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Ivan Efremov: La Nebulosa de Andromeda

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Ivan Efremov La Nebulosa de Andromeda
  • Название:
    La Nebulosa de Andromeda
  • Автор:
  • Издательство:
    ИЗДАТЕЛЬСТВО ЛИТЕРАТУРЫ НА ИНОСТРАННЫХ ЯЗЫКАХ
  • Жанр:
  • Год:
    1973
  • Город:
    МОСКВА
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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El cosmopuerto estaba dotado de un potente televisófono y de una gran pantalla hemisférica. Ren Boz entró en la estancia, redonda y en silencio. El operario de guardia movió, con un chasquido, la palanquilla del conmutador y señaló a la pantalla lateral de la derecha, donde había aparecido Yuni Ant lleno de agitación. Éste examinó atentamente al físico y, comprendiendo la causa de la ausencia de Dar Veter, saludó a Ren Boz con una inclinación de cabeza.

— Estamos efectuando, fuera de programa, la escucha-búsqueda en la anterior dirección y con bandas de onda 62/77. Alce el embudo de la emisión dirigida y oriéntelo hacia el Observatorio. Voy a lanzar el rayo-vector, a través del Mediterráneo, directamente sobre El Homra — Yuni Ant miró a un lado y añadió —: ¡Pronto!

Ren Boz, experto en manipulaciones de recepción, hizo en dos minutos lo que le pedían. En el fondo de la pantalla hemisférica surgió la imagen de una gigantesca Galaxia. Los dos hombres de ciencia reconocieron, sin ningún género de dudas, la Nebulosa de Andrómeda o M-31, conocida desde tiempos remotos.

En su espira exterior más próxima al espectador, casi en el centro del disco lentiforme — en perspectiva — de la inmensa Galaxia, encendióse una lucecilla. De allí partía un sistema estelar que parecía un minúsculo hilillo de lana y era sin duda una rama colosal de cien parsecs de longitud. La lucecilla empezó a aumentar de tamaño al mismo tiempo que el « hilillo », mientras la Galaxia desaparecía, desvaneciéndose fuera del campo visual.

Un torrente de estrellas rojas y amarillas se expandió por la pantalla. La lucecilla se convirtió en un pequeño círculo luminoso que brillaba en el más lejano extremo de la corriente estelar. De ésta se separó una estrella anaranjada, de la clase espectral K, en torno a la cual empezaron a girar los puntos apenas perceptibles de sus planetas. El circulillo luminoso cubrió por completo uno de ellos. Y de pronto, todo aquello comenzó a girar en un torbellino rojo, de líneas sinuosas, del que saltaban chispas. Ren Boz cerró los ojos…

— Una ruptura — explicó Yuni Ant desde la pantalla lateral —. Le he mostrado las observaciones del mes pasado en grabación de máquinas mnemotécnicas. Voy a transmitirle ahora la recepción directa.

Las chispas y las líneas rojo-oscuras continuaban girando en la pantalla.

— ¡Extraño fenómeno! — exclamó el físico —. ¿Cómo se explica usted esa ruptura?

— Aguarde. Ahora se reanuda la transmisión. Pero ¿qué le parece extraño?

— El espectro rojo de la ruptura. En el de la Nebulosa de Andrómeda hay un desplazamiento violáceo, lo que indica que ella se aproxima hacia nosotros.

— La ruptura no tiene ninguna relación con la Andrómeda. Es un fenómeno local.

— ¿Cree usted casual el que su estación emisora esté situada al extremo mismo de la Galaxia, en una zona todavía más alejada de su centro que la zona del Sol lo está del centro de nuestra Vía Láctea?

Yuni Ant envolvió a Ren Boz en una escéptica mirada. — Usted está dispuesto a discutir en cualquier momento, olvidando que la Nebulosa de Andrómeda nos habla desde una distancia de cuatrocientos cincuenta mil parsecs.

— ¡Es verdad! — repuso turbado Ren Boz —. Y mejor sería decir que desde una distancia de un millón y medio de años-luz. El mensaje fue lanzado hace quince mil siglos.

— ¡Y nosotros estamos viendo ahora lo que fue enviado mucho antes de la época glaciar y de la aparición del hombre en la Tierra! — agregó Yuni Ant, ya bastante más suave.

Las líneas rojas aminoraron su girar, la pantalla se apagó y volvió a encenderse de pronto. A la pálida luz, se columbraba apenas una llanura en penumbra. Diseminadas por ella, había unas construcciones extrañas, de forma de hongo. Cerca del límite anterior de la parte visible, brillaba con fríos fulgores un círculo azul gigantesco, en consonancia con la llanura, cuya superficie sin duda era metálica. Exactamente sobre el centro del círculo pendían, uno sobre otro, dos grandes discos biconvexos. No, no pendían, se elevaban lentamente a una altura cada vez mayor. La llanura desapareció y en la pantalla quedó solamente uno de los discos, más convexo por abajo que por arriba, con gruesas espirales en ambas caras.

— ¡Son ellos!.. ¡Ellos mismos!.. — gritaron los dos científicos, a cual más fuerte, al comprobar la semejanza de aquella imagen con las fotografías y diseños del espirodisco hallado por la 37a expedición en el planeta de la estrella de hierro.

Un nuevo torbellino de líneas rojas, y la pantalla se apagó. Ren Boz esperaba, temeroso de apartar de allí, ni un segundo, la mirada… ¡La primera mirada humana que se posaba en la vida y el pensamiento de otra galaxia! Pero la pantalla no volvió a iluminarse. En un panel lateral del televisófono resonó la voz de Yuni Ant:

— La comunicación se ha cortado. No es posible seguir gastando energía terrestre en espera de la continuación. ¡Todo el planeta se conmoverá! Hay que pedir al Consejo de Economía que se duplique la frecuencia de las recepciones fuera de programa; pero esto, después del envío del Cisne, no será posible antes de un año. Ahora sabemos que la astronave de la estrella de hierro procede de allí. Sin el hallazgo de Erg Noor, no habríamos comprendido nada de lo visto.

— ¿Y ese disco vino de allá? ¿Cuánto tiempo estaría volando? — preguntó Ren Boz, como si hablase consigo mismo.

— Después de la muerte de su tripulación, estuvo vagan do cerca de dos millones de años por el espacio que separa a las dos galaxias — repuso severo Yuni Ant — hasta que encontró refugio en el planeta de la estrella T. Por lo visto, estas astronaves están construidas de manera que pueden tomar tierra automáticamente, aunque ningún ser viviente haya tocado sus mandos desde milenios antes. — Tal vez ellos vivan mucho tiempo…

— Pero no millones de años. Eso es contrario a las leyes de la termodinámica — replicó fríamente Yuni Ant —. Además, pese a sus colosales dimensiones, el espirodisco no podía llevar en sus entrañas todo un mundo de personas… de seres pensantes… No, por el momento, nuestras galaxias no pueden llegar la una a la otra ni intercambiar comunicaciones.

— Pero podrán — dijo con firmeza Ren Boz. Y luego de despedirse de Yuni Ant, volvió al campo del cosmopuerto.

Dar Veter y Veda, Chara y Mven Mas permanecían un poco aparte del gentío, alineado en dos largas filas, que había acudido a despedir a los viajeros. Todas las cabezas estaban vueltas hacia el edificio central. Una ancha plataforma con los veintidós tripulantes del Cisne pasó rauda frente a la multitud que agitaba las manos y aclamaba con gritos a los que marchaban, cosa que la gente sólo se permitía hacer en público en casos muy excepcionales.

La plataforma llegó a la astronave. Ante el alto ascensor transportable esperaban unos hombres, enfundados en monos blancos y pálidos de cansancio: eran los veinte miembros de la comisión de partida, compuesta principalmente de ingenieros-obreros del cosmopuerto. Durante las últimas veinticuatro horas habían comprobado, con ayuda de máquinas de control, todo el equipamiento de la expedición, así como el buen estado de la nave, por medio de aparatos tensoriales.

Según el reglamento, que databa de los albores de la astronáutica, el jefe de la comisión dio el parte a Erg Noor, reelegido comandante de la astronave y jefe de la expedición a Achernar. Los demás miembros de la comisión marcaron sus iniciales en una placa de bronce, con sus retratos y nombres, que entregaron a Erg Noor, y, tras de despedirse de él, se retiraron. Entonces, la multitud avanzó hacia la nave y se alineó ante los viajeros, dejando a los íntimos de éstos acceso a la pequeña explanada que quedaba libre en el ascensor. Los operadores de cine fijaban cada gesto o ademán, de los que partían: postrer recuerdo de los que abandonaban el planeta natal.

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