Gruñe el basilisco, o más bien gime. Hoy se encuentra especialmente nervioso. Debe de ser este calor. Estiro la mano y toco la jaula. La criatura se aquieta. Pobre bicho. Meto un dedo por debajo del lienzo, entre los barrotes. Algo cálido y suave se frota contra mí. Y una lengua rasposa lame mi piel. ¿Qué puede pasar si le dejo libre? ¿De verdad va a fulminarme con la mirada? León decía que ya le había extraído gran parte de su malignidad… Y, además, yo no sé si creo de verdad en la capacidad mortífera de los basiliscos.
El pequeño cerrojo de la jaula se abre con un sonido rechinante y leve. Dios mío, ¿qué he hecho? Mis dedos han actuado antes que mi cabeza. Retiro la mano y me quedo contemplando el bulto tapado de la jaula. Estamos muy quietos, el basilisco y yo. Ni un movimiento, ni un ruido. De pronto, un roce, un chasquido, un susurro. El paño se hincha y se mueve, empujado por la puerta de la jaula al abrirse. Y enseguida aparece un nuevo bulto, una protuberancia redondeada. Que debe de ser la cabeza del monstruo. Pero ¿qué he hecho? ¿Y si, después de todo, fuera cierto que el aojo mata, y si el basilisco es verdaderamente un ser maligno y me fulmina? El bulto va moviéndose por debajo del paño hacia su borde… Va a salir. Va a aparecer. El monstruo sacará a la luz su horrible cabeza y me aniquilará con la mirada.
Es blanco y rojo y marrón y negro. Tiene unos colores extrañísimos pero, por lo demás, a mí me parece que es igual que un gato. Clava en mí sus penetrantes ojos amarillos y yo me estremezco, porque los reconozco. Son como los de aquel enorme jabalí que encontré en mi primera noche a!a intemperie, unos ojos salvajes e indomables, una mirada sabia y montaraz que araña como las púas de los espinos y que trae un aroma a lluvia y a brezo. No temas, no voy a hacerte daño, me dicen estos ojos candentes: somos criaturas similares, seres anormales y perseguidos. Brinca de repente el basilisco o lo que sea, saliendo de su jaula y cruzando la estancia en un suspiro. En cuatro saltos se ha plantado sobre el poyete de la ventana abierta. Se detiene un instante, gira la cabeza y me mira de nuevo. León está vivo y me voy con él, pienso que me dice gracias por soltarme. Y desaparece en el vasto mundo, una mancha fugaz iluminada por la cegadora luz del sol, una brillante vibración de color rojo y marrón y blanco y negro.
El invierno se acerca con veloces pies helados y la Tierra entera se prepara para la llegada de los días oscuros. Las ardillas hacen acopio de provisiones, las marmotas se entierran a dormir, los árboles sueltan las hojas y se disfrazan de leña seca y muerta, a la espera del renacimiento de la primavera. Nosotros también tomamos nuestras medidas. Cosemos vestimentas abrigadas, cortamos leña, ahumamos carne, hacemos salazones y compotas. Ahora mismo me encuentro en la cocina, al amor de la lumbre, fabricando velas en compañía de tres cataras. Las religiosas rezan y yo pienso en silencio, mientras mis dedos calientan y derriten el sebo de carnero, cuelan la grasa para purificaría y sumergen una y otra vez la mecha, un tallo de carrizo o de junquillo, en el sebo licuado, añadiendo capa tras capa a medida que se va endureciendo. Pese al tufo y el pringue de la grasa y a las abundantes quemaduras que suele ocasionar esta labor, me gusta esta calma, el chisporroteo del fuego, trabajar con las manos mientras deja que mi cabeza vague de puntillas por los pensamientos. En los últimos meses han ido llegando a la torre, de manera desperdigada, seis Buenas Cristianas más, alguna de ellas de edad ya avanzada. Estamos felices de acogerlas con nosotros, pero si ellas han podido tener noticia de la existencia de nuestro refugio, entonces el enemigo también acabará por enterarse. Tenemos que salir de aquí, aunque ahora que somos más resulta difícil. Ahora bien, no voy a dejar abandonadas a su suerte a estas pobres mujeres. Ya lo he hecho demasiadas veces; ya me he marchado de muchas ciudades, en el transcurso de esta guerra, sin implicarme de verdad en el conflicto. Ahora han confiado a las Buenas Cristianas a mi cuidado, y las sacaré de aquí o moriré con ellas. Según nuestras informaciones, los caminos siguen estando en manos de los cruzados. Sin embargo, es necesario que nos vayamos. Pasaremos aquí el invierno, pero partiremos hacia Cremona en cuanto despunte la primavera.
– No sé si llegaremos… Las cosas están cada vez peor -dice Wilmelinda.
Tiene razón. La maquinaria de la represión va arrasando la Tierra. Después de doblegarnos en la guerra con la fuerza de la espada, llegó la Inquisición y su limpieza social; y ahora el siniestro mundo de los vencedores está siendo consolidado con leyes feroces. Y así, se han disuelto por decreto todas las asociaciones, ligas y coaliciones existentes, y se ha prohibido la creación de nuevas. Han empezado a perseguir a los judíos, y de ahora en adelante se les obligará a llevar un círculo amarillo cosido a sus ropas. Se están taponando todos los subterráneos, para acabar con los lugares clandestinos de reunión y también para extinguir los viejos cultos a la Tierra. Después de todo, la Vieja de la Fuente tenía razón. Pero lo más increíble y desfachatado es que las sediciones de los vasallos contra los señores serán consideradas, a partir de ahora, un sacrilegio… Al Poder Eclesiástico y el Poder Terrenal les ha ido tan bien luchando juntos en la cruzada contra la nobleza provenzal, que han decidido aliarse sin tapujos… De ahora en adelante, serán reos de excomunión no sólo aquellos que cometan delitos religiosos, sino también aquellos que atenten contra las tierras y las propiedades del Rey y de la Iglesia.
Y no sólo eso: han quedado fuera de la Ley, por supuesto, las traducciones que los albígenses hicieron de los Libros Sagrados a las lenguas populares, y por añadidura han prohibido la circulación de los Evangelios enteros, incluso en latín: su contenido es juzgado tan peligroso que sólo los clérigos pueden abordarlo. Es el silencio, el gran silencio de la palabra humillada y encadenada, es el clamoroso silencio que siempre se produce cuando la única voz autorizada es ¡a de quien detenta todo el poder. Están construyendo un mundo sofocante. A decir verdad, no me extraña que Nyneve ande alicaída. Aunque ayer se encerró en la alcoba que usa como laboratorio y se dedicó a sus raíces, sus hervores y sus experimentos, cosa que llevaba mucho tiempo sin hacer. Que yo sepa, ahí sigue metida: no sé si es que anoche no se acostó, o si se ha levantado con el alba, pero esta repentina actividad debe de ser un buen síntoma.
– Ah… Hola, Leola, ¿estás aquí?
– ¡Nyneve! Justamente estaba pensando en ti ahora…
Mi amiga ha aparecido en el umbral de la cocina. Está muy pálida y unas profundas sombras azuladas rubrican sus ojos. Parece cansada, pero su expresión es, por otra parte, extrañamente serena.
– Yo también. Te estaba buscando. ¿Podrías venir conmigo un momento? Quisiera hablarte de algo.
Dejo el pequeño cazo donde derrito el sebo sobre el poyo de piedra del hogar, me limpio las grasientas manos con un paño y salgo detrás de Nyneve. Fuera de la cocina y de su alegre fuego, la torre está helada. Un viento afilado se cuela por el hueco circular de la escalera. Siento un escalofrío mientras sigo a Nyneve, que camina a buen paso delante de mí. Subimos unos cuantos escalones desgastados y llegamos a su laboratorio. Dentro, el aire es algo más tibio y huele a moho, y a algo picante pero no del todo desagradable que no acierto a identificar. Nyneve cierra la puerta detrás de nosotras.
– Tengo una cosa que decirte…
No sé por qué, su tranquilidad me inquieta.
– ¿Qué sucede?
– No ha sucedido nada… todavía. ¿Te he hablado alguna vez del Elixir Ambarino? Probablemente no… Es uno de los saberes más ocultos. He pasado toda la tarde de ayer, y toda la noche, y toda la mañana, confeccionando el elixir según una fórmula antiquísima que no puede escribirse y que debe guardarse sólo en la memoria. Y he conseguido llenar todo este pomo.
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