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Ivan Efremov: La Nebulosa de Andromeda

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Ivan Efremov La Nebulosa de Andromeda
  • Название:
    La Nebulosa de Andromeda
  • Автор:
  • Издательство:
    ИЗДАТЕЛЬСТВО ЛИТЕРАТУРЫ НА ИНОСТРАННЫХ ЯЗЫКАХ
  • Жанр:
  • Год:
    1973
  • Город:
    МОСКВА
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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Miiko se encogió de hombros despectivamente.

— Sólo por la inscripción se puede determinar ya que el « Refugio de la Cultura » corresponde a fines de la EMD, a los últimos años de existencia de la antigua forma de la sociedad. Tan característica es de las gentes de esa Era la insensata seguridad en lo eterno e inmutable de su civilización occidental, de su idioma, de las costumbres, moral y grandeza del llamado hombre blanco. ¡Yo odio esa civilización!

— Usted tiene una idea clara del pasado, pero unilateral. A través de la sombría osamenta del capitalismo muerto, yo entreveo a los que luchaban por el futuro. Su futuro es nuestro presente. Veo a multitud de mujeres y de hombres que buscaban la luz en la vida estrecha y pobre, siendo lo suficientemente buenos para ayudarse unos a otros, y lo bastante fuertes para no endurecerse en el ambiente de asfixia moral del mundo que los rodeaba. Y valerosos, ¡de una valentía extraordinaria!..

— Pero los que ocultaban aquí su cultura no eran iguales — objetó Miiko —. Fíjese, no hay más que objetos técnicos. Se jactaban de su técnica, sin advertir que se iban tornando más salvajes en el aspecto moral y emotivo. ¡Miraban con desprecio al pasado y no veían el futuro!

Veda pensó que Miiko tenía razón. La vida de los creadores de aquel refugio habría sido más fácil si hubieran sabido comparar lo conseguido con lo que les quedaba por hacer para lograr una auténtica estructuración del mundo y de la sociedad. Y entonces habrían visto con nitidez su planeta, sucio, ahumado, con los bosques talados, el suelo lleno de papeles y de vidrios rotos, de ladrillos partidos y de mohosa chatarra. Nuestros antepasados habrían comprendido mejor lo que había que hacer aún y dejado de cegarse por la soberbia.

Un estrecho pozo, de treinta y dos metros de hondura, llevaba a la tercera sala.

Después de enviar a Miiko y a dos ayudantes por el aparato gamma para la radioscopia de los armarios, Veda se puso a examinar la tercera cueva, libre de concreciones calcáreas y de aluviones de arcilla. Las bajas vitrinas rectangulares de cristal tallado estaban solamente empañadas por la humedad que había penetrado en su interior.

Pegados a sus cristales, los arqueólogos miraron con detenimiento los objetos de oro y platino, y cuajados de piedras preciosas.

A juzgar por los objetos, aquellas viejas reliquias habían sido reunidas en la época en que la gente no se había desprendido aún de la primitiva costumbre, derivada del culto a los manes, de considerar lo viejo más valioso que lo nuevo. Y Veda, como cuando leyera la inscripción, experimentó un sentimiento de enojo ante la necia petulancia de unas gentes que consideraban que sus conceptos del valor y sus gustos continuarían inmutables al cabo de decenas de siglos y serían acatados como ley por sus lejanos sucesores.

El extremo final de la cueva convertíase en un pasillo, alto de techo y recto, que descendía en suave pendiente a una profundidad ignota. Los contadores de las carretillas de reconocimiento marcaban, al comienzo del pasillo, trescientos cuatro metros bajo la superficie de la Tierra. Anchas fisuras dividían las bóvedas en enormes losas calcáreas que debían de pesar miles de toneladas. Veda sentía alarma. La experiencia adquirida en el estudio de muchos subterráneos le decía que la masa rocosa en las faldas de las cordilleras se encontraba en equilibrio inestable. Posiblemente, había sido desplazada por algún temblor de tierra o por el alzamiento general que había elevado las montañas en cincuenta metros desde la fundación de aquel museo. Entibar aquella enorme masa era empresa imposible para una expedición arqueológica ordinaria. Y únicamente objetivos importantes para la economía del planeta hubieran podido justificar tan colosales esfuerzos.

Pero, al propio tiempo, los secretos históricos guardados en una cueva tan profunda podían tener un valor técnico, como lo tenían las invenciones de la antigüedad, olvidadas al parecer, pero útiles en el presente.

La prudencia aconsejaba no seguir las exploraciones. Mas ¿por qué razón el científico debía guardar tanto su persona, cuando millones de seres humanos realizaban arriesgados trabajos y experiencias, cuando Dar Veter y sus compañeros trabajaban a cincuenta y siete mil kilómetros sobre la Tierra y Erg Noor se disponía a emprender un viaje sin regreso? Ninguno de aquellos dos hombres, tan estimados por Veda, habría retrocedido… Pues bien, ella no retrocedería tampoco…

Con baterías de repuesto, una cámara fotográfica electrónica y dos aparatos de oxígeno, irían las dos — Veda y Miiko, que no conocía el miedo —, dejando a sus compañeros el cuidado de estudiar la tercera sala.

Veda Kong aconsejó a sus colaboradores que tomaran algo para reponer fuerzas.

Sacaron las tabletas del explorador: unos comprimidos — de proteínas, y azúcares rápidamente asimilables — y unos preparados que destruían las toxinas del cansancio y contenían además una mezcla de vitaminas, hormonas y estimulantes del sistema nervioso. Veda, impaciente e inquieta, no tenía apetito. Miiko no apareció hasta pasados cuarenta minutos: no había podido resistir al deseo de hacer la radioscopia de algunos armarios para averiguar cuanto antes su contenido.

La descendiente de las buceadoras japonesas dio las gracias a su jefe de equipo con una mirada y estuvo presta en un abrir y cerrar de ojos.

Los finos cables rojos iban por el centro del pasadizo. La luz blanco-lilácea de las coronas de gas fosforescente, que las dos mujeres llevaban sobre la cabeza, no podía rasgar las milenarias tinieblas, delante, donde el declive se hacía cada vez más pronunciado. Con monótono y sordo ruido, grandes goterones fríos caían del techo. De los lados y arriba llegaba el murmullo del agua que fluía de las grietas. El aire, saturado de humedad, permanecía inmóvil, con quietud de sepulcro, en aquel recinto cerrado y negro. Tan sólo en las cuevas reina ese silencio absoluto guardado por la propia materia muerta, insensible e inerte, de la corteza terrestre. En la superficie, por profundo que sea el silencio, siempre se adivina en la naturaleza alguna vida oculta, escondida, el movimiento del agua, del aire o de la luz.

Miiko y Veda iban cediendo involuntariamente a la fascinación de aquella profunda cueva que aprisionaba a ambas en sus negras entrañas, como en las profundidades de un pasado muerto, barrido por el tiempo, y que sólo revivía en las fantasías de la imaginación.

Efectuaban el descenso con rapidez, a pesar de la gruesa capa de pegajosa arcilla que cubría el suelo del pasadizo. Bloques desprendidos de las paredes las obligaban a veces a encaramarse a ellos y deslizarse por el estrecho hueco que quedaba entre los mismos y el techo. En media hora Miiko y Veda descendieron ciento noventa metros y llegaron a un muro liso contra el que estaban apoyadas pacíficamente las dos carretillas automáticas de reconocimiento. Un leve rayito de luz fue suficiente para ver que aquello era una puerta maciza, herméticamente cerrada, de acero inoxidable. En el centro de la puerta sobresalían dos pequeños discos con unos signos, flechas doradas y mangos redondos.

Para abrir, era preciso componer con ellos una señal convencional. Los dos arqueólogos conocían tipos de cerraduras semejantes a aquélla, pero de una época anterior. Después de cambiar impresiones, Veda y Miiko la examinaron atentamente. Era muy parecida a los artificios, construidos con maligna astucia, con que las gentes del pasado creían proteger sus tesoros de las asechanzas de los « extraños », pues en la Era del Mundo Desunido las personas estaban divididas en « propias » y « extrañas ». Con frecuencia, aquellas puertas, cuando se intentaba abrirlas, lanzaban proyectiles explosivos, gases venenosos o radiaciones cegadoras, y los confiados investigadores perecían.

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