Estuve en varias casas de ortodoncia. No era la primera vez que buscaba una dentadura para un cadáver. En este caso, los golpes que había recibido el muerto le habían hecho saltar la mayoría de los dientes. Usé una pinza para extraer los restos de muelas rotas que le quedaban y con una pasta de plástico blando, de un azul intenso y una consistencia parecida a la de un chicle masticado saqué un molde de las encías retraídas. Un vaciado en yeso me permitió obtener una buena reproducción. No hacía falta mandar a hacer los dientes a medida, los cadáveres no necesitan que la dentadura les quede cómoda. Conseguí una prótesis completa bastante adecuada y con paciencia artesanal, trabajando con fotos, me dediqué a reproducir las leves imperfecciones que la hicieran aproximarse a lo que podría haber sido la auténtica dentadura del hombre si no hubiese estado torcida y arruinada. Una levísima mancha de nicotina aquí, una tonalidad de marfil viejo, apenas más oscuros los colmillos, algo desparejos los incisivos. Convertí la retracción de los labios en una suave sonrisa que dejara ver los dientes sin exhibirlos.
Disfruté cruelmente, con orgullo profesional, la emoción de Romaris cuando vio el cadáver, listo para ser exhibido en el velorio. Su reacción no fue original. Cuando los deudos ven por primera vez mi obra terminada, se entregan al impulso más natural: una caricia, un beso, o simplemente poner su mano sobre la mano del cadáver. Romaris le tocó la frente y, como todos, se retiró espantado: no hay forma de maquillar la textura de la piel, la temperatura, la consistencia de un hombre muerto. Por primera vez pudo relajarse lo suficiente como para llorar de verdad, con lágrimas, en vez de emitir esos sollozos secos como tos de perro en los que se ahogaba cuando estuvo en casa. Se sorprendió mucho. Me dijo sobre mi trabajo todo lo que yo esperaba y cuando se sintió mejor tomó varias fotos.
Ir al hospital se ha convertido en parte de mi rutina de todos los días. Ayer tuve una larga charla con uno de los médicos. Papá acaba de sufrir otra intervención en la que volvieron a unir las partes de su intestino que habían quedado sueltas: podrá volver a controlar su esfínter. El médico me explicó que antes pasaban muchos meses entre una operación y la otra. Las nuevas técnicas, menos cruentas, permiten acortar el lapso. En unos días lo mandan a una Casa de Recuperación. Allí tendrá que pasar varias semanas en el sector de Terapia Intermedia antes de sumarse a la actividad regular de los demás viejos.
El doctor, un hombre joven, había sido seducido por el encanto social de mi padre y por la forma inesperada en que se estaba curando de sus heridas. Parecía dolido de que una persona tan vital tuviera que ingresar a una Casa. Pero, aunque la convalecencia sea rápida, papá no podrá manejarse en forma independiente por un buen tiempo. No hay otra solución. Ahora Cora aceptó internar también a mamá.
– Lo importante es que estén juntos -me dijo, tratando de hacerse ilusiones que no tenía. Con una alegría rencorosa, como la de esos que deciden enterrar en la misma tumba a una pareja de padres a los que siempre les costó compartir la frazada.
Conseguimos del médico una recomendación para las autoridades de la Casa que nos permitiría, en los primeros días, hacer visitas más frecuentes que las que habitualmente se autorizan. El médico escribía la nota auténticamente emocionado de comprobar cómo, a pesar de las costumbres tan duras de nuestra sociedad, a pesar, incluso, de las normas legales, el amor familiar se había desarrollado entre nosotros hasta ese punto. Noté que tenía los ojos húmedos, pensando quizás en su propio padre o en sus propios hijos. Entonces me di cuenta de que papá había sido más sabio que ninguno. Supe que esa dependencia con la que nos tenía encadenados, en la que se mezclaban intensamente el odio, el dinero, el miedo y el amor, era mucho más efectiva que el simple cariño filial: de hecho nos estábamos desprendiendo con más facilidad de mi madre, a la que, sin embargo, queríamos con un afecto tanto menos contaminado, menos confuso.
¿Queríamos? Habíamos querido. La locura se parece a la muerte.
Once
Cuando yo era joven muchos geriátricos de lujo exigían a la familia el título de propiedad de un inmueble -por lo general la vivienda de los viejos- para asegurarse el pago de la internación. Así, desde el punto de vista comercial, al geriátrico le convenía que el internado muriera cuanto antes. Para evitar esa distorsión peligrosa, se estableció que las Casas dispongan de la vivienda de los internados -las donaciones o ventas a los herederos están prohibidas- sólo mientras están vivos. Ese dinero se complementa con el subsidio estatal, que aumenta a medida que se prolonga la internación, es decir, la vida del anciano. Aunque las Casas también son obligatorias para los indigentes, en la práctica están destinadas a la clase media: hoy no cualquiera llega a viejo. No sólo las familias: la mayor parte de los ancianos están conformes con el sistema. Confían en el buen ambiente y en la enorme preocupación por su salud que encontrarán en las Casas. Supongo que no te estoy contando ninguna novedad: los países más ricos fueron los primeros en adoptar el sistema, que se extiende por los enclaves desarrollados de este mundo desparejo. Mis padres están internados en una de las mejores zonas de la ciudad, destinada a convertirse pronto en barrio cerrado, en una Casa que exhibe bienestar desde el jardín que embellece su frente. La fachada es de mármol y una escalinata inútil lleva hasta el enorme portal, flanqueado por columnas corintias. A los costados, dos rampas llevan a las pequeñas puertas laterales por las que realmente se entra.
El interior es modesto pero cuidado. No hay derroches ni falta lo necesario. La sala de Terapia Intermedia, donde está mi padre, no huele a medicamentos sino a perfume: un mal llamado desodorante, intenso y floral, flota en el aire de la nave: te traería recuerdos de los hoteles donde nos encontramos alguna vez. No escribo "nave" porque esté pensando en una iglesia, sino porque todo ese sector está diseñado y equipado como el interior de un yate. Las ventanitas chicas y redondas, con forma de ojo de buey, no permitirían el paso de un cuerpo. Eso evita la necesidad de instalar rejas. Las puertas son pequeñas y pesadas, con grandes cerraduras.
Aquí no se ve ninguno de los horrores que difundían en fotos y videos, oponiéndose a la ley, los detractores de las Casas. No hay olor a orina ni suciedad, no se ven esos montones de basura corrompida que obstruían los pasillos del hospital. Las paredes están agradablemente empapeladas con motivos de pájaros, acuarelas de tonos suaves, y tienen adosadas barandillas como barras de un estudio de ballet, para que los ancianos puedan tomarse de ellas y desplazarse con más facilidad. Ese detalle acentúa el efecto de nave grande y sólida, diseñada para atravesar tormentas. Un efecto extraño para alguien que ha creído entrar en un templo griego.
A mamá le permiten deambular libremente, como a otros locos inofensivos. Es posible que con el tiempo llegue a diferenciar a los parkinsonianos de los Alzheimer: por el momento todos me parecen igualmente aterradores. Ni siquiera es necesario verles los ojos: a los enfermos mentales se los reconoce desde lejos, por la postura del cuerpo.
Mamá sonríe con un gesto de felicidad que me compromete. Pero enseguida mira a su alrededor más furiosa que asustada.
– Se creen que mi casa es un hotel -me dice en secreto-. ¡Pero en un hotel se paga! Toda esta gente está aquí sin darme nada, ni un centavo. Comen y duermen completamente gratis.
Entramos a la habitación donde está mi padre, separado de los demás porque sigue necesitando cuidados médicos. Las heridas de la segunda operación se cierran lentamente. Lo veo desmejorado, con un color feo en la piel, triste. Por primera vez tiene miedo en los ojos. Aunque su voz fuerte y dura como siempre lo quiera desmentir.
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