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Ana Shua: La muerte como efecto secundario

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Ana Shua La muerte como efecto secundario

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Un hijo, su padre y una mujer infiel. Una historia de amor y tragedia en un Buenos Aires futuro, cercano y peligrosamente real. La muerte como efecto secundario se desarrolla en una Argentina posible, en donde todo lo que podía ir mal, fue mal: es decir, un anticipo cruel de lo que nos está pasando aquí y ahora. Buenos Aires está dividida en barrios tomados, barrios cerrados y tierra de nadie; el poder del Estado es prácticamente nulo, la policía existe pero no cuenta. La violencia es permanente: robos, asaltos, vandalismo. No se puede circular a pie por las calles, casi no hay transporte público, los taxis son blindados y las grandes empresas mantienen pequeños ejércitos de seguridad. Las cámaras de televisión están en todas partes; la vida y la muerte son, ante todo, un espectáculo. Los geriátricos -llamados "Casas de Recuperación"- ahora son obligatorios: un rentable negocio privado en una sociedad en donde no cualquiera llega a viejo. El protagonista de esta novela, Ernesto Kollody, ha vivido la mayor parte de su vida a la sombra de un padre terrible. Viejo y enfermo, su padre es internado en una Casa de Recuperación, donde intentarán prolongar sin piedad su agonía. Pero Ernesto logra sacarlo de la Casa para ayudarlo -como le ha prometido- a morir en paz. A partir de allí, padre e hijo atravesarán juntos las más increíbles peripecias. Ernesto le escribe lo que le pasa a su ex amante, una mujer casada de la que sigue enamorado. La historia de esta pasión clandestina se irá entrelazando con los acontecimientos del presente. En esta novela, Ana María Shua indaga los límites de una sociedad sometida a un sistema económico despiadado. La manera en que conjuga los datos de la realidad con los de la ficción confirma un talento singular. A su implacable capacidad de observación se le suman la prosa despojada y precisa, el ritmo sostenido del relato y una estructura perfecta. Sin lugar a dudas, La muerte como efecto secundario marcará un hito en la literatura argentina y en la vida de cada uno de sus lectores.

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– No se preocupe -me dijo-. Éstos se gastaron las balas jugando. Cuando tienen municiones no esperan a que uno pare, tiran a las ruedas.

Debía de tener razón porque no hicieron nada, vi por el vidrio de atrás que levantaban al herido y se lo llevaban como podían, entre varios.

Yo no sirvo para esto. Para el trabajo de guionista, quiero decir. No soy un buen arquitecto de la palabra, no sé cómo diseñar una estructura capaz de organizar el relato. Por algo elegí o fui elegido por este extraño oficio de maquillador, al que quiero mucho aunque tenga que confesarlo, a veces, con algo de pudor: oficio de homosexuales o de mujeres.

Yo soy, me siento, maquillador. Necesito trabajar sobre la carne, sobre la piel. Lo que me pide Goransky es que, usando solamente una costilla, construya un esqueleto: la sinopsis, ese primer resumen de lo que podría llegar a ser la película. Pero en lugar de concentrarme en la estructura, tiendo rápidamente al maquillaje, al estilo, a los adjetivos: como si habiendo encontrado una calavera, me dedicara a pintarle los contornos de las órbitas en lugar de tratar de construir una columna vertebral que la sostenga. Éste es un trabajo para especialistas, y si Goransky trató de convencerme al principio de que mi frescura y espontaneidad eran lo que buscaba, ya se dio cuenta de que estaba equivocado.

No es casual que tampoco trabajando con gente más experimentada haya logrado avanzar en su historia. No se trata de que tengamos dificultades en el diálogo, en la definición de los personajes, en el desarrollo del argumento. El problema es más simple y más grave: todavía no logramos definir cuál va a ser el tema de la película.

Soy mayor que Goransky, pero su poder, su dominio sobre el dinero, hacen que me sienta infantil cuando estoy con él. Tener mucho dinero y estar acostumbrado a manejarlo: éste es un grado de adultez que no todos llegamos a alcanzar. Es una buena persona, sin embargo, y cuando consigo mantener mi mente alejada de su delirio cinematográfico, le tengo aprecio y confío en él. Le hablé de mi padre y por un momento pareció escucharme como un amigo. Pero a continuación se entusiasmó con la idea de filmar una operación en la Antártida, una de esas típicas situaciones de emergencia médica, que suelen levantar el grado de atención del espectador.

Traté de acompañarlo mientras iba enfermando y operando tentativamente, uno a uno, a todos los personajes, los dudosos personajes de la película, y comparaba los efectos que esa operación podía tener en nuestra vaga historia. ¿Dije que me sentía infantil cuando estaba con él? Quizás no es exactamente ésa la sensación. Me siento pequeño bajo su poder, pero no como un hijo bajo al poder de su padre, sino como un juguete en manos de un bebé. Hacia el mediodía estaba harto y quería cobrar. A veces creo que me paga solamente para que lo escuche. Ya que no puede filmar su película, al menos tiene a quién contársela en todas sus infinitas variantes potenciales. Como si alguien te invitara a recorrer el jardín de los senderos que se bifurcan pero sin elegir: siguiendo metódicamente, infinitamente todos.

¿Te interesa? ¿Sigo? Debería bastarme con tu silencio, con que no me interrumpas. Pero nunca es suficiente, cualquiera que haya pasado por esta forma agobiante del amor lo sabe. ¿Me amas?, te preguntaba cuando estábamos juntos. Te reías de mí. Palabras de teleteatro. No se dice me amas, se dice me querés. Pero para mí no era lo mismo. Uno quiere a sus hijos, quiere -a veces- a sus padres, creo que quise incluso a mi esposa, se puede querer a un perro, a un amigo. Yo necesitaba saber -y ninguna respuesta me servía- si me amabas. Así, como en los teleteatros. No tengo ganas ahora de mencionar o describir tu cuerpo, pero eso es lo que quería decir, lo que hubiera deseado preguntarte. Si tu cuerpo sentía, en la separación, ese desconcierto, la misma desazón, el mismo desencuentro que el mío.

Estoy dando vueltas, tomo todas las curvas posibles y no hago más que seguir una espiral plana que siempre me conduce -¿nos conduce?- hasta el único centro posible. Mi padre.

Transformándose de médico secreto en médico oficial sin necesidad de cambiar de disfraz, el doctor había dado la orden de internación. Mi padre estaba en el hospital donde lo iban a operar. Del estudio de Goransky me fui directamente para allí. Si todo salía bien-extraña palabra- unos días después lo sacarían del hospital para llevarlo a la Casa de Recuperación.

Mi padre consideraba que pagar un seguro médico era un gasto absurdo. Prefería usar los restos del sistema estatal que protege a los jubilados. El edificio del hospital estaba en mal estado, había pocas enfermeras pero la atención médica era buena. Margot me estaba esperando en la puerta de entrada.

Tenes nombre de tango, le dije, cuando la conocí. Pero Margot no se llama Margarita, como en el tango, sino Margara, que es peor: la forma neutra de un falso diminutivo, como quien dijera apelo en lugar de apetito. En otro momento te voy a contar sobre ella: siempre te gustó la módica perversión de escucharme otros encuentros. Margot estaba contenta. Para las mujeres es tan importante que las dejemos participar físicamente en nuestras penas: como si exponer una debilidad fuera la más convincente prueba de amor. Permitirles que nos acompañen al velorio de un muerto cercano y querido, que nos alienten en la sala de espera de un quirófano, significa mucho más para ustedes que la invitación a una fiesta.

Llegué a tiempo para despedirme de papá, tal vez para siempre, antes de que se lo llevaran a la sala de operaciones. Viejo como está, le sigo envidiando ese cuerpo grande y gordo, con la piel lustrosa, que a los enfermeros les resultaba difícil manejar. Así, sin embargo, desnudo, sin sus anteojos, sin dentadura ni audífono, estaba indefenso. Una mente aislada del mundo, un cuerpo sometido a sensaciones difíciles de identificar. Cuando me acerqué me atrapó con uno de sus brazos y me obligó a bajar la cabeza para acercarla a su boca.

– El abogado tiene los papeles, Eni, pero además está la libretita debajo de la baldosa del baño.

Tenía el aliento sucio y mojado de los viejos y me estaba hablando de dinero. Me enderecé con alivio. Mamá nos miraba con una expresión de desconcierto que no entendí. Entonces llegó mi hermana, corriendo, jadeando, siempre tarde. Me abrazó. Pobre Cora: ella nunca escapó de la jaula. Ni siquiera pudo, como yo, fingir una vida independiente.

Mamá nos miró a los tres: a Margot, a mí, a Cora, que traía viento en el pelo y los rasgos alborotados.

– Ustedes, entre ustedes, ¿qué son? -preguntó.

No entendimos, al principio, lo que quería decir. Como no le contestábamos, insistió.

– Ustedes, entre ustedes, ¿son parientes?

– Mamá -le dije, muy sorprendido, con calma, con angustia-. Ella es Cora, yo soy Ernesto, somos hermanos, ¿te acordás? Somos tus hijos.

– ¿Y ella? -señalando a Margot.

– Ella es mi novia.

Mamá nos miró con una gran ternura. Le acarició la mejilla a Cora, que trataba de no llorar. Margot, en cambio, debía estar contenta y disimulaba por obligación. Qué extraordinaria oportunidad, poder participar en esa escena tan íntima.

– Qué lindo -dijo mamá-. Qué hijos tan grandes que tengo.-De pronto parecía desconcertada. Pero entonces debo ser muy vieja.

Volvió a mirarme con mucha atención. Como tratando de decidir si todavía era posible retar a un hijo tan grande.

– Hijo, no está bien que tengas novia a esta edad. ¿No deberías tener esposa, hijos? ¿No tendrías que haberme dado nietos?

No era solamente la memoria. Estaba loca. Quién sabe desde cuándo. Pensé en esas miradas oscuras, ojos que llegaban desde el fondo de una niebla. No eran las cataratas, ni la vejez. Mi madre se había vuelto loca en silencio, como casi todo lo que hacía, y yo ni siquiera había sido capaz de darme cuenta.

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