Rosa Montero - Historia Del Rey Transparente

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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma trágico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola mención del nombre de ese rey misterioso. El acertijo sólo lo conocerá el lector en las últimas páginas: se trata, en realidad, de una fábula moral que resume la filosofía de toda la novela.
Leola se verá armada caballero a los diecisiete años por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con éxito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, filósofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teología. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases más bajas de la sociedad.
Los años pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gastón, un filósofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herejía albigense. La guerra no se hace esperar, y Léola y Nyneve se pondrán al lado de los cátaros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.

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– Era parecido a ti…, debéis de tener la misma edad… Por lo menos tu madre no tendrá que llorarte.

– Mi madre murió -contesto con voz ronca.

– A mí me queda el honor… pero eso es bien poco para pagar a un hijo.

Da media vuelta brusca y se aleja hacia el carro, seguida por su lacrimosa criada. Las veo partir en dirección a Abuny, con las ruedas chirriantes dando tumbos por íos hoyos lodosos. Sigo mirándolas hasta que desaparecen a lo lejos, y luego retomo mi camino con el ánimo aterido. Me quito el guantelete y acaricio con los dedos mojados mi pecho de hierro. Raymond, te llamabas Raymond. Siento que la cota de malla es una piel.

Las espesas nubes han adelantado el crepúsculo. Hay muy poca luz. Doy paso tras paso con esfuerzo inaudito, porque las piernas apenas me responden. Un rayo parte el cielo y el mundo se ilumina con resplandores lívidos. A cierta distancia me parece ver un grupo de árboles. El trueno retumba en mis oídos y acalla por unos instantes el tintineo metálico de mis movimientos. Un viejo soldado con peto de cuero que camina junto a mí me guiña un ojo:

– Noche de ánimas, mi Señor. Vayamos a íos árboles a buscar cobijo. Podemos pernoctar allí. Llevo galletas y algo de tocino.

Me siento tan cansada y tan agradecida por su amabilidad, tan deseosa de compañía ante la noche negra, que no me detengo a pensar y!e sigo. Salimos del camino y subimos por la suave cuesta de un campo enfangado. Otro soldado se nos ha unido. Joven y algo cojo, con la frente estrecha y las cejas unidas en un solo trazo de pelambre. Me sonríe, obsequioso. No me gusta que venga, pero no sé qué hacer. Ni qué decir. Callo y continúo avanzando por la ladera. Un poco más adelante veo la silueta oscura de otro hombre parado. Se diría que nos está esperando. Me pongo nerviosa: olfateo el peligro. Intento retrasar mis pasos y distanciarme, pero el soldado joven está justamente detrás de mí. Un nuevo relámpago enciende la penumbra y a su luz reconozco al tercer tipo: es el clérigo de la cicatriz y lleva en la mano su cuchillo.

– Vaya, vaya, nuestro caballerito… Tan joven y ya ha ganado sus espuelas. ¿O se las has robado a alguien?

El clérigo sonríe mientras habla. Los soldados se han desplegado en torno a mí. Soy el centro de un triángulo compuesto por los tres hombres y todos ellos han sacado sus armas. Yo extraigo mi espada de la vaina, aunque pesa tanto que ni siquiera soy capaz de mantenerla erguida. La punta de la espada se inclina hacia el suelo y tiembla en el aire. Agarro la empuñadura con las dos manos: como no sé manejarla, por lo menos la utilizaré como una pica.

– Ya lo creo que las has robado… ¡Pero mirad cómo coge la espada! No es más que un gañán, un maldito plebeyo…

Un nuevo rayo, un trueno. Doy vueltas sobre mí misma con la espada entre las manos, para no perder detalle de los hombres que me rodean. Pero sé que estoy muerta. La certidumbre del fin chupa mis energías y me llena de un miedo frío que agarrota mi cuerpo. Desfallezco y siento la tentación de abandonarme, de ofrecer el cuello a los asesinos y que todo acabe cuanto antes. Sin embargo, algo me hace apretar de nuevo la empuñadura y seguir vigilante. Me espolea el loco sueño de poder volver a ver el sol de mañana.

– Venga, hermanitos… Mirad qué hermoso mandoble, qué buena loriga. Y el hacha de guerra. Es un buen botín…

Diciendo esto, el clérigo hace ademán de adelantarse. Yo amago con la espada. El tipo ríe:

– Tú no eres enemigo para nosotros…

– Él puede que no, pero yo sí.

La voz ha resonado baja y grave, extrañamente calma y peligrosa. Un guerrero enteramente armado y subido a un bridón está junto a nosotros. La luz fantasmagórica de los relámpagos agranda su figura y hace fulgurar su espada desnuda.

– ¿Quién eres? ¿Qué quieres? -balbucea el clérigo, asustado.

– Quiero que os vayáis -responde el caballero.

Y espolea su caballo y se lanza sobre ellos. Pega al viejo soldado un espadazo plano en lo alto de la cabeza y el hombre se derrumba, echando sangre por la nariz. El joven cejijunto intenta atacar al caballero por detrás, pero éste se revuelve y le da un mandoble de revés que le taja profundamente el antebrazo. El clérigo ha echado a correr; su figura rechoncha se pierde en la distancia. El soldado joven también huye, sujetándose el brazo hendido hasta el hueso. El otro sigue sobre el suelo, quieto y desvanecido o tal vez muerto. El hombre de hierro permanece impávido vigilando la retirada de los ladrones. Luego se vuelve hacia mí y me dice:

– Sube.

Envaino mí bella e inútil espada, me agarro de su mano y, embarazada por la pesada armadura, monto con gran dificultad a la grupa de su caballo. Echamos a caminar sin decir palabra y subimos hasta casi lo alto de la loma, a una zona de berrocales que queda muy próxima al grupo de árboles, apenas a medio tiro de arco. Allí el caballero tiene dispuesto un tenderete al abrigo de una peña, con unos cuantos palos y una lona encerada. Un modesto fuego humea a punto de apagarse.

– Maldita sea…, con lo que me ha costado prenderlo. Cuida tú de Sombra.

Desmontamos y el tipo corre hacia la hoguera. Yo descincho al destrier, le quito la pesada silla con sus largos estribos triangulares, las riendas, el bocado. Miro interrogante al caballero.

– Ahí está el cabezal.

Sujeto al bridón con los correajes, me lo llevo a una cercana zona de hierba y lo dejo atado a una piedra con cuerda suficiente para que pueda moverse y alcanzar una pequeña poza que el agua de la lluvia ha formado en las rocas. En su día debió de ser un buen animal, pero ahora veo que es muy viejo. Tiene las barbas canosas y punzantes, los ojos fatigados.

Regreso al tenderete. El fuego ha renacido y el caballero está sacando víveres de una alforja. Se ha quitado el cinto con las armas, el yelmo y las manoplas. Me detengo en el borde de la lona.

– Pasa, pasa. Por lo menos aquí se está seco.

El suelo es de roca y la pendiente hace que el agua se escurra. Es un buen refugio. Paso dentro y me siento, porque no hay altura para estar de pie. En el bosquecillo cercano se ve un par de hogueras. Unas cuantas personas han acampado allí, protegidas por burdas techumbres de ramas mal cortadas. Les miro con aprensión.

– No te preocupes -dice el hombre-. No son peligrosos. Sólo son comerciantes de Mende. Y es bueno y más seguro dormir en compañía. Aunque son unos estúpidos, porque todo el mundo sabe que los rayos se sienten atraídos por los árboles. Han elegido un mal cobijo.

El espacio cubierto por la tela encerada es angosto y estamos muy cerca el uno del otro. El guerrero se arranca la malla que le recubre la cabeza. Por debajo de ¡a cofia salen disparados unos cuantos pelos blancos. Él también es muy viejo. La nariz aguileña, el rostro delgado y surcado por profundas arrugas que parecen tajos. En la frente, una cicatriz y el hueso hundido, huellas de un antiguo golpe tan formidable que hubiera podido acabar con cualquier hombre.

– Gracias, mi Señor. Me ha salvado la vida -le digo, intentando poner la voz grave y que no se noten mi miedo y mi desamparo de doncella.

– ¿Por qué no te quitas el yelmo?

– Estoy bien así.

El guerrero me observa atentamente con sus ojos acuosos.

– ¿Cómo te llamas?

– Raymond.

– No es cierto. ¿Cómo te llamas?

– Leo… lo. Leolo.

– ¿Por qué robaste la armadura, Leolo?

Decido confesar la verdad. O casi.

– Para protegerme.

– ¿Mataste a alguien para conseguirla?

– No.

– ¿Y por qué querías protegerte?

Me callo. Siento unos terribles deseos de llorar.

– Quítate el casco.

Me lo quito. El viejo caballero se inclina hacia mí y me arranca el almófar. Luego coge un pico de mi empapaba sobreveste y me limpia la cara. Me contempla con gesto de duda. Alarga su mano manchada por la edad, la mete por debajo de la tela heráldica y me palpa los pechos a través de la malla de hierro.

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