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Rosa Montero: Historia Del Rey Transparente

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Rosa Montero Historia Del Rey Transparente

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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma trágico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola mención del nombre de ese rey misterioso. El acertijo sólo lo conocerá el lector en las últimas páginas: se trata, en realidad, de una fábula moral que resume la filosofía de toda la novela. Leola se verá armada caballero a los diecisiete años por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con éxito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, filósofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teología. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases más bajas de la sociedad. Los años pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gastón, un filósofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herejía albigense. La guerra no se hace esperar, y Léola y Nyneve se pondrán al lado de los cátaros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.

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– Las mujeres visten ropas majestuosas y mantos de seda bordados en oro, y la tierra florece todo el año como si fuera mayo. En la isla de Avalon no hay muerte, enfermedad ni vejez; los frutos siempre están maduros, los osos son dulces como palomas y no es necesario matar a los animales para comer.

Mi urraca sería muy feliz en semejante reino.

– ¿Y dónde está esa isla?

– Muy lejos, donde los bretones, en el mar frío del Norte. Pero ya te digo que en Avalon siempre es primavera.

Sus manos están sobre mis pechos, sus dedos ásperos me raspan íos pezones. Y a mí me gusta. Hago un esfuerzo y vuelvo a rechazarle.

– Déjalo, Jacques. De verdad que es muy tarde.

Me levanto, pero él sigue sentado en el talud. Contempla algo a lo lejos y está frunciendo el ceño.

– No es sólo niebla, Leola. Es humo. Mira.

Tiene razón: el horizonte está tiznado por doquier con negros penachos de humo. El mundo se quema. Inmediatamente pienso en los guerreros y en su implacable furia.

– ¡Dios misericordioso! ¿Qué está pasando?

Jacques me agarra de la mano y echamos a correr hacia mi casa. Primero empezamos a oler a quemado, luego el viento nos trae jirones de humo, después vemos los primeros campos incendiados, los árboles frutales ardiendo como pavesas. Un redoble de cascos nos alerta y saltamos del camino justo a tiempo para evitar ser arrollados: dos hombres de hierro pasan al galope a nuestro lado con teas encendidas en las manos.

– Son de los nuestros. Llevan los colores de Abuny.

Seguimos adelante con los ojos escocidos por el humo. Jacques va tirando de mí: las piernas me pesan como si fueran de piedra y el costado me duele al respirar. Nunca he corrido tanto en toda mi vida, y aun así llego tarde. Ya estoy viendo mi casa: el corral está en llamas. Pienso en mi gorrino, en mi pequeña cabra. Delante de la puerta, un grupo de soldados y un caballero. Los soldados están forcejeando con Antoine, que intenta liberarse. Junto a él, padre, sujeto por dos hombres.

– ¡El amo no puede hacernos esto! -gime padre.

– Es la guerra -contesta el caballero-. Se prepara una gran batalla, nos replegamos hacia el castillo del conde de Gevaudan y necesitamos a todos los hombres. Sabes que te debes a tu Señor.

– ¿Y los campos, las vides, nuestros animales? ¡Nos moriremos de hambre!

– No podemos dejarle nada al enemigo.

En este preciso momento, los soldados nos descubren. Uno señala a Jacques:

– ¡Hay otro ahí!

Jacques me suelta y echa a correr. Pero está cansado, y ni siquiera los píes más fuertes y ligeros pueden nada contra los cascos de un caballo. El guerrero galopa detrás de él y le golpea en la cabeza con el pomo de la espada.

Jacques se derrumba. Corro hacia él y llego un instante antes que los soldados.

– ¡Vete, Leola, vete! No puedes hacer nada, ¡escóndete! -murmura, medio atontado, mientras intenta incorporarse.

Le cojo la cabeza, le beso las mejillas, le aprieto contra mi pecho como si fuera un niño. Estoy llorando. A mi lado, el hombre de hierro parece muy alto y muy oscuro encima de su enorme caballo de combate. Le miro desde abajo: tiene un rostro fino y los ojos del color de las uvas. Tiene un rostro pétreo y sin emociones. Clava en los míos sus hermosos ojos sin corazón y dice con voz quieta:

– Es la guerra.

Los soldados arrancan a Jacques de entre mis brazos y lo levantan. Entonces vuelvo en mí: pego un tirón, me suelto de la mano del hombre que me sujeta y echo a correr. Sé que no vienen buscándome a mí, pero las mujeres siempre estamos en peligro en los tiempos difíciles, y aún mucho más las mujeres solas. Así es que corro y corro sin mirar hacia atrás, a mi casa, cuyo techo ya ha empezado a prenderse, a mi padre, a mi hermano. Corro y corro entre las briznas encendidas que se mecen en el aire, entre las hilachas de humo y el restallar de los árboles que arden, mientras los soldados del señor de Abuny se llevan a mi Jacques.

Llevo mucho tiempo escondida tras unos matorrales, manchada con el pringoso azúcar de las jaras, mientras el mundo ruge y arde a mi alrededor. A lo lejos, el aliento de las llamas pinta en la noche un resplandor de infierno. Estoy en una zona agreste de monte bajo. El bosque me hubiera proporcionado un refugio mejor, pero no me he atrevido a entrar en su oscuridad aborrecible, en la amenaza de sus viejos misterios: los bosques antiguos son la morada de los antiguos dioses, de seres demoníacos y genios malignos, de las bestias incomprensibles que habitaron la Tierra antes que nosotros. Ha salido la luna, redonda y casi llena, tan fría contra el calor del fuego. Bajo su luz helada he visto pasar soldados y caballeros que parecían fantasmas, con las armas brillando con un fulgor de plata. Pero ahora ya hace rato que todo está callado y que sólo escucho mi corazón. No sé qué temo más, si la presencia de los hombres de hierro o esta ausencia de ahora, esta soledad mía tan completa y desnuda en mitad de la noche. La luna pone un halo lívido a las cosas y los espíritus de los muertos danzan en las sombras con bárbara alegría.

El silencio está poblado de rumores, de chasquidos de ramas, del siseo escurridizo de pequeños bichos que se arrastran. Súbitamente, los matorrales se agitan a mi izquierda. Es un ruido violento, un fragor de chubasco, la intuición de algo grande que se acerca. Me quedo sin respiración, segura de no poder soportar lo que imagino: que las ramas se abren y aparece la calavera luminosa y horrenda de un espectro. Y, en efecto, Dios mío, la hojarasca se vence y asoma junto a mí una cabeza demoníaca, negra como la pez, con los ojos amarillos del Maligno. El aire se me escapa de los pulmones con un grito. Creo morir, o quizá quiero morir, con tal de no ver. Pero el tiempo transcurre sin que suceda nada y al fin veo. La luz iridiscente de la luna me permite reconocer los contornos hirsutos, los lustrosos colmillos, el hocico prominente e inquisidor. Es un jabalí. ¿O quizá es Satán disfrazado de puerco? No, es un verdadero jabalí. Huelo el tufo de su aliento y percibo su miedo. La bestia me teme, igual que yo a ella. Durante unos instantes permanecemos quietos, contemplándonos. Sus ojillos brillantes me atraviesan con una mirada feroz pero más compasiva que la mirada verde del caballero. Podría desgarrarte con mis colmillos, pero no quiero, me parece entenderle; los dos estamos solos, pequeño escuerzo humano, los dos somos criaturas perseguidas" en la noche. De pronto, ya no está. Su cabezota ha desaparecido y sólo queda el rumor de las ramas al enderezarse. Me llevo la mano al pecho, intentando calmar mi corazón. Mi cuerpo está agitado, pero mi mente, cosa extraña, está más serena de lo que estaba antes de la aparición del animal. Ahora creo saber lo que voy a hacer. He tomado una decisión. El miedo puede ser un antídoto del miedo.

Entonces me levanto. Camino ligera y sigilosa por los montes plateados. Atravieso las eras roturadas del amo y llego a nuestra pequeña tierra. Y entro en el vecino y abandonado campo de batalla. El olor estancado de la carnicería me inunda las narices y la garganta, y espesa mi saliva con un sabor a náusea. A la luz de la luna, los cuerpos rígidos de hombres y jumentos parecen rocas retorcidas de un paisaje fantástico. Camino entre los cadáveres intentando no pisar con mis pies desnudos las piltrafas de carne, los cuajos de sangre. Intentando no pensar en lo que estoy haciendo. El caos y la urgencia del final del combate han impedido que los vencedores recojan el botín; sin duda regresarán mañana a la luz del día para desnudar a los vencidos, pero por ahora los muertos siguen conservando todas sus armaduras y sus armas. Procuro no mirarles a ía cara, pero a veces les veo y parecen gritarme. De sus bocas abiertas y crispadas pueden salir en cualquier momento sus ánimas malditas, dispuestas a perseguirme y atormentarme. Me detengo y vomito. El aire también parece coagulado, este aire apestoso y mortífero que envenena mis pulmones. Rebusco durante un rato intentando respirar lo menos posible, y al cabo encuentro un cuerpo que parece ser de mi tamaño y cuya armadura se halla en buen estado. Tiene el yelmo hendido por un tajo que le parte la cara hasta la mejilla; el corte es de una negrura tenebrosa bajo la luz lunar, un fulgor de seca oscuridad que ocupa todo el lado izquierdo de su rostro, el lugar donde antaño existió un ojo. El otro lado es suave y delicado bajo los tiznones de la sangre: es un guerrero muy joven. Con pulso tembloroso le desato el cinturón de caballero, del que todavía penden la daga y el hacha de guerra, e intento abrirle los dedos engarriados para liberar la espada de su mano. Tardo muchísimo. Aún me demoro más para sacarle la desgarrada sobreveste, bordada con pequeños tréboles azules sobre un fondo amarillo. No sabía que me iba a costar tanto trabajo desnudarle: el cuerpo está rígido, encogido sobre sí mismo, petrificado en la postura de un niño que duerme. Le arranco las manoplas, las espuelas, las botas de cuero y las brafoneras que cubren sus piernas. Tengo que estirar sus brazos con un sordo chasquido para poder extraer la larga cota de malla. Desato las lazadas de su almilla acolchada y se la quito. Por la camisa abierta se entrevé su pecho blanco y suave, carente de vello, cruzado por los oscuros verdugones de los golpes. No puedo aprovechar el casco ni el almófar de malla que protegen su cuello y su cabeza porque están partidos por el tajo y sus rebordes se han hundido en el cráneo. Busco a mi alrededor y encuentro otro cadáver al que le falta un brazo, pero que conserva el yelmo intacto: es un hombre barbudo de ojos desorbitados. Le pelo la cabeza como quien pela una naranja, mientras intento mirar para otro lado. Recojo mi botín venciendo las arcadas y salgo del campo de batalla a trompicones, corriendo y tropezando, tambaleándome bajo el peso de mi carga.

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