Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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Ciudad condenada: краткое содержание, описание и аннотация

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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En la olla grande, puesta al fuego, hervía ya el agua: sobre la mesa de la cocina descansaba un cuchillo recién afilado, y del horno salía un delicioso olor a carne asada. En un rincón de la cocina, recostados uno contra otro, había dos robustos sacos de arpillera, y sobre ellos yacía una chaqueta enguatada, grasienta y quemada, un látigo conocido y unos arreos. Allí mismo estaba la ametralladora, lista para ser usada, con un cargador plano y pavonado que sobresalía de la recámara. Bajo la mesa se veía el destello de una garrafa que tenía pegadas pajitas y pelusa de maíz.

Andrei dejó caer el cesto y la bolsa de malla.

—¡Eh, haraganes! —gritó—. El agua está hirviendo.

La voz de Davidov dejó de retumbar y en la puerta apareció Selma, con la cara roja y los ojos brillantes. Detrás de ella se veía a Fritz. Al parecer, estaban bailando y al ario aún no se le había ocurrido retirar sus manazas rojizas del talle de Selma.

—¡Hofstatter te manda saludos! —dijo Andrei—. Elsa está preocupada porque no vas a verla… ¡El niño tiene casi un mes ya!

—Qué broma más estúpida —dijo Fritz, con gesto de asco, pero retiró sus manos de Selma—. ¿Dónde está Otto?

—Es verdad, el agua está hirviendo —dijo Selma, asombrada—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—Agarra el cuchillo —dijo Andrei—, y ponte a pelar patatas. A ti, Fritz, creo que te encanta la ensalada de patatas. Así que ocúpate de eso, yo voy a hacer de anfitrión.

Andrei dio un paso hacia el comedor, pero Izya Katzman lo retuvo en la puerta. Su cara brillaba, y parecía encantado.

—Oye —susurró, riéndose y salpicando saliva—, ¿de dónde has sacado a este tío tan estupendo? Resulta que allá, en las granjas, lo que tienen es un verdadero oeste salvaje. ¡Una locura americana!

—La locura rusa no es peor que la americana —dijo Andrei con desagrado.

—Sí, cómo no —gritó Izya—. «¡Cuando los cosacos judíos se rebelaron, hubo una insurrección en Birobidzhan, y a quien quiera atrapar a nuestro Berdichev, un forúnculo en el culo le saldrá…!»

—Basta de tonterías —dijo Andrei, serio—. No me gustan esas cosas… Fritz, te dejo a Selma y a Katzman para que te ayuden, preparadlo todo, y rápido, tengo hambre pero estoy cansado… Y no gritéis aquí. Otto debe llamar a la puerta, ha ido a buscar conservas.

Después de ponerlo todo en su sitio. Andrei fue al comedor y allí, antes que nada, le dio un fuerte apretón de manos a Yuri Konstantinovich. Este, tan rubicundo y oloroso como por la mañana, estaba en el centro de la habitación, con las piernas muy separadas, enfundadas en botas de fieltro, y las manos metidas debajo del cinturón de soldado. Sus ojos mostraban alegría y algo de locura. Andrei había visto aquella mirada en personas desinhibidas, a quienes gustaba trabajar bastante, beber más y no temían a nada en el mundo.

—¡Aquí estoy! —dijo Davidov—. He venido, como te prometí. ¿Has visto la garrafa? Para ti. Las patatas, para ti, dos sacos. Me daban algo por ellos. Pero pensé que no me hacía ninguna falta. Es mejor que se las lleve a una buena persona, pensé. Viven aquí, en sus casas de piedra, se pudren sin ver la luz del sol… Óyeme, Andrei, le estoy diciendo aquí a Kensi que deje todo esto. ¿Hay algo aquí que no hayáis visto? Recoged a vuestros niños, vuestras mujeres, vuestras novias, y venid con nosotros.

Kensi, que después de terminar su turno aún llevaba el uniforme, pero con la guerrera abierta, distribuía torpemente por la mesa, con una mano, platos de distintos tamaños. Llevaba vendada la mano izquierda. Sonrió y señaló a Davidov con la cabeza.

—Todo terminará así, Yura —dijo—. Vendrá una invasión de calamares y entonces huiremos todos a una a las ciénagas, con vosotros.

—No sé por qué tienen que esperar a esos… cómo se llaman… Mandad a esos calamares al infierno. Mañana regreso, el carro irá vacío, puedo llevar a tres familias con comodidad. Tú no tienes familia, ¿verdad? —se dirigió a Andrei.

—Dios me libre —dijo Andrei.

—Y esa chica, ¿es algo tuyo? ¿O no tiene nada que ver contigo?

—Es nueva. Llegó de madrugada.

—¿Y no es mejor así? Es una señorita agradable, muy atenta. Recógela y nos vamos, ¿sí? Allí tenemos aire limpio. Y leche. Seguro que hace por lo menos un año que no tomas leche fresca. Siempre pregunto por qué no tienen leche fresca en las tiendas. Yo solo tengo tres vacas, y dispongo de leche suficiente para cumplir con las entregas al estado, bebo toda la que quiero, alimento a los cerdos con ella y tiro una parte. Puedes vivir allí, ¿entiendes? Te levantas por la mañana para ir al campo a trabajar, y ella te da una jarra de leche fresca, recién ordeñada, ¿qué tal? —Hizo un guiño, cerrando con fuerza primero un ojo y después el otro, se echó a reír, le dio una palmada a Andrei en el hombro y se puso a dar paseítos por la habitación, haciendo rechinar las tablas del piso, apagó el gramófono y volvió junto a Andrei—. Y el aire que se respira allí. Aquí casi no queda, huele a jaula de fieras, eso es lo que respiráis… Kensi, no te esfuerces más. Llama a la chica, que ponga la mesa.

—Está en la cocina, pelando patatas —dijo Andrei con una sonrisa; después se dio cuenta y se puso a ayudar a Kensi.

Davidov era muy simpático. Muy entrañable. Como si lo conociera desde hacía años. ¿Y acaso sería mala idea largarse a las ciénagas? Con leche o sin ella, seguro que allí la vida era más saludable. ¡Míralo, si parece una escultura!

—Alguien llama —le dijo Davidov—. ¿Abro yo o vas tú?

—Ahora voy —dijo Andrei y fue hacia la puerta principal.

Al otro lado estaba Van, sin su chaqueta enguatada, con una camisa azul de seda sintética que le llegaba a las rodillas y una toalla en torno a la cabeza.

—¡Han traído los bidones! —dijo, con una alegre sonrisa.

—Al diablo los bidones —replicó Andrei, en tono no menos alegre—. Que esperen. ¿Por qué has venido solo? ¿Dónde está Maylin?

—En casa. Está muy cansada. Duerme. El niño estaba malito.

—Entra, no te quedes ahí de pie… Vamos, te presentaré a un buen hombre.

—Ya nos conocemos —dijo Van mientras entraba en el comedor.

—¡Ah, Vania! —gritó Davidov, con súbita alegría—. ¡También has venido! Vaya —dijo, volviéndose hacia Kensi—, yo sabía que Andrei era un buen muchacho. Fíjate, en su casa se reúne gente buena. Tú, por ejemplo, o ese judío… cómo se llama… ¡Bien, ahora tendremos un gran festín! Voy a ver qué están haciendo ahí. En realidad, no había nada que hacer, pero no sé qué trabajo se han inventado…

Van apartó rápidamente a Kensi de la mesa y se dedicó a distribuir los cubiertos de forma cuidada y precisa. Kensi se arreglaba la venda con la mano libre, agarrándola con los dientes. Andrei se puso a ayudarlo.

—Donald no acaba de llegar —dijo, preocupado.

—Se encerró en su casa y pidió que no lo molestaran —explicó Van.

—Está muy raro últimamente, muchachos. Bueno, qué se le va a hacer. Oye, Kensi. ¿qué te ha pasado en la mano?

—Me ha atacado un babuino —explicó el policía, torciendo levemente el gesto—. El muy canalla. Me mordió hasta el hueso.

—No me digas —se asombró Andrei—. Creía que eran pacíficos.

—Pacíficos… Si te atrapan y comienzan a ponerte un collar…

—¿De qué collar hablas?

—La orden quinientos siete. Censar a todos los babuinos y ponerles un collar numerado. Mañana se los vamos a entregar a la población. Pudimos pescar a unos veinte, y a los demás los espantamos hasta la circunscripción vecina, que averigüen allí qué hacer con ellos. ¿Qué haces ahí con la boca abierta? Trae más copas, no alcanzan.

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