Vladimir Obruchev - Plutonia
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Para huir de los bloques que rodaban por la vertiente, los viajeros corrieron hacia el cauce del arroyo, un poco más arriba del sitio donde habían acampado; el cauce ofrecía una superficie desigual, por la que corrían unos chorros de agua sucia. Los viajeros avanzaron resueltamente pero, a los dos pasos, se hundieron hasta las rodillas en el lodo. Todos lanzaron exclamaciones de contrariedad.
— ¡Demonios! ¡Sí que estamos bien! ¡No hay manera de sacar los pies de este cenagal! ¡Parece engrudo!
Gromeko, que cerraba la marcha, se hundió menos que los demás y logró sacar los pies de las botas, que dejó en el barro. Luego, una vez en la orilla, se subió a un bloque sólido y extrajo las botas no sin dificultad. Los otros seguían desvalidos, sin poder moverse para adelante ni para atrás, como moscas pegadas con liga.
Entretanto, el borde del torrente de lava avanzaba inexorablemente por la falda y se encontraba ya sólo a unos doscientos metros. La situación de los tres hombres se hacía trágica. No había por allí cerca ningún tronco, que Gromeko hubiera podido arrojar al lodo para ayudar a sus compañeros a levantar los pies.
Sin embargo, Gromeko no perdió la cabeza. Desde la orilla, lanzó rápidamente unos cuantos trozos planos de lava hacia Pápochkin, que era el menos pesado. Luego se despojó de la mochila, la escopeta y parte de la ropa y, subiéndose los pantalones hasta por encima de las rodillas, llegó al zoólogo y le ayudó a desprenderse de su carga. Después le agarró por debajo de los brazos y le sacó del barro poco a poco. Pápochkin no llevaba botas de caña entera, sino botas con cordones y, como no podían salírsele de los pies, no quedaron en el barro. Entre los dos hicieron una pasarela de bloques de lava hasta Makshéiev y le sacaron, pero sin botas. Kashtánov, el más corpulento y pesado de todos, hubo de ser sacado entre los tres, también descalzo.
Mientras tanto, el torrente de lava seguía acercándose, y los viajeros notaban ya su aliento abrasador. No quedaba, pues, tiempo para extraer las botas, hundidas a gran profundidad, y había que escapar cuanto antes de la lava.
Los desdichados exploradores recogieron su equipaje y descendieron corriendo el cauce del río, buscando un sitio más firme.
Pero en todas partes encontraban el mismo fango gris y pérfido, en el que no se atrevían a meterse.
En aquellas búsquedas infructuosas llegaron hasta el sitio donde habían acampado. En el cauce se había formado un verdadero pequeño lago. Tenía poca agua, pero su fondo estaba recubierto de una capa del mismo fango, cuyo espesor ignoraban.
Y, tras ellos, el raudal de lava seguía avanzando, lenta, pero inexorablemente.
El roce y el crujido de los bloques que se desplazaban rodando y los silbidos del vapor no cesaban ni por un instante. Olía a azufre y a cloro. El calor iba en aumento…
Cerca del lago, donde se juntaban los dos cauces del arroyo, los viajeros cruzaron el borde del antiguo torrente para dirigirse hacia el cauce de la izquierda. Pero también se había convertido en una franja de barro viscoso. Aun quedaba otro camino: remontar, como el día anterior, aquel cauce hasta el lago del Ermitaño paria evitar el segundo torrente de lava, exponiéndose a tropezar con el primera. Este cauce iba encajonado entre los muros verticales de la meseta y el flanco del volcán y quizá se pudiese encontrar en él un lugar bastante estrecho para hacer un paso con trozos de lava o incluso para cruzarle de un salto. Pronto dieron con lo que buscaban, pero en la otra margen del cauce se alzaban unas rocas a pico de varios metros de altura. Era imposible escalarlas y también era imposible contornearlas hacia arriba o hacia abajo por la base, porque la bordeaba el mismo fango.
Agotados por la carrera y la angustia, los exploradores se sentaron, con la cabeza gacha, sobre unos bloques de lava al borde del barro. No les quedaba más que esperar una muerte inevitable: ahogarse en el fango en el intento de atravesar el cauce o ser achicharrados en la orilla cuando el torrente de lava les alcanzase. Las dos perspectivas eran igualmente horrorosas y, en esta situación desesperada, la idea del suicidio acudía a la mente de cada uno de los hombres si no había otra salida.
Después de descansar un poco, Kashtánov se dió cuenta de que la lava avanzaba más lentamente y gritó, poniéndose en pie de un salto:
— ¡Vamos a remontar pronto por esta orilla del arroyo! Nos dará tiempo a pasar evitando el extremo del torrente de lava, porque se ha inmovilizado casi.
— Pero, cuando hayamos evitado éste, tropezaremos con el otro, que ha sumergido el lago del Ermitaño y ha vuelto, naturalmente, por el cauce abajo — declaró abatido Pápochkin.
— ¡Sin embargo, es la única posibilidad que tenemos de salvarnos! — insistía Kashtánov-. En primer lugar, más arriba quizá encontremos un vado para atravesar el fango en un sitio donde las rocas de la orilla opuesta sean accesibles. En segundo lugar, es muy posible que los dos torrentes de lava no se fundan, y entonces…
— ¡Entonces — exclamó Makshéiev concluyendo su pensamiento —, entre ellos debe quedar un espacio más o menos ancho libre de lava!
— Y en ese espacio podremos esperar a que la superficie del fango se consolide bastante para soportar nuestro peso.
— ¡Hurra! — gritaron Gromeko y Pápochkin.
Se levantaron y reanudaron con nueva energía su marcha hacia el Sur a lo largo del cauce, siguiendo el camino del día anterior, trepando por los restos de los viejos torrentes. A la izquierda, a cien o doscientos metros más arriba de ellos, se extendía la orla (orla = borde, orilla) de lava que exhalaba un hálito (hálito = 2 Vapor que una cosa arroja.) de fuego. Pero avanzaba lentamente y la distancia entre los exploradores y aquella mortal barrera negra aumentaba sin cesar. Pronto pudieron ver que la barrera contorneaba la falda del volcán: habían dejado atrás el torrente de lava.
— De un peligro hemos escapado ya — dijo Makshéiev con un suspiro de alivio.
El cauce se estrechaba en varios sitios suficientemente para poder saltar por encima del fango. Pero, en la orilla opuesta, el muro perpendicular cortaba el paso en todas partes. Había que proseguir la marcha. Pronto iniciaron los exploradores 1a ascensión del más alto torrente de antigua lava condensada en la falda occidental del volcán. Luego estaba la depresión del lago. Una vez arriba, vieron que sus probabilidades de salvación habían aumentado considerablemente.
Este viejo raudal había dividido la lava nueva en dos partes y se alzaba entre ellas como un lomo aplastado. Desde su cresta, donde los viajeros se sentaron tranquilamente, podían ver delante, a sus pies, la depresión del lago apacible como un espejo enmarcado de verde que había suscitado el entusiasmo de Pápochkin. Ahora no había lago ni palmeras ni hierba, sino que se extendía un campo de fango gris con algunos charcos de agua negra. Hacia él avanzaba desde el volcán el extremo del segundo raudal de lava, y el contacto de los bloques de lava incandescente con el fango húmedo producía un redoble ininterrumpido de pequeñas explosiones que emitían nubecillas de vapores blancos.
Aunque desde el sitio donde se habían instalado los viajeros estaban separados por quinientos o seiscientos pasos de los raudales de lava ardiente, la vecindad de las superficies recalentadas se hacía sentir mucho. La temperatura era infernal, más aun porque abrasaban implacablemente los rayos de Plutón, al que las nubes no velaban en absoluto.
Los hombres, inmovilizados e inactivos, estaban aplanados de calor y se despojaron de las prendas superfluas. Empezaban a notar el hambre y el cansancio. Aquella noche habían dormido poco y se habían pasado el resto del tiempo corriendo inquietos.
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