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Ivan Efremov: El corazon de la serpiente

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Ivan Efremov El corazon de la serpiente

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Kari Ram soltó la carcajada. Pero Mut Ang prosiguió sin esbozar siquiera una sonrisa:

— Nosotros también, como todos los miembros de la sociedad, estamos llamados a cumplir con nuestro deber. Por ser los primeros en sondear los fondos aún inexplorados del Cosmos, hemos muerto por setecientos años. Quienes hayan quedado en la Tierra para disfrutar de los bienes de la vida terrena no experimentarán jamás las profundas emociones ni el goce de descubrir los secretos más íntimos del Universo. Y así es todo. Pero la vuelta... En vano se preocupa usted del futuro. Cada siglo de su historia, la humanidad retrocedió en algo, a pesar de su ascenso general conforme a la ley del desarrollo en espiral. Cada siglo tuvo sus particularidades y sus rasgos comunes... Y... ¡quién sabe!... a lo mejor, el granito de conocimientos que llevemos a nuestro planeta sirva para un nuevo salto de la ciencia y el mejoramiento de la vida del género humano. Nosotros mismos volveremos de las profundidades del pretérito, pero traeremos a los nuevos hombres nuestras vidas y nuestros corazones consagrados al futuro. ¿Acaso volveremos como seres extraños? ¿Acaso puede serlo quien ofrezca y preste todas sus energías? El hombre no es una mera suma de conocimientos, sino también una complejísima arquitectura de sentimientos, y en esto nosotros, que hemos experimentado ya todas las dificultades de un largo viaje por el Cosmos, no seremos peores que los hombres del futuro... — Mut Ang hizo una pausa, para concluir luego con un tono distinto, medio burlón— : No sé lo que sentirá usted; pero yo tengo un deseo tan vivo de echar un vistazo al futuro, que por sólo eso estaría dispuesto a...

— ¡A morir temporalmente para la Tierra! — exclamó el piloto.

El capitán del Telurio movió afirmativamente la cabeza.

— ¡Vaya a lavarse y a comer, que dentro de poco se efectuará la siguiente pulsación! ¿Por qué ha vuelto, Tey?

El segundo de a bordo se encogió de hombros.

— Tenía prisa por conocer la vía trazada por los aparatos. Estoy preparado para relevarle a usted.

Y sin más preámbulos, el astrofísico oprimió un botón en el centro del pupitre. Una tapa cóncava pulimentada separóse sin ruido, y una cinta metálica de argentado brillo, torcida en espiral, se alzó del fondo del aparato. La atravesaba un fino eje negro, que señalaba el rumbo de la nave. En la cinta refulgían, como piedras preciosas, unas lucecitas diminutas: estrellas de diversas clases espectrales, ante las cuales pasaba el Telurio. Las agujas de innúmeras esferas iniciaron una danza enloquecida. Eran las máquinas de calcular que nivelaban la recta de la pulsación siguiente de modo que pasase a la mayor distancia posible de los astros, nubes oscuras y nebulosas de gas luminiscente, que pudieran ocultar cuerpos celestes aún desconocidos.

Tey Eron, abismado en su labor, no se dio cuenta de cómo habían pasado algunas horas de silencio. La inmensa astronave continuaba su vuelo por la infinita negrura del espacio. Los compañeros del astrofísico se acomodaron en silencio en el fondo de un diván semicircular, cerca de una triple puerta maciza, que aislaba el puesto de mando de los demás compartimentos de la nave.

El alegre repicar de unas campanillas anunció el final de los cálculos. El capitán de la astronave se acercó lentamente al pupitre de mando.

— ¡Muy bien! La segunda pulsación puede ser casi el triple de larga que la primera...

— ¡No, aquí hay un treinta por ciento de imprecisión! — Tey indicó el trozo final del eje negro, que vibraba de manera casi imperceptible al compás de las oscilaciones de las agujas que con él se hallaban relacionadas.

— El exponente de cincuenta y siete parsecs nos da plena certeza. Descontemos cinco, admitiendo la posibilidad de un error. Quedan cincuenta y dos. Preparen la pulsación.

Nuevamente examinaron los incontables mecanismos y medios de enlace de la nave. Mut Ang púsose en comunicación con los camarotes, donde se encontraban, sumidos en un largo sueño, los cinco miembros restantes de la tripulación del Telurio.

Los autómatas de observación fisiológica señalaban que el estado del organismo de los durmientes era normal. A continuación, el capitán conectó el campo protector de los locales habitados de la nave. Por las planchas opacas de la pared izquierda corrieron unos chorros de color rojo: los torrentes de gas de unos tubos escondidos detrás de ellas.

— ¿Es ya hora? — preguntó Tey Eron al capitán, frunciendo ligeramente el ceño.

Este asintió. Los tres tripulantes de guardia, sin decir palabra, se sumergieron en unos hondos butacones, sujetándose con unas almohadas de aire. Cuando el último corchete estuvo cerrado, cada cual extrajo del cajón del brazo izquierdo de la butaca una jeringa metálica preparada para su empleo.

— Bueno, pues... ¡por ciento cincuenta años más de vida terrena! — dijo Kari Ram clavándose la aguja en el brazo.

Mut Ang le miró fijamente. En los ojos de Ram brillaba una sonrisa algo burlona, propia de un hombre sano y plenamente equilibrado. Y cuando los compañeros, arrellanándose en los sillones y cerrando los ojos, quedaron sumidos en un estado de inconsciencia, el capitán movió unas palanquitas en una pequeña caja cerca de su rodilla. Silenciosa e inevitablemente, como el propio destino, bajaron del techo los macizos cascos. Un minuto antes, Mut Ang había puesto en acción los robots mecánicos que dirigían la pulsación y el campo protector. Encontrándose ya bajo el casco, el jefe leyó, a la tenue luz de una lamparilla azulada, los índices de los aparatos de control, y se clavó la aguja de la jeringa en el brazo...

El Telurio había salido de la cuarta pulsación. Y el astro misterioso, objeto del vuelo, había adquirido en las pantallas del lado derecho — el « boreal »— las dimensiones del Sol, visto desde Mercurio.

Una estrella gigantesca de la rara clase de las « oscuras », de carbono, era sometida a un estudio detallado. El Telurio volaba a una velocidad sublumínica y a una distancia menor de cuatro parsecs de la gigantesca estrella opaca KNT 8008, apenas visible desde la Tierra hasta observada con potentes telescopios. Esas estrellas — cuyo diámetro era 150 y hasta 170 veces mayor que el de nuestro Sol— se distinguían por tener mucho carbono en su atmósfera. A una temperatura de dos a tres mil grados, los átomos del carbono se unían para formar un tipo especial de moléculas, cadenas de tres átomos cada una. Semejante atmósfera retenía los rayos del sector violeta del espectro, y la luz del astro en comparación con la magnitud de éste, era muy tenue.

Pero los centros de los gigantes de carbono, cuya temperatura llegaba hasta a cien millones de grados, eran potentes generadores de neutrones y transformaban los elementos ligeros en pesados, e incluso en transuránicos, comprendidos el californio y el rusio, como se llamaba el más pesado de los elementos (su peso atómico era 401), creado cuatro siglos antes. Los hombres de ciencia consideraban que las estrellas de carbono eran, por así decirlo, fábricas de los elementos pesados del Universo; que dispersaban estos elementos por el espacio después de estallidos periódicos; que el enriquecimiento de la composición química general de nuestra Galaxia debíase precisamente a la acción de los oscuros gigantes de carbono.

La astronave pulsacional había brindado, por fin, al género humano la oportunidad de estudiar de cerca la estrella de carbono y comprender la esencia de los procesos de transformación de la materia que en ella se operaban.

La tripulación de la astronave se despertó, y cada cual entregóse a las investigaciones por las cuales había muerto para la Tierra por un período de setecientos años. Ahora parecía que la nave marchaba a muy poca velocidad; pero no hacía falta acelerarla. La expedición debía estudiar con detenimiento una serie de procesos complejos, que los físicos de la Tierra no sabían explicarse aún.

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