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Ana Shua: La muerte como efecto secundario

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Ana Shua La muerte como efecto secundario

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Un hijo, su padre y una mujer infiel. Una historia de amor y tragedia en un Buenos Aires futuro, cercano y peligrosamente real. La muerte como efecto secundario se desarrolla en una Argentina posible, en donde todo lo que podía ir mal, fue mal: es decir, un anticipo cruel de lo que nos está pasando aquí y ahora. Buenos Aires está dividida en barrios tomados, barrios cerrados y tierra de nadie; el poder del Estado es prácticamente nulo, la policía existe pero no cuenta. La violencia es permanente: robos, asaltos, vandalismo. No se puede circular a pie por las calles, casi no hay transporte público, los taxis son blindados y las grandes empresas mantienen pequeños ejércitos de seguridad. Las cámaras de televisión están en todas partes; la vida y la muerte son, ante todo, un espectáculo. Los geriátricos -llamados "Casas de Recuperación"- ahora son obligatorios: un rentable negocio privado en una sociedad en donde no cualquiera llega a viejo. El protagonista de esta novela, Ernesto Kollody, ha vivido la mayor parte de su vida a la sombra de un padre terrible. Viejo y enfermo, su padre es internado en una Casa de Recuperación, donde intentarán prolongar sin piedad su agonía. Pero Ernesto logra sacarlo de la Casa para ayudarlo -como le ha prometido- a morir en paz. A partir de allí, padre e hijo atravesarán juntos las más increíbles peripecias. Ernesto le escribe lo que le pasa a su ex amante, una mujer casada de la que sigue enamorado. La historia de esta pasión clandestina se irá entrelazando con los acontecimientos del presente. En esta novela, Ana María Shua indaga los límites de una sociedad sometida a un sistema económico despiadado. La manera en que conjuga los datos de la realidad con los de la ficción confirma un talento singular. A su implacable capacidad de observación se le suman la prosa despojada y precisa, el ritmo sostenido del relato y una estructura perfecta. Sin lugar a dudas, La muerte como efecto secundario marcará un hito en la literatura argentina y en la vida de cada uno de sus lectores.

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Veintinueve

Por primera vez tengo la sensación de estar escribiendo cartas. Me gusta. Es uno de los efectos de escribir a mano. Hay otros: la mano agarrotada y la muñeca dolorida. Hace años que no escribía a mano más que algún número, un nombre, un par de palabras. Es cuestión de ejercicio, como todo trabajo físico, pero las labores del campo no son la mejor ejercitación para reaprender a sostener un lápiz. El trabajo bruto me endurece las articulaciones. Por un tiempo tuve las manos ampolladas y lastimadas, ahora están encallecidas.

Con un optimismo que el tiempo ha vuelto absurdo, Bradbury anticipó, en Farenheit 451, un mundo en el que había sido necesario prohibir la literatura para que desaparecieran sus lectores. Ese mismo optimismo lo llevó a imaginar una comunidad marginal de lectores memoriosos, convertidos en libros vivientes, como una suerte de paraíso para personas buenas, inteligentes, sensibles y generosas. La loca ilusión de que los buenos lectores son mejores que el resto de los seres humanos.

Los Viejos Cimarrones no son mejores que el resto de los seres humanos. Son viejos: sus virtudes se han atenuado y se concentraron sus defectos. Tienen en común ese extraño desapego por la vida del prójimo que a los jóvenes les cuesta comprender. La muerte ajena no los conmueve. Son ávidos, suspicaces, se odian unos a otros y están en una permanente, silenciosa lucha por el poder.

Las quintas de Highland han sido convertidas en verdaderas quintas. Los viejos ocupan unas veinte casas. Los parques, los jardines y las canchas no son lo bastante grandes como para los cultivos extensivos de cereales, pero tenemos unas huertas magníficas.

No creas que descubrí ningún goce perdido en el trabajo del campo. Siempre fui rata de cemento. Odio el campo, los perros, los insectos, los animales. Odio incluso los árboles, lo que es poco común. Odio quitar las malezas, revolver la tierra, odio carpir, zapar, sembrar. Pero en la cosecha, no puedo evitarlo, siento placer y hasta orgullo a pesar del esfuerzo: verdadero alimento producido por mis manos.

Los trabajadores somos pocos. Trabajadores es el nombre que nos dan los viejos. Pero somos esclavos. Nos necesitan, sería demasiado peligroso contratar gente de la zona tomada. A los demás los conozco de lejos, no nos permiten estar juntos. Dormimos separados, encerrados en los galpones de herramientas. Trabajamos la tierra, cuidamos los pocos animales, hacemos tareas de mantenimiento en las casas. Los viejos tienen prohibido usarnos para su servicio personal, incluso los minusválidos. Prefieren colaborar entre ellos, empujarse uno al otro las sillas de ruedas, limpiar las escaras de los que tienen que estar acostados, cocinar para los que no pueden valerse, cuidar a los locos, a los seniles. Tienen un miedo inteligente a la peligrosa proximidad que se establece entre el servidor y su amo.

Mi padre sigue manteniendo en secreto nuestra relación. Delante de los demás me trata con aspereza, pero no tanto como para llamar la atención. Aquí todos fingen amar y haber sido intensamente amados por sus hijos. Las viejas, sobre todo, hablan de ellos constantemente, como una forma más de competencia. Escuchándolas, me pregunto qué clase de padre pude haber sido, cuando yo mismo fui una especie de hijo eterno, monótono, que no vivió más que para desmentir o conquistar a su propio padre.

En los raros momentos en que nadie puede verlo, papá derrama sobre mí esa ternura pegajosa que siempre usó para obtener lo que quería.

– Eni: hijito -me dice-. Estoy demasiado viejo. A mi lámpara se le termina el kerosén. ¿No ves cómo se me va apagando la luz? Hay que aguantar un poco más, hasta que se cansen de buscarme. Después nos vamos juntos, hablo con mi abogado, salimos del país.

No le contesto. Quiere mantener abiertas todas las posibilidades. Entretanto, no la pasa mal. Lleva camisas a cuadros y un mameluco azul que no debe usar para trabajar porque está siempre impecable. Alguien se ocupa de cuidarlo y servirlo.

Lo quiero matar.

Todos decimos o pensamos así alguna vez de alguien a quien odiamos ferozmente durante unos instantes, en un acceso de rabia infantil. Lo quiero matar. Después el acceso pasa, el instante pasa, la vida sigue y volvemos a ser los mismos de siempre: gente adulta, inteligente, tolerante, que no está dispuesta a tomarse el trabajo o el riesgo de matar a nadie.

Muchas veces pensé que quería matar a mi padre. Matarlo sin dolor. Cortar en pedazos su cadáver, quemarlo, destruirlo, hacerlo desaparecer de este mundo.

Cuando decidiste irte, por ejemplo, para no tener que elegir entre él y yo. Pero entonces te fuiste y no lo hice.

Cuando lo creí agonizante, por ejemplo. Quise darle una muerte muy dulce, matarlo por amor: nunca había tenido una excusa semejante. Tal vez por eso no lo hice.

Ahora quiero matarlo sin excusas, quiero matarlo para restituir el orden original del universo, quiero matarlo para librarme de él y para obligarlo a cumplir con la ley de la vida, a la que se resiste, quiero matarlo para no tener que escucharlo reírse nunca más, quiero matarlo por esclavizarme de todas las maneras posibles, quiero matarlo para no verlo comer con esa avidez vital y repugnante con la que se aferra a este mundo, quiero matarlo porque alguna vez lo deseaste, quiero matarlo porque se me da la gana.

Quiero matarlo.

Treinta

Veía todo confusamente a través del humo: el piso sucio del salón, las paredes ennegrecidas, las lámparas pestilentes. Estaba mareado, con los ojos vendados, cuando me sacaron de la jaula y el juez me levantó para pesarme. Tenía los ojos vendados, vendados, veía todo confusamente a través del humo. El juez me metió la mano entre las plumas, me tocó los espolones. Yo sabía que papá tenía razón.

Aplaudí, aplaudí, veinte piastras a Zambo, grité, veinte millones de piastras, piastras piastras y doblones. Piastras. Yo era Zambo y apostaba por Zambo. La sangre me corría por las venas como si estuviera buscando una salida, el corazón fuerte y veloz, el corazón bombeando un líquido denso, negro, viscoso. Movía hacia arriba y hacia abajo mi brazo hinchado de sangre y sabía que si dejaba de moverlo se secaría, quedaría convertido en una tira negra y seca. Entonces lo movía, a mi brazo, para que la sangre siguiera llegando hasta los dedos, como buscando una salida.

Sentí mi cuerpo breve y caliente cuando lo puse sobre la mesa, mi cuerpo se agitaba, se revolvía entre mis manos, lo sostuve un momento más, inmovilizándolo pero faltaba el aire, me faltaba el aire, le faltaba el aire por culpa del humo de las lámparas, de los cigarros. Entonces me sacaron la venda de los ojos, lo vi lo vi lo vi, estaba ahí sacudiendo las alas y encrespando el plumaje del cuello. Nos abalanzamos, creí que la lucha sería breve. Subí la apuesta, tenía que ganar, aplaudí aplaudimos. Con un terrible golpe de espolón me arrancó la mitad de la cresta y un ojo, estaba bien, estaba bien así. Yo sabía que mi padre tenía razón, sabía que me lo merecía, el dolor era muy claro, tenía sabor a sangre dulzona espesa, veía a pesar de todo. Veía incluso lo que pasaba a mis espaldas. Veía a los apostadores que gritaban, escuchaba sus voces, papá estaba entre ellos y tenía razón, tenía razón. Era yo el que estaba equivocado.

Alcé a Zambo, levanté mi propio cuerpo en el aire, en el aire mis patas flacas colgando, flacas pero con los temibles espolones. Levanté la botella y le bañé la herida del ojo con aguardiente, sentí ardor, ardor, dolor, confié en mis espolones agudos, me lancé contra él. Me aplaudían, estaba ensangrentado, me chorreaban las plumas, goteaban sobre la mesa, rapidísimo el otro me esquivó y se me tiró encima para golpearme otra vez, espolonazo, humo, gritos.

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