los dos hombres vestían prendas negras y ajustadas. Hacían que las manos y caras resaltasen en blanco, sin mácula, sobrenaturales.

El fraile se puso en pie de un salto. Gritó. Las palabras no eran español.

En ese parpadeo de tiempo, Castelar vio asombro en los extraños. Si eran magos o demonios venidos directamente del infierno, no eran todopoderosos, no frente a Dios y sus santos. Castelar agitó la espada. Se lanzó al ataque.

—¡Santiago y cierra España! —rugió, el antiguo grito de batalla de su gente mientras expulsaban a los moros de España hacia África. Haría un escándalo tan grande que los guardias de fuera lo oirían y…

El jinete delantero levantó un tubo. Parpadeó. Castelar se hundió en la nada.

15 de abril de 1610

¡Machu Picchu!, fue lo primero que reconoció Stephen Tamberly al despertar. Y luego: No. No del todo. No como la he conocido. ¿Cuándo estoy?

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