Rosa Montero - Historia Del Rey Transparente

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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma trágico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola mención del nombre de ese rey misterioso. El acertijo sólo lo conocerá el lector en las últimas páginas: se trata, en realidad, de una fábula moral que resume la filosofía de toda la novela.
Leola se verá armada caballero a los diecisiete años por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con éxito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, filósofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teología. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases más bajas de la sociedad.
Los años pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gastón, un filósofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herejía albigense. La guerra no se hace esperar, y Léola y Nyneve se pondrán al lado de los cátaros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.

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Hay algo en el tono con el que Nyneve ha pronunciado las últimas palabras que me hace volver la cara a contemplarla: una vibración desesperada, un desaliento inhabitual en mi amiga, siempre tan combativa, siempre tan resistente y tan vital. Está sentada a mi lado, en el suelo, con la espalda apoyada contra el parapeto. La roja cabellera sucia y revuelta, entreverada de polvorientas canas. El cuerpo ensanchado y como rendido a su propio peso, con los hombros caídos hacia delante. Pálida y macilenta, bajo sus ojos han aparecido unas bolsas violáceas. Lleva puestos sus vidrios de ver y en sus manos, vendadas con trapos viejos para combatir el frío, tiene un libro sacado de la biblioteca de Pereille. Desde que empezó el asedio, Nyneve se ha sumergido en la lectura de un buen puñado de obras latinas antiguas que ha encontrado en casa del señor de Montségur. Va a todas partes con los pesados volúmenes, incluso se los trae a la muralla cuando le toca guardia. Dice que hay que aprender de los autores clásicos, que hay que leer y releer la historia, para saber que los humanos han atravesado por muchos otros momentos angustiosos, pero que la vida continúa, que las ideas retornan, que siempre hay esperanza. ¿Cree de verdad Nyneve en todo esto? Porque yo ahora la encuentro demasiado triste. La encuentro derrotada.

– ¿No vas a ir a ver cómo está ese niño al que acaban de sacar de entre los escombros? -le digo para aguijonearla, porque su pasividad me inquieta.

– ¿No has advertido lo descoyuntado de su cuerpo? Tiene roto el espinazo. Sé que está muerto -contesta lúgubremente.

Al menos las catapultas parecen haberse detenido por el momento. El aire está lleno del polvo de los derrumbes. Se oyen llantos y gritos. Hay muchos heridos, muchos enfermos, demasiados muertos. Nos encontramos debilitados y agotados, embrutecidos por tantos meses de ansiedad y privaciones. Nyneve, ayudada eficazmente por la señora de Lumiére, por Alina y Violante y algunas otras jóvenes cataras, se dedica a cuidar y curar los cuerpos lesionados. Pero las almas aterrorizadas y ateridas ¿quién puede curarlas? No podremos aguantar mucho más tiempo. Los meses pasan, la primavera se acerca, llevarnos casi un año de asedio y el conde de Tolosa no ha venido ni vendrá en nuestro auxilio. Estamos solos. Y estamos acabados.

– No te dejaré. No me marcharé sin ti -llora Violante, ocultando su rostro entre las negras faldas de su madre.

– Mi pequeña… -musita la señora de Lumiére, mientras se inclina para abrazar a la enana-. Por favor, no me lo hagas más difícil… Sé que podría irme con vosotros, pero… soy vieja, os entorpecería, y, además, no quiero huir, no quiero ocultar mis creencias, porque para mí sería lo mismo que renegar de ellas. Prefiero morir por mi fe y dar testimonio en el martirio. Sé que dentro de muchos siglos se hablará de nosotros. Se hablará de la caída de Montségur. Y de los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres que supieron vivir y morir cristianamente. No me asusta la pira, querida mía. Es la puerta que me conducirá al seno de Dios. A su Eterno Amor y su Belleza Eterna. Sólo será un tránsito muy breve y luego podré alcanzar un gozo infinito. Pero tú debes marcharte, porque no estás preparada para la hoguera. Y eso sí que me resultaría insoportable. Me rompería el corazón verte sufrir.

Diminuta como es, apretada entre los brazos de la señora de Lumiére y hundida en las crujientes sedas del oscuro traje materno, Violante parece una niña pequeña. Pero en realidad es una mujer adulta y capaz. La enana se seca las lágrimas con sus puñitos deformes y su delicado rostro adquiere una expresión de sombría determinación.

– Está bien, madre. Haré como dices.

Todos nos enjugamos los ojos al unísono porque todos lloramos abiertamente. Incluso León, siempre tan rudo y tan contenido en apariencia, tiene las carnosas mejillas humedecidas.

Aunque sólo somos unas cuantas docenas de guerreros, hemos logrado defender la plaza durante diez meses contra todo un ejército. Pero ahora, derrotados y deshechos, verdaderamente al final de nuestras fuerzas, hemos decidido rendirnos. El joven Pierre Roger ha ido a negociar las condiciones con el senescal de Carcasona. Los cruzados dejarán con vida a todos los que abjuren del catarismo. Aquellos que persistan en su herejía serán conducidos de inmediato a la hoguera y quemados vivos. El castro de Montségur será completamente derruido hasta que no quede piedra sobre piedra. Todas las posesiones del señor de Pereille y de los demás caballeros implicados pasarán a ser propiedad del Rey de Francia.

Son unas estipulaciones muy duras, pero al menos Roger ha conseguido, no me imagino cómo, un pequeño aplazamiento de la condena: quince días de tregua antes de que se ejecute la rendición, con todo su acompañamiento de horror y de violencia. También ha logrado provisiones para estas dos semanas, de modo que durante medio mes hemos vivido en el mas hermoso y conmovedor de los paraísos terrenales, en esa dolorosa plenitud de los últimos días antes de la llegada del fin de las cosas. Durante este tiempo, los padres han mimado a sus hijos y los hijos han honrado a sus padres; los amigos se han acompañado y consolado; los amantes se han amado tiernamente.

Los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres han destacado por su alegría y su serenidad. No les asusta terminar en el atroz abrazo de las llamas. Hace dos días, es decir, tres jornadas antes de acabarse la tregua, una veintena de personas pidieron recibir el consolament, el único sacramento albigense, de manos de los obispos cátaros de Tolosa y de Razés. Se convirtieron de este modo en religiosos de la secta y se condenaron al martirio, del que podrían haberse salvado. La mayoría de los nuevos Buenos Cristianos son guerreros; algunos están acompañados de sus mujeres. Corba, la anciana dama de Montségur, esposa del señor de Pereille, recibió también el consolament, así como su hija Esclarmonde, joven y muy enferma por la dureza y las fatigas del asedio.

Asistí junto con los demás a la administración del sacramento. Es una ceremonia sencilla, una simple imposición de manos; pero, dadas las circunstancias, fue un gesto de enorme trascendencia. Ahí estaban esos caballeros, esos escuderos, esas damas, entregándose a la muerte y al suplicio sólo sostenidos por la coherencia de su voluntad y su fe. Hacía una fría y transparente mañana de marzo y a nuestro alrededor el castro ofrecía el desolado paisaje de sus ruinas. En el aire flotaba una vaga promesa de primavera, pero los guijarros del suelo estaban escarchados y las sombras eran densas y azules. Todos los habitantes de Montségur, todos los que no estaban demasiado heridos o demasiado enfermos, nos habíamos congregado en la estrecha plaza, bien para recibir el consolament, bien para asistir a la imposición. En el conmovedor silencio de la ceremonia recordé el refinado mundo de la reina Leonor y cómo me emocionaban aquellos maravillosos paladines del Gran Torneo de Poitiers, aquellos guerreros cortesanos en quienes yo veía la máxima representación de la nobleza. Pero la verdadera nobleza, ahora lo sé, es esto. Es caminar toda tu vida con pasos atinados, con pasos que te salen del corazón; es que tus actos estén de acuerdo con tus ideas, aunque el precio sea alto. Y no imponer esas ideas a nadie, y ser modesto y compasivo en tu grandeza. Mi viejo amigo San Caballero tenía razón: tus últimos días sobre la Tierra son el momento de la gran verdad. Un final decoroso confiere dignidad y sentido a una existencia entera.

Yo no tengo la fe de los Perfectos y, aunque sus pensamientos me parecen hermosos y sensatos, ni siquiera sé si creo verdaderamente en el Dios de los cátaros. Por eso no me siento impelida a inmolarme con ellos, un sacrificio que por otra parte nadie me pide. Sin embargo, sí me han pedido algo: que escolte y ponga a salvo a una decena de Buenos Cristianos a los que los albigenses quieren evitar la muerte.

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