– No hemos encontrado nada, mi Señor… Han debido de descender por el risco desde Montségur.
– Tendrían que ser cabras para haber hecho eso.
– El Gran Macho Cabrío Satanás puede haber socorrido a sus servidores.
– Bien dices, Bertrand… Con los herejes nunca se sabe. Que Dios nos proteja de sus malas artes. Aun así, dejad vigilancia.
– Sí, mi Señor.
No nos han descubierto. Bendito sea Dios. Mis músculos están rígidos y helados y el cuerpo me duele como si me hubieran manteado. Me dejo caer al suelo con sumo cuidado para no hacer ruido; los demás siguen mi ejemplo y también se sientan. Vamos a dejar pasar un poco de tiempo, vamos a serenarnos y a permitir que el enemigo se tranquilice y se descuide, vamos a pensar qué podemos hacer. Hago señas a los demás: esperemos un poco. Ahora que me doy cuenta, advierto que veo mejor el rostro de los otros…, sus manos…, sus cuerpos…, los perfiles de la cueva. ¡Está amaneciendo! Una luz triste y lechosa penetra por el agujero y resbala por encima de las cosas. Sí, está amaneciendo… Probablemente tendremos que esperar aquí hasta que caiga de nuevo la noche. ¿Qué habrá sido de León y de los demás? Gritaría de preocupación y pena, pero debo controlarme y dar ejemplo. Aprieto las mandíbulas y mis muelas chirrían de tal modo que temo que los centinelas puedan oírme.
La luz se ha fortalecido lo suficiente como para permitirme ver el techo de la cueva, tiznado por una gruesa capa de hollín. La gruta ha debido de estar habitada en algún momento. Muchas hogueras han tenido que arder aquí dentro para manchar la piedra de ese modo. Vuelvo a sentir que me falta la respiración, que el corazón se me sale del cuerpo. Este techo me pesa, este techo me aplasta. Esta cueva es un sepulcro, es una tumba. La montaña nos ha devorado y ahora estamos todos atrapados dentro de sus entrañas minerales.
Un tenue gañido me sobresalta. Nos contemplamos los unos a los otros, intentando dilucidar quién ha sido. Vuelve a repetirse la queja ligerísima. Miro hacia la boca de la gruta, que es el lugar de donde proviene el ruido. A un lado, en la rampa de arena, hay un bulto oscuro, ahora claramente visible en la sucia penumbra. Asciendo con sigilo por el terraplén hasta llegar a él: por todos los santos, es el basilisco. O debe de serlo. Al menos es su jaula, cubierta por el paño habitual. León debió de arrojarla dentro de la cueva cuando me empujó para salvarme. Cubierto por su trapo, el basilisco gorjea suavemente. Me enternezco: sé bien lo que León aprecia a este pequeño monstruo. Rasco por encima de la jaula con mi dedo y el bicho enmudece.
Un estruendoso trompeteo rasga el aire y reverbera entre las montañas. Siento un escalofrío: es la señal de la rendición. El comienzo del fin. Las tropas cruzadas se disponen a entrar en Montségur. Estoy junto a la boca de la cueva y me arrastro un poco más por el talud hasta asomarme: en la plataforma sólo hay dos soldados. Les veo mirar hacia la explanada con curiosidad y desasosiego:
– Después de haber aguantado todo el invierno y el maldito asedio, no me gustaría perderme el espectáculo… -dice uno-. Subamos hasta aquel alto, aquí no hacemos nada…
Y se marchan. ¡Se marchan! Es nuestro momento. Lo haremos ahora, a plena luz del día.
– ¡Vamonos! -bisbiseo.
Salgo la primera y ayudo luego a Guy. Tiene que extender los brazos por delante y pasar a continuación la cabeza y los hombros. Cae boca abajo, pero no se atasca. Todos los demás, o, mejor dicho, todas las demás, porque son cinco cataras, abandonan la gruta sin problemas.
– Tomemos el sendero que va ladera arriba -susurro-. A la luz del día, el otro es visible desde el campamento cruzado…
– Yo me he criado en Montségur y conozco las montañas…, puedo guiaros -dice tímidamente una de las muchachas.
– ¡De acuerdo! Ve delante.
Subimos por la trocha de la derecha, que es áspera y dura y se desmiga en cantos sueltos bajo nuestros pies, amenazando una caída vertiginosa al abismo. Desde luego, jamás hubiéramos podido hacerlo a oscuras. Subimos y subimos, sin aliento, con el corazón reventando en el pecho, desollándonos las rodillas, los tobillos y las manos, trepando a cuatro patas en las zonas peores, intentando ayudar al pobre y torpe Guy, que está a punto de despeñarse un par de veces. Me desato el cinto y sujeto con él la jaula del basilisco a mí espalda. Porque, por supuesto, lo he traído conmigo. Cómo no iba a hacerlo. León no me lo habría perdonado.
La ruta es tan pina que en poco tiempo estamos muy arriba. Hemos cruzado por la cuerda entre las dos montañas y luego subido al risco que hay detrás de Montségur. Al doblar un recodo, el sendero nos coloca sorpresivamente encima del castro. Nos detenemos a mirar mientras los pulmones nos estallan. Desde aquí se abarca todo; los legos ya se han entregado y han salido, porque a la izquierda de la explanada se ve un puñado de gente prisionera. ¿Les liberarán de verdad, como prometieron? Pienso con melancolía en el pobre Alado, nuestro viejo tordo. Ojalá lo traten bien y caiga en buenas manos. Un contingente de soldados está entrando en estos momentos en el castigado castro a paso de marcha.
– Ahí están… -musita Nyneve.
Sí, ahí están. Que la Santísima Virgen ayude a nuestros amigos. Los cátaros están esperándoles de pie en la plaza de Montségur. Quietos, desarmados y aparentemente tranquilos. Desde aquí arriba se les ve apiñados como corderos. Los conté, antes de salir del castro. Si no ha habido añadidos o deserciones, son doscientas veinticinco personas. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. Los cruzados desembocan ahora en la plaza y los ven. Se detienen, desconcertados quizá por la silenciosa y serena presencia de los albigenses.
– Hace mil seiscientos años, cuando los bárbaros galos avanzaron triunfantes sobre Roma, los aterrorizados romanos evacuaron de la ciudad a las mujeres, los viejos y los niños, y luego se fortificaron en el Capitolio -dice Nyneve-. Pero los ancianos del Senado se negaron a huir. Sacaron sus sillas de marfil a la plaza y se sentaron allí, en el duro silencio de la ciudad abandonada, con sus bastones de mando en la mano, a la espera de la llegada de los bárbaros.
– ¿Y qué pasó? -pregunto con la garganta apretada.
– Que los galos llegaron y los mataron a todos.
El efímero instante de duda ha terminado. Los cruzados se abalanzan sobre sus víctimas y las sacan del castro a empellones. Veo que los cátaros intentan ayudar a caminar a sus heridos y que se dirigen con docilidad hacia el exterior, desordenados en su manso avance por el nerviosismo de sus captores, que les empujan y arrean contradictoriamente. ¿Hacia dónde les llevan? Quiero irme, debo irme, no deseo seguir mirando. Pero las jóvenes Perfectas que nos acompañan han caído de rodillas y rezan sosegadamente el Padrenuestro. Detrás de Montségur, ahora me doy cuenta, hay una gran empalizada que antes no estaba. Han debido de levantarla esta madrugada. Hacia allí los dirigen. Alrededor de la empalizada y dentro del vallado, que Dios nos asista, grandes haces de leña. Ya están llegando allí los albigenses, pastoreados con rudeza por los soldados. Veo cómo los van metiendo a toda prisa en el cercado. Desde aquí no puedo distinguirlos, aunque esa personita que no puede caminar y que es medio arrastrada, medio llevada en brazos, debe de ser la pobre Esclarmonde, la hija enferma del señor de Pereille: reconozco su vestido amarillo. Escucha, se oyen cantos. El viento nos trae, entrecortadas, las voces musicales de las víctimas. Retazos de sus últimos rezos. Cuatro verdugos con teas en las manos están prendiendo la leña en los cuatro puntos cardinales de la empalizada. La hoguera arde con llamaradas feroces: deben de haber puesto mucha brea. El viento sigue transportando hasta nosotros fragmentos de los salmos, pero también las primeras bocanadas de picante humo. Muy pronto, el cercado entero se convierte en una pavorosa bola de fuego. ¡Y aún puedo oír las voces de los mártires! Una humareda espesa empieza a cubrir todo. Y el tufo nauseabundo, el olor indescriptible de la pira. El ejército cruzado se retira en desorden y desciende a toda prisa por la ladera, hasta situarse a una buena distancia de la hoguera: el calor y el humo deben de ser insoportables. Miro a las muchachas que nos acompañan: ya no rezan, al menos no en voz alta. De rodillas aún, observan las llamas en silencio. Pálidas pero dueñas de una calma terrible. Una bocanada de aire caliente y apestoso nos golpea la cara. Trae un olor dañino, un olor abominable y pegajoso que se te mete en las narices y en la boca, que te colma de náuseas la garganta. Pienso en la señora de Lumiére, en Esclarmonde, en Corba. Pienso en los jóvenes guerreros que combatieron con tanta bravura durante tantos meses, y que eligieron con impecable coraje esta muerte atroz. Les conozco bien a todos, fueron mis amigos. Son los últimos de una larga historia de lucha y resistencia, las víctimas finales de esta inacabable guerra de los cruzados. Aparte del pavoroso silbido de la inmensa hoguera, ya no se escucha nada. Extinguidos los cánticos, reina un silencio total, el pesado silencio de la represión. «Allí murió la hermosa juventud», decía Robert Wace en su Relato de Brut, llorando la carnicería de la batalla final del rey Arturo, que acabó con las vidas del Rey y de los Caballeros de la Mesa Re donda. Los ojos se me llenan de lágrimas.
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