Vladimir Obruchev - Plutonia

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— ¡Qué monstruo, pero qué monstruo! — murmuraba Gromeko contemplando, igual que sus compañeras, aquel animal extraordinario que avanzaba lentamente como una colina a lo largo de la orilla del lago, devorando la hierba y los arbustos.

— ¿Qué será? — preguntó Pápochkin.

— Debe ser un triceratops, de la especie de los dinosaurios — contestó Kashtánov —, a las que pertenecieron diferentes reptiles gigantes.

— Pero es un reptil? ¿Acaso ha habido reptiles astados? — preguntó Makshéiev.

— El grupo de los dinosaurios ofrece formas muy variadas de reptiles grandes y pequeños, tanta carniceros como herbívoros, que vivieron entre el triásico y el cretáceo.

— ¡De manera que nos encontramos ya en el triásico! — exclamó Pápochkin-. Y cuanto más avancemos río abajo más monstruos de éstos hemos de encontrar.

— Sólo pido que sean tan inofensivos como éste — observó Gromeko-. Porque no debe tener ninguna gracia encontrarse con un animal carnicero de estas dimensiones. Nos haría pedazos antes.de que tuviésemos tiempo de disparar.

— Los animales grandes suelen ser torpotes — objetó Kashtánov-. A mi entender el tigre macairodo es más peligroso que estos gigantes.

— Habría que hacerle levantar la cabeza — dijo Pápochkin-. O hacerle salir a un sitio más despejado. Le he hecho ya das fotografías, pero en ninguna se ve el hocico ni las patas.

— ¿Y si le disparamos un tiro? — propuso Makshéiev;

— No, porque huirá asustado a se lanzará sobre nosotros. Me parece que ni con una bala explosiva se le podría abatir fácilmente.

— ¡Vamos a azuzarle a General!

Costó mucho trabajo convencer al perro, que gruñía tembloroso, de que atacase.al monstruo. Por fin corrió a él con ladridos feroces aunque deteniéndose a prudente distancia. El efecto del ataque del perro fué absolutemente inesperado. El monstruo se tiró al lago levantando enormes surtidores de,agua, y desapareció entre el cieno removido.

Todas estallaron en carcajadas al ver.aquella fuga vergonzosa. Muy orgulloso de su victoria, General corrió

a la orilla y se puso a ladrar frenéticamente contra las aguas turbias en leas - фото 22

a la orilla y se puso a ladrar frenéticamente contra las aguas turbias, en leas que se formaban grandes círculos. A los pocos minutos aparecieron en el centro del lago las astas y el cuello del saurio que asomaba para respirar. Pápochkin tenía el aparato fotográfico preparado, pero hubo de limitarse a fotografiar la cabeza porque, al ver en la orilla a sus extrañes perseguidores, el animal volvió a sumergirse en cuanto respiró.

En otro lago General hizo salir de entre las malezas a toda una bandada de extrañas,aves. Alcanzaban el tamaño de un cisne muy grande, pero tenían el cuerpo más largo, el cuello más corto y un pico alargado y puntiagudo provisto de pequeños dientes cortantes. Nadaban y se zambullían muy bien para alcanzar las peces. Los viajeros lograron abatir uno.

Después de haberlo examinado, Kashtánov dijo que debía ser un hesperornis, ave dentada del cretáceo que, por la estructura del cuerpo, se asimilaba a los pingüinos contemporáneos. Las alas, en estado embrionario, se disimulaban por entero en un plumaje de aspecto piloso.

Capítulo XXV

UN CINTURÓN DE PANTANOS Y LAGOS

Después de tres días de descender el río por entre estepas secas, los viajeros llegaron a su extremo meridional donde la vegetación cambió súbitamente. Las orillas estaban ahora cubiertas de una tupida muralla de coníferas, de palmeras y de helechos de especies muy variadas, en su mayoría desconocidas, que alcanzaban la estatura de un hombre. En el agua, cerca de lía orilla, crecían unas plantas altas semejantes a los juncos, y los bajíos estaban cubiertos de colas de caballo de metro y medio de altura y más de 25 milímetros de diámetro. De entre la maleza llegaba un zumbido permanente y unos extraños insectos giraban sobre el agua. Eran semejantes a las libélulas, pero la envergadura de las alas llegaba a cuarenta centímetros. El cuerpo, de reflejo metálico, medía unos veinte centímetros de longitud. Unos eran amarillos con matices dorados, otros, de color gris acero; los había verdes como la esmeralda, azul añil y encarnados. Aleteaban, planeaban y se perseguían en los rayos del sol con un estridor melodioso que recordaba el sonido de las castañuelas.

Sorprendidos por aquel hermoso cuadro, los exploradores dejaron de remar. Las embarcaciones flotaban lentamente río abajo y los remeros admiraban aquel espectáculo. Pápochkin buscó un cazamariposas y, después de varios intentos, capturó a una de las libélulas. Pero cuando iba a sacarla de la red le mordió tan dolorosamente un dedo que, desconcertado, el zoólogo la dejó escapar.

La tupida cortina verde que bordeaba las orillas no les dejaba atracar y, cansados por le larga jornada, los viajeros buscaban en vano con la mirada algún lugar despejado para acampar.

El hambre empezaba a molestarles, pero los muros de colas de caballo iban haciéndose más espesos.

— ¡Nos debíamos haber detenido al final de la estepa! — dijo Gromeko.

— Otra vez lo haremos mejor — replicó Makshléiev riendo.

Los kilómetros se sucedían sin que apareciese el menor claro en la vegetación. Por fin, en un recodo del río, apareció en la margen izquierda una franja verde más baja. Se adentraba en el agua una lengua de tierra, larga y estrecha, rematada por un banco de arena, en la que sólo crecían colas de caballo. A falta de otra cosa, decidieron detenerse allí y acondicionar una pequeña superficie para el campamento. Después de resguardar las embarcaciones en una pequeña ensenada entre le lengua de tierra y la orilla, los viajeros empuñaron sus cuchillos de caza y se pusieron a luchar con las colas de caballo. Resultó una labor difícil porque los tallos gruesos, endurecidos por el abundante sílice que contenían, resistían a los tajos, y, aun después de cortados, dejaban unos tallos punzantes en los que era imposible sentarse o acostarse.

— Vamos a probar a arrancarlos de cuajo — propuso el botánico-. No creo que estén muy arraigados en este suelo blando del río.

El consejo era bueno: las colas de caballo se arrancaban sin dificultad y, al cabo de media hora, los viajeros habían dejado limpio el terreno necesario para la tienda de campaña y la hoguera. Pero se encontraron con que no podían encender fuego porque las colas de caballo estaban verdes y no urdían. Veíanse imposibilitados no sólo para hacerse la cena, sino incluso para hervir el agua del té Además, de entre las colas de caballo se habían alzado enjambres de mosquitos de veinte milímetros de longitud que sólo hubieran podido ser ahuyentados por el humo de la hoguera.

— Ahora que me acuerdo — dijo Gromeko —, he vista aquí muy cerca, antes de desembarcar, un tronco seco que asomaba entre la maleza. ¡Hay que traerlo!

Armados de hachas y cuerdas, Gromeko y Makshéiev desengancharon una de las lanchas y remontaron el rico. unos cien o doscientos pasos del campamento un grueso tronco seco con algunas ramas asomaba por encima de los matorrales verdes; pero crecía a tal altura sobre la margen que era imposible alcanzarle con la mano ni con el hacha.

— Habría que enganchar la cuerda en alguna de las ramas para ver si se parte — opinó Makshéiev.

Grometo retuvo la lancha agarrándose.a las colas de caballa. Makshéiev arrojó la cuerda a una gruesa rama y empezó a tirar de ella. La rama no se rompía, pero el árbol entero empezó a crujir.

— Suelte la lancha y ayúdeme a tirar — pidió a su compañero.

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