Vladimir Obruchev - Plutonia
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— ¡Lástima que no podamos tomar por lo menas una taza de té! — se lamentó Pápochkin-. El calor es inaguantable.
— El calor será inaguantable, pero no tenemos ni una olla. Como no pongamos a calentar la tetera sobre lava reciente… — dijo en broma Makshéiev-. No tardará nada en hervir el agua.
— Y agua, ¿tenemos todavía?
— Queda bastante — afirmó Gromeko echando una mirada al bidón.
— Entonces, ya que lo del té es imposible, vamos a mar un bocado. Tengo un hambre feroz.
Todos se sentaron en círculo, sacaron el pescado seco las galletas y comieron con buen apetito, echando algunos tragos de agua.
— Esta mañana hemos hecho una soberbia tontería que estamos pagando ahora — declaró Kashtánov.
— ¿Cuál?
— Al ver que se acercaba el torrente de fango, debíamos haber pasado inmediatamente a la orilla opuesta del arroyo en lugar de remontar la vertiente. Ahora estaríamos al borde del mar, lejos de la lava y del fango.
— Es verdad, desde la otra orilla el acceso al mar estaba libre.
— No enteramente, porque el doble torrente de fango que ha bajado por el valle ha debido inundarlo todo.
— ¡Y allí nos hubiera sorprendido!
— Pero habríamos podido subir a la meseta del desierto negro y llegar por ella hasta el mar.
— Efectivamente, hemos hecho una tontería. Pero, ¿quién podía prever todas estas consecuencias? En aquel momento parecía lo más razonable subir apresuradamente todo lo posible para escapar al torrente de fango.
— De todas formas, si entre nosotros hubiera habido personas más enteradas de la conducta de los volcanes en actividad, habrían acertado mejor con la dirección a seguir.
— Pues yo creo — intervino Pápochkin— que hicimos ya una gran tontería ayer quedándonos a dormir al pie del volcán a pesar de los indicios precursores de una erupción.
— ¡Pero si precisamente nos quedamos para ver esa erupción!
— ¡Bien que la hemos visto! Yo, por lo menos, estoy satisfecho para todo lo que me queda de vida y, de ahora en adelante, procuraré permanecer lo más lejos posible de estas turbulentas montañas. He sacrificado mi escopeta al Satán, y al Gruñón…
— Al Gruñón le hemos sacrificado Makshéiev y yo nuestras botas, cosa mucho peor. Usted va calzado y todavía se queja, cuando nosotros tenemos que andar sin botas hasta el mar por las piedras recalentadas del desierto negro.
— Tiene usted razón. Mi situación es mejor, y debo callar.
— Bueno, ¿qué hacemos ahora?
— ¿Ahora? Pues volvernos a acostar y dormirnos, si es que lo conseguimos, sobre estas piedras duras y angulosas.
— Vamos a probar. Pero tendremos que turnarnos montando la guardia para observar el volcán. Todavía se le puede ocurrir cualquier fechoría.
— ¿Cuánto tiempo vamos a dormir?
— Todo el que nos permita el Gruñón.
— Eso como máximo. Como mínimo, hasta que el fango del cauce se seque suficientemente para poderlo atravesar.
Así lo hicieron: tres de ellos se tendieron mal que bien sobre los bloques de lava mientras el cuarto velaba, observando la actitud del volcán y el proceso de endurecimiento del fango. Dicho proceso transcurría lentamente, a pesar del calor despedido por los torrentes de lava y por los rayos de Plutón. Sólo al cabo de unas seis horas adquirió el fango la consistencia suficiente para hacerlo transitable.
Los exploradores recogieron el equipaje y se dirigieron hacia el cauce, que cruzaron, sin incidente, por turno. Luego se introdujeron en una grieta, que escalaron de bloque en bloque, de saliente en saliente, ayudándose los unos a los otros. Media hora después habían llegado al desierto negro, donde se encontraban ya fuera de peligro y podían respirar tranquilos. Pápochkin se volvió de cara al volcán, quitóse el sombrero, se inclinó y dijo:
— Adiós para siempre, viejo Gruñón. Gracias por el agasajo que nos has hecho y lo atento que has estado con nosotros.
Todos sonrieron. Kashtánov gritó:
— ¡Si tuviera mis botas, no me marchaba de aquí!
— ¿Y qué iba a hacer?
— Seguir por el desierto negro más hacia el Sur para ver lo que hay detrás del volcán
— ¡Pues el mismo desierto! Se ve desde aquí.
— Aparte de las botas también nos faltan víveres — observó Makshéiev.
— Y apenas nos queda agua — añadió Gromeko sacudiendo el bidón.
— ¡Tienen ustedes razón! Hay que volver pronto al mar. Pero estas piedras negras del desierto están horriblemente recalentadas. Tengo la impresión de andar sobre un hornillo encendido. Además, los calcetines gruesos se me han destrózalo casi al pisar por la lava.
— Tendremos que desgarrar las camisas y hacernos peales con ellas — indicó Makshéiev-. Porque andar descalzos es completamente imposible.
Mientras hablaban, tanto él como Kashtánov, no hacían más que saltar tan pronto sobre un pie como sobre el otro para dejar que se enfriaran un poco. Así, pues, se quitaron las camisas, las enrollaron en torno a los pies sujetándolas con las correas de las escopetas y, después de lanzar una última mirada al volcán, envuelto en negras nubes, echaron a andar animosamente por el desierto hacia el Norte. La marcha no ofrecía dificultades: la superficie del desierto estaba absolutamente lisa. En algunos sitios presentaba una masa desnuda de antigua lava de un color verde negruzco pulida por los vientos y, en otros sitios, estaba recubierta de escorias. Lo mismo que en el desierto que rodeaba al volcán de Satán, no había allí ningún indicio de vegetación. La llanura negra se extendía hasta el horizonte. El cielo estaba despejado y, en el cenit, el Plutón rojizo inundaba aquella llanura con sus rayos, que se reflejaban en la superficie pulida, encendiendo millones de fulgores verdosos. Los viajeros tenían que cerrar o entornar los ojos para que no les deslumbrara aquella masa de luz y de destellos.
Echaron a andar hacia el Nordeste para llegar al curso inferior del arroyo, único sitio donde era posible encontrar un punto adecuado para descender de la meseta. Al cabo de tres horas, ya al borde de la altura, se pusieron a buscar una grieta. El valle, que la víspera todavía formaba un oasis de verdura, hallábase ahora completamente arrasado por el torrente de fango. Los árboles habían sido derribados, los arbustos descuajados y arrastrados por el torrente, las praderas recubiertas de fango. Sólo al pie de la muralla abrupta se habían salvado algunos manojos de vegetación. Viendo aquel lamentable cuadro de destrucción, los exploradores recordaron que habían hecho el propósito de cazar iguanodones a la vuelta en el curso inferior del valle.
— ¡Habrán huido hacia el mar!
— O se han ahogado en el fango.
Esta última suposición era la cierta. Un poco más lejos se fijaron los viajeros en que muchos pterodáctilos giraban sobre el valle lo mismo que giran los cuervos sobre una carroña. Al acercarse más vieron que en el fondo del valle tenía lugar un sangriento festín. Entre el fango sobresalían, como grandes montículos, los cadáveres de algunos iguanodones, en los que se habían posado decenas de reptiles voladores. Con sus picos dentados arrancaban trozos de carne y de entrañas, se peleaban echándose los unos a los otros, remontaban el vuelo y volvían a posarse. Los gritos y los silbidos no cesaban ni por un instante.
— ¡Ahí tienen ustedes a nuestra caza! — dijo Gromeko al ver aquel cuadro repugnante-. ¿Qué hacemos?
— Podemos matar a algún pterodáctilo — propuso Makshéiev.
— ¿Ahora que se han hartado de carroña? ¡Muchas gracias, hombre!
— Pero si ya hemos probado su carne.
— Cuándo no sabíamos que también se alimentaban de carroña. Y, además, porque no teníamos otra carne cuando las hormigas nos lo robaron todo.
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