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Ivan Efremov: La Nebulosa de Andromeda

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Ivan Efremov La Nebulosa de Andromeda
  • Название:
    La Nebulosa de Andromeda
  • Автор:
  • Издательство:
    ИЗДАТЕЛЬСТВО ЛИТЕРАТУРЫ НА ИНОСТРАННЫХ ЯЗЫКАХ
  • Жанр:
  • Год:
    1973
  • Город:
    МОСКВА
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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— El mismo. En su honor se dio el nombre de Algrab a la nave que acaba de perecer.

— ¡La estrella Algrab o Delta del Cuervo! — exclamó asombrado el biólogo —. ¡Pero ésa está muy lejos!

— A cuarenta y seis parsecs. Mas nosotros construimos astronaves que hacen raids cada vez más largos…

El biólogo asintió con la cabeza y barbotó que no había sido un acierto dar a aquella astronave el nombre de un planeta perecido.

— Mas la estrella sigue existiendo, y el planeta también. Antes de un siglo, la habremos cubierto de vegetación y poblado — repuso Erg Noor, con convencimiento.

Se había decidido a una maniobra difícil, consistente en cambiar el curso orbital de la nave, que era latitudinal, haciéndolo longitudinal para seguir a lo largo del eje de rotación de Zirda.

¿Cómo iban a abandonar el planeta sin tener la certeza de que todos sus habitantes habían muerto? Tal vez los supervivientes no pudieran pedir socorro, debido a que las centrales energéticas estuviesen destruidas y los aparatos averiados.

No era la primera vez que Niza veía a Erg Noor ante el cuadro de comando en un momento crítico. Con el rostro impenetrable, lleno de firmeza, los movimientos bruscos y siempre exactos, le parecía un héroe legendario.

De nuevo, la Tantra recorría sin esperanza su ruta alrededor de Zirda; ahora de un polo a otro. En algunos lugares, sobre todo en las latitudes medias, aparecían anchas zonas de terreno sin vegetación alguna. Allí flotaba en el aire una niebla amarilla, a través de la cual se vislumbraban, como un mar encrespado, unas gigantescas dunas de arena roja, azotadas por el viento.

Más allá, volvían a extenderse, como un fúnebre manto de terciopelo, las amapolas negras, únicas plantas que habían resistido a la radiactividad o experimentado, bajo su influencia, una mutación viable.

Todo estaba claro. Era inútil, e incluso peligroso, buscar entre aquellas ruinas muertas los depósitos de anamesón reservado, por recomendación del Gran Circuito, para los viajeros procedentes de otros mundos (Zirda no tenía aún astronaves y sólo contaba con navíos trasplanetarios). La Tantra empezó a desenrollar lentamente la espira de su vuelo, en sentido inverso, para alejarse del planeta. Tomando una velocidad de diecisiete kilómetros por segundo con sus motores iónicos a chorro, utilizados para los viajes interplanetarios, despegues y tomas de tierra, la astronave dejó atrás el planeta muerto.

Puso rumbo a un sistema inhabitado, únicamente conocido por una cifra convencional, al que se habían lanzado unos faros-bomba y donde debía esperar el Algrab. Los motores de anamesón fueron conectados. En cincuenta y dos horas, con su fuerza, imprimieron a la astronave su velocidad normal de novecientos millones de kilómetros por hora. Hasta el lugar del encuentro quedaban quince meses de viaje, once computando por el tiempo dependiente de la nave. Toda la tripulación, salvo el grupo de guardia, podía sumirse en el sueño. Pero la discusión general, los cálculos y la preparación del informe al Consejo ocuparon un mes entero. En los anuarios referentes a Zirda se mencionaban peligrosos experimentos realizados con combustibles atómicos de desintegración parcial. Había allí discursos de eminentes sabios del planeta ahora muerto que señalaban la aparición de síntomas de influencia nociva sobre la vida e insistían en que cesasen las pruebas. Hacía ciento dieciocho años, se había transmitido por el Gran Circuito una breve advertencia que debía haber bastado para convencer a hombres de preclaro intelecto, pero que, por lo visto, no había tomado en serio el gobierno de Zirda.

No cabía duda de que el planeta había perecido a consecuencia de una acumulación de radiaciones, después de numerosos ensayos imprudentes y del empleo irreflexivo de formas peligrosas de energía nuclear, en vez de haber buscado, sensatamente, otras menos nocivas.

El enigma estaba ya esclarecido desde hacía tiempo; la tripulación había pasado, por dos veces, de un sueño de tres meses a una vida normal de igual duración.

Y la Tantra llevaba ya muchos días dando vueltas en torno al planeta gris; la esperanza de encontrar al Algrab disminuía de hora en hora. Algo amenazador se presagiaba…

Erg Noor, parado en el umbral, contemplaba a la pensativa Niza. La inclinada cabeza de la muchacha, de abundantes cabellos, parecía una hermosa flor de pétalos de oro…

Su perfil tenía trazos de pícaro chicuelo; sus ojos, un poquitín estrábicos, que hacían guiños con frecuencia al contener la risa, permanecían muy abiertos, escudriñando lo ignoto con inquietud y valentía. Ella misma no se daba cuenta del gran apoyo moral que prestaba a Erg con su abnegado amor. A aquel hombre que, a pesar de los largos años de prueba, forjadores de su voluntad y carácter, sentía a veces el cansancio de ser jefe, hombre dispuesto de continuo a responder de su gente, de su nave, del éxito de la expedición. Allá abajo, en la Tierra, no existía, desde hacía mucho tiempo, una responsabilidad tan unipersonal, pues las decisiones se tomaban siempre por el equipo encargado de realizar el trabajo respectivo. Y si ocurría algo imprevisto, se tenía la seguridad de recibir al instante el consejo preciso, la solución a los problemas más complicados. En cambio, aquí no había dónde recurrir. El capitán estaba investido de poderes extraordinarios. La responsabilidad aquella sería más llevadera si se asumiese durante dos o tres años, en vez de los diez a quince que, por término medio, duraban las expediciones astrales.

Erg Noor entró en el puesto de comando.

Niza se levantó presurosa y acudió a su encuentro.

— Ya he reunido todos los datos y mapas necesarios — dijo el jefe —. Ahora, ¡le daremos trabajo a la máquina!

Arrellanado en el sillón, empezó a volver lentamente las hojas metálicas, indicando las cifras de las coordenadas, la tensión de los campos magnéticos, eléctricos y de gravitación, la potencia de los flujos de partículas cósmicas, la velocidad y densidad de las corrientes meteóricas. En tanto, Niza, contraída toda ella, apretaba los botones y daba vuelta a las llaves conectaras de la máquina de calcular. Después de recibir varias respuestas, Erg Noor frunció pensativo el entrecejo.

— En nuestra ruta hay un campo de intensa gravitación: la zona de acumulaciones de materia opaca en el Escorpión, cerca de la estrella 6555-ZR+ll-PKU — dijo —. Para economizar combustible, hay que desviarse hacia allí, hacia el Serpentario… En la antigüedad se volaba sin motor, utilizando como acelerador la periferia de los campos de gravitación…

— ¿Podemos nosotros recurrir a ese procedimiento? — preguntó Niza.

— No. Nuestras astronaves son demasiado rápidas para ello. La velocidad de 5/6 de la unidad absoluta, o sea de doscientos cincuenta mil kilómetros por segundo, aumentaría en doce mil veces nuestro peso en el campo de atracción terrestre, y nos haríamos todos polvo. Nosotros podemos volar así solamente en los espacios cósmicos, lejos de las grandes acumulaciones de materia. En cuanto la astronave empiece a penetrar en el campo de gravitación, habrá que ir aminorando la marcha en la misma medida en que aumente la potencia de dicho campo.

— Por consiguiente, aquí hay una contradicción — Niza apoyó la cabeza en la mano, con infantil ademán —. Cuanto más fuerte sea el campo de atracción, ¡tanto más despacio debemos volar!

— Eso sólo es cierto para las grandes velocidades sublumínicas, cuando la propia astronave viene a ser como un rayo de luz que avanza solamente en línea recta o describiendo la llamada curva de iguales tensiones.

— Si yo le he entendido bien, usted quiere lanzar nuestro « rayo », la Tantra, directamente al sistema solar…

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