Rosa Montero - Historia Del Rey Transparente

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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma trágico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola mención del nombre de ese rey misterioso. El acertijo sólo lo conocerá el lector en las últimas páginas: se trata, en realidad, de una fábula moral que resume la filosofía de toda la novela.
Leola se verá armada caballero a los diecisiete años por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con éxito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, filósofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teología. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases más bajas de la sociedad.
Los años pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gastón, un filósofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herejía albigense. La guerra no se hace esperar, y Léola y Nyneve se pondrán al lado de los cátaros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.

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Levanta una pieza de terciopelo oscuro que hay sobre la mesa y deja al descubierto una pequeña botella panzuda de vidrio opalino y translúcido. Desde dentro del lechoso recipiente lanza destellos un líquido anaranjado que parece fuego.

– Qué color y qué brillo tan extraordinarios… -me admiro-. ¿Y para qué sirve esta pócima?

Nyneve sonríe:

– Es la salvación. Es el camino que lleva a Avalon.

Y señala con la mano hacia el castillo dibujado en la pared, porque es aquí, en la estancia en la que ha instalado su laboratorio, donde Nyneve pintó los trampantojos.

– ¿Qué quieres decir? No entiendo…

MÍ amiga suspira.

– Sí, mi Leola, sí. Hay una manera de llegar a Avalon.

– Sigo sin comprender.

– Es fácil. Basta con beber un trago, un pequeño trago de este brebaje, y caerás sumida en un sueño… Un sueño tan profundo que semeja la muerte. Pero en realidad lo que queda de ti aquí es sólo un espejismo, una mera representación de ti misma, una cáscara vacía o aún menos que eso, un simple reflejo de lo que tú eres. Porque tu espíritu y tu verdadero ser atraviesan el éter hasta Avalon, hasta ese otro mundo latente y mágico donde la vida es justa y es hermosa.

Frunzo el ceño, intentando entender lo que me está diciendo. Y, al mismo tiempo, temerosa de entenderlo.

– Pero entonces… desapareces de este mundo, ¿no es así? Desapareces para siempre…

– Siempre es una palabra demasiado grande, mi querida Leola… Todo acaba volviendo, y tú, que naciste campesina, deberías saberlo. Deberías saber que la tierra endurecida y abrasada por el frío vuelve a romperse todas las primaveras por el empuje de las pequeñas hierbas.

Siento un espasmo de pena tan desordenado y tan agudo que casi roza el pánico:

– ¿Por qué me cuentas todo esto…? ¿Por qué has fabricado la poción…? Piensas irte, ¿no es así?

Nyneve se frota la cara con expresión fatigada. Luego me mira:

– Sólo quiero librarme de la era invernal que se nos avecina. Quiero huir de las noches ventosas y las mentes sin luz. Estoy demasiado cansada y soy demasiado mayor; carezco del aliento suficiente para seguir luchando. Prefiero refugiarme en Avalon hasta que terminen estos años de plomo y las cosas mejoren… porque mejorarán, lo sé, de esto estoy segura. Ven aquí, mira por la tronera… Mira esas ramas secas y quebradizas, esos árboles que parecen muertos para siempre, estrangulados por el frío aliento del otoño. Y, sin embargo, dentro de unos meses la vida empezará a hinchar otra vez esas cortezas tiesas, y los enrojecidos botones de las hojas nuevas empujarán la madera hasta hacerla estallar. Así sucederá también entre los hombres, puedes estar segura; es inevitable, es la ley de la vida.

– No te vayas… Por favor, no te vayas…

– Vente conmigo… Hay bebedizo suficiente para todos nosotros. Para ti, para Guy, para las Perfectas.

No puedo hacerlo. No estoy preparada. No quiero marcharme sin León. Muevo la cabeza negativamente. La barbilla me tiembla.

– ¿De verdad que no quieres? No insistiré… La decisión debe ser tuya. Pero no te preocupes, mi Leola…, en realidad no me voy muy lejos. El mundo de Avalon está aquí, muy cerca, incluso dentro de nosotros. ¿No has sentido alguna vez un escalofrío en una tórrida tarde de verano, como si alguien soplara suavemente sobre tu cuello sudoroso? Es el aliento de los otros, de los habitantes de Avalon. ¿Y no has tenido en algún momento la sensación de que algo se movía en el rabillo de tus ojos, como si hubiera una presencia que luego, al volver la cabeza, no has podido encontrar? Es el paso juguetón y fugaz de los otros, de los bienaventurados de Avalon. Escucha atentamente dentro de tu cabeza, escucha en el silencio de tus oídos, allí dentro, muy dentro: oirás un zumbido. Es el latir del otro mundo, es el murmullo paralelo de las conversaciones de Avalon, de todas las palabras libres que allí se pronuncian.

Las lágrimas caen por mis mejillas.

– No te vayas, Nyneve.

– No llores, Leola… La Cabala, que es un saber profundo y antiguo, dice que el mundo es una isla de infelicidad en un mar de gozo. Sólo estoy escapando de esta isla de infelicidad en la que ahora mismo estamos atrapados… Pero el gozo existe y es mucho más fuerte y más abundante. Regresaremos y seremos millones.

Le acaricio la mano. Está fría y un poco rígida. He visto muchos muertos en mi vida, y en verdad Nyneve parece estar muerta. Salvo, quizá, por el color de su piel, pálido pero luminoso. O por la expresión, tan limpia y tan serena. Tiene puesto su traje de gruesa lana azul. Eligió vestir ropas de mujer para marcharse. Se levantó muy temprano esta mañana, se despidió de Guy y de las Buenas Mujeres y luego ella y yo dimos una vuelta por los alrededores de la torre. Lo miraba todo: los ateridos gorriones en sus ramas, las hierbas quemadas por la escarcha, las nubes fugitivas en el cielo sombrío. Regresamos a su laboratorio y me abrazó:

– Te estaré esperando -dijo-. Ya sabes que aquí queda elixir suficiente para todos.

Destapó el pomo. Por la estancia se esparció un extraño olor a violetas y a fuego de encina. Se llevó la panzuda botella a la boca, dando un pequeño trago.

– Con un sorbo basta.

Volvió a cerrar el frasco y me lo dio. Echó su capa sobre el suelo, frente a la chimenea encendida, y se sentó sobre ella. Se abrazó las piernas y apoyó el mentón sobre las rodillas.

– Se está bien aquí -dijo, soñadoramente, contemplando el fuego-. Os echaré de menos. Gracias por estar a mi lado. Antes y ahora.

Enseguida pareció adormilarse. Se inclinó hacia atrás, tumbándose sobre el suelo cuan larga era:

– Es un viaje muy dulce… -murmuró. Fue lo último que dijo. Después se durmió, o se murió, o se fue. He permanecido junto a ella durante horas. Sin llorar. Escuchando el zumbido del interior de mis oídos. Ahora, a la caída de la tarde, para no llamar la atención, las Buenas Mujeres, Guy y yo hemos salido para arrojar el cuerpo, o la cáscara vacía de Nyneve, al río que pasa por detrás de la torre, al pie de la colina. Mi pequeño gigante ha acarreado con facilidad a mi amiga. O al espejismo de mi amiga. Un espejismo que pesa, sin embargo. Y que empieza a ponerse rígido. Ahora estamos en la ribera y Nyneve yace sobre el suelo, a mis píes. Cae la tarde con la abrupta rapidez de los primeros días del invierno y el aire está tan gris como el agua del río. Por aquí la corriente es rápida y profunda; unas cuantas rocas, junto a la orilla contraria, crean pequeños remolinos espumosos. La vida: un relámpago de luz en la eternidad de las tinieblas. Niños ciegos jugando a perseguirse alrededor de un pozo. Aprieto por última vez la mano yerta de Nyneve y luego envuelvo el cuerpo en la capa. Ayudada por las Buenas Cristianas, arrojo el bulto, la cáscara vacía, la apariencia de mi amiga, a la corriente tumultuosa. Al caer, salpica. El agua está helada. El cuerpo da unos cuantos tumbos, se hunde, vuelve a emerger, desaparece flotando cauce abajo. Rugen las aguas bravas, truena el río al estrellarse contra las rocas de la orilla opuesta. Hace tanto ruido que me impide escuchar el ale-gre bisbiseo de las palabras de Nyneve en Avalon.

Una hilacha de claridad entra por la tronera de la torre. El tiempo se me acaba: está amaneciendo. La pluma chirría sobre el pergamino y casi he terminado el pocillo de tinta. Me arrebujo en la manta de pelo de cabra: el fuego se ha apagado y hace frío, aunque el antiguo laboratorio de Nyneve, que es el lugar en el que me encuentro, esté orientado hacia el Sur y sea uno de los cuartos más abrigados de la fortaleza. Estiro la mano y rozo con la punta de los dedos el airoso caballito de hierro que me hizo León. Aparte de mis armas y de mi libro de todas las palabras, fue lo único que me llevé de Montségur. Las patas del animal se mueven y tintinean con un ruido ligero como de vidrios rotos. Mi amado León: estoy tan aliviada de saberte vivo. Hace una semana llegó hasta nuestra torre un faydit. Venía disfrazado de monje y, de primeras, nos dio un buen susto. Pero cuando aparecieron las Perfectas, el hombre las saludó con el melhorier cátaro. Le acogimos en nuestra fortaleza y pasó con nosotros un par de días; bajo los hábitos llevaba una espada resplandeciente, una armadura entera. Era un caballero vasallo del antiguo vizconde de Trencavel; venía buscando a su mujer y sus hijas, a quienes había perdido durante la guerra y la represión de la posguerra. Había oído hablar de nuestro refugio, y se acercó para ver si aquí encontraba a su familia. Para eso y para advertirnos:

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