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Poul Anderson: El año del Rescate

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Poul Anderson El año del Rescate

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Salí de aquélla. Ésta no termina.

Mide como un metro setenta, es huesudo pero de hombros anchos, piel oscura, llena de marcas, nariz ganchuda, pelo negro que le cae encima de las orejas, barba negra y un bigote desfilado pero no desgreñado. Su atuendo es lo que resulta por completo incongruente sobre esa máquina. Botas blandas, desaliñadas calzas marrones que salen de pantalones cortos abombados, una camisa de manga larga que podría ser azafrán bajo toda la porquería… peto de acero, casco, capa roja, una espada envainada sobre la cadera izquierda.

Como si el sonido llegase desde un centenar de kilómetros dice:

—¿Sois la dama Wanda Tamberly?

De alguna forma eso me vuelve a llevar al borde del grito. Sea lo que sea lo que está pasando, no puedo soportarlo. La histeria nunca ha sido obligatoria. ¿Pesadilla, sueño febril? No lo creo. El sol me calienta demasiado la espalda, el mar brilla demasiado y puedo contar cada espina de ese cactus. ¿Broma, chiste, experimento psicológico? Más imposible que la cosa en sí… Su español es de la variante castellana, pero nunca antes había oído un acento parecido.

—¿Quién es usted? —me obligo a decir—. ¿Qué busca?

Tensa los labios. Malos dientes. Su tono es medio feroz y medio desesperado.

—¡Rápido! Debo encontrar a Wanda Tamberly. Su tío Esteban corre gran peligro.

—Soy yo —dice mi boca.

Él se ríe. El vehículo desciende hacia mí. ¡Corre!

Se detiene a mi lado, se inclina y me pasa el brazo derecho por la cintura. Esos músculos son de titanio. Me levanta. El curso de defensa personal que tomé… Mis dedos buscan sus ojos. Es demasiado rápido. Me aparta la mano de un golpe. Hace algo en los controles. De pronto, estamos en otra parte.

3 de junio de 1533 (calendario juliano)

Ese día los peruanos llevaron a Caxamalca otro cargamento del tesoro que debía comprar la libertad de su rey. Luis Ildefonso Castelar y Moreno los vio desde lejos. Había estado fuera ejercitando a los jinetes bajo su mando. Ahora debían volver, porque el sol se encontraba bajo en las cumbres occidentales. Contra las largas sombras del valle, el río relucía y los vapores se volvían dorados al elevarse de las fuentes calientes de los baños reales.

Llamas y porteadores humanos venían en hilera por la carretera desde el sur, cansados por los pesos y las muchas leguas. Los nativos dejaron de trabajar en los campos para mirar, luego volvieron apresuradamente a la labor. La obediencia había sido bien aprendida, sin que importase quién fuese su amo.

—Toma el mando —le ordenó Castelar a su teniente, y clavó las espuelas en el potro. Tiró de las riendas justo fuera de la pequeña ciudad y esperó la caravana.

Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Otro hombre salió a pie de entre dos edificios blancos con techo de paja. El hombre era alto; si los dos estuviesen de pie, le sacaría al jinete diez centímetros o más. El pelo alrededor de su tonsura era del mismo castaño terroso de su túnica franciscana, pero la edad apenas había marcado un rostro anguloso y claro —ni tampoco la viruela— y no le faltaba ni un diente. Incluso después de semanas y aventuras, Castelar reconoció al padre Esteban Tanaquil. El reconocimiento fue mutuo.

—Saludos, reverendo padre —dijo.

—Dios sea con vos —contestó el monje. Se detuvo al lado del estribo. En la ciudad resonaban gritos de júbilo.

—Ah —dijo Castelar con alegría—. Una visión espléndida, ¿no?

Al no obtener respuesta, bajó la vista. Había dolor en el otro rostro.

—¿Pasa algo? —preguntó Castelar.

Tanaquil suspiró.

—No puedo evitarlo. Veo lo cansados y destrozados que están esos hombres. Pienso en la herencia del tiempo que llevan, y cómo se les ha arrebatado.

Castelar se envaró.

—¿Vais a hablar en contra de nuestro capitán?

Aquél era un tipo extraño, pensó: empezando por su orden, cuando los religiosos de la expedición eran casi todos dominicos. Era una especie de enigma cómo Tanaquil había conseguido venir, para ganarse con el tiempo la confianza de Francisco Pizarro. Bien, eso último podía deberse a sus conocimientos y maneras agradables, ambos raros en aquella compañía.

—No, no, claro que no —dijo el fraile—. Y sin embargo… —Dejó de hablar.

Castelar se sintió un poco incómodo. Creía saber lo que pasaba bajo el cráneo tonsurado. Él mismo se había preguntado por la corrección de lo que habían hecho el año anterior. El inca Atahualpa había recibido a los españoles en paz; dejó que se alojaran en Caxamalca; entró en la ciudad por invitación, para continuar las negociaciones, y su litera lo llevó a una emboscada. Sus asistentes fueron asesinados a cientos mientras que él era hecho prisionero. Ahora, por orden suya, sus súbditos retiraban toda la riqueza del país para llenar una habitación con oro y otra con plata, el precio de su libertad.

—Es la voluntad de Dios —contestó Castelar—. Traemos la fe a estos paganos. Al rey se le trata bien, ¿no? Incluso tiene a sus esposas y sirvientes para asistirlo. Y en cuanto al rescate, Cristo. —Se aclaró la garganta—. Santiago, como todo buen líder, recompensa bien a sus tropas.

El fraile levantó la cabeza y sonrió con debilidad. Parecía que recurrir a la oración no era lo adecuado para un soldado. Al final, se encogió de hombros y dijo:

—Esta noche lo veré.

—Ah, sí. —Castelar sintió alivio al alejar la disputa. No importaba que él también en una ocasión hubiese estudiado para las órdenes sagradas, hubiese sido expulsado por problemas con una chica, se alistase en la guerra contra los franceses y, al fin, siguiese a Pizarro hasta el Nuevo Mundo con la esperanza de cualquier fortuna que el empobrecido hidalgo de Extremadura pudiese encontrar: seguía sintiendo respeto por el hábito—. He oído que repasáis cada cargamento antes de añadirlo al tesoro.

—Alguien debe hacerlo, alguien que tenga ojos para el arte y no para el simple metal. Convencí a nuestro capitán y a su capellán. Los estudiosos en la corte del emperador y en la Iglesia agradecerán que se salve algún fragmento de conocimiento.

—Humm. —Castelar se acarició la barba—. Pero ¿por qué lo hacéis de noche?

—¿También lo habéis oído?

—Desde hace días. Tengo los oídos llenos de rumores.

—Me atrevería a decir que dais más de lo que recibís. Yo mismo querría hablar con vos largo y tendido. El viaje de vuestra expedición fue realmente hercúleo.

Por Castelar pasó un desfile confuso de los meses pasados, cuando Hernando Pizarro, el hermano del capitán, guió a un grupo al oeste por la cordillera, grandes montañas, barrancos de vértigo, ríos furiosos hasta Pachacanlac y su oscuro templo oracular en la costa.

—Ganamos poco —dijo—. Nuestro mejor botín fue el general indio Calcuchimac. Consigue tenerlos bajo control, a todos ésos… Pero ibais a contarme por qué estudiáis el tesoro sólo después de la puesta de sol.

—Para evitar la emoción codiciosa y la discordia que ya nos afectan. Los hombres se sienten cada vez más impacientes por la división de los despojos. Además, por la noche las fuerzas de Satán son más poderosas. Rezo sobre cosas que fueron consagradas a falsos dioses.

El último porteador pasó y se perdió entre las murallas.

—Me gustaría verlo —dijo Castelar. Fue un impulso—. ¿Por qué no? Me uniré a vos.

Tanaquil estaba anonadado.

—¿Qué?

—No os molestaré. Me limitaré a mirar.

La renuencia era inconfundible.

—Primero debéis obtener permiso.

—¿Por qué? Tengo la graduación. Nadie me lo negará. ¿Qué tenéis en contra? Pensé que os agradaría algo de compañía.

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