Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
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— ¿Cuáles son sus conclusiones generales? — preguntó el presidente al experto.
El profesor Shein, que gozaba de gran fama como científico y como cirujano, respondió con franqueza:
— Debo ser franco y confesar: en este asunto no entiendo nada. Únicamente puedo hacer constar que lo hecho por el profesor Salvador sólo está al alcance de un genio. Salvador, por lo visto, ha decidido que en el arte de la cirugía ha alcanzado tales cimas que ya puede desarmar, armar y adaptar el cuerpo de los animales y del hombre a su antojo. Y aunque en la práctica lo ha conseguido brillantemente, no obstante, su audacia, atrevimiento y derroche de ideas lindan con… con la demencia.
Salvador esbozó una despectiva sonrisa.
El no sabía que los expertos habían decidido ayudarle, planteando la cuestión de su desequilibrio mental para poder cambiarle el régimen carcelario por el del hospital.
— Yo no afirmo que está afectado de vesania — prosiguió el experto al advertir la sonrisa de Salvador —, pero, en todo caso, y ésta es nuestra opinión, el acusado debe ser internado en un sanatorio psiquiátrico y sometido a un largo examen por parte de especialistas.
— El tribunal no había planteado ni examinado esta nueva cuestión, me refiero al desequilibrio mental. Esta nueva circunstancia será tomada en consideración — manifestó el presidente —. Profesor Salvador, ¿desea usted dar explicaciones sobre algunas cuestiones planteadas por los expertos y el fiscal?
— Sí — respondió Salvador —. Yo daré explicaciones. Pero que sean consideradas como mi última palabra.
LA ULTIMA PALABRA DEL IMPUTADO
Salvador se puso de pie con toda serenidad y recorrió la sala con la vista, cual si buscara a alguien.
Entre el público advirtió la presencia de Baltasar, de Cristo y de Zurita. En la primera fila estaba el obispo. En él fijó más tiempo la vista. Al rostro de Salvador afloro una casi imperceptible sonrisa. Seguidamente el doctor volvió a otear el auditorio.
— No veo aquí a la víctima, al agraviado — dijo, al fin, Salvador.
— ¡Yo soy la víctima! — exclamó súbitamente Baltasar, queriendo salir del sitio donde estaba. Su hermano Cristo le tiró de la manga y le obligó a sentarse.
— ¿A qué agraviado se refiere? — inquirió el presidente —. Si tiene en cuenta los animales mutilados por usted, el tribunal ha considerado innecesario exhibirlos aquí. Pero Ictiandro, el hombre anfibio, se encuentra en la sede del juzgado.
— Me refiero a Dios — repuso tranquila y seriamente Salvador.
Al oír tal respuesta, el presidente se reclinó perplejo sobre el respaldo del sillón: «¿Será posible que Salvador se haya vuelto loco? ¿O habrá decidido simular demencia para eludir la cárcel?»
— ¿Podría explicarse? — indagó el presidente.
— Estimo que para el tribunal está suficientemente claro — respondió Salvador —. ¿Quién es en este proceso la principal y única víctima? Eso es obvio, sólo Dios. El tribunal considera que yo, al irrumpir con mis acciones en su ámbito, daño su prestigio y autoridad. El estaba satisfecho de sus creaciones y, de pronto, aparece un doctor cualquiera y dice: «Esto está mal hecho. Hay que rehacerlo». Y comienza a rehacer las creaciones divinas a su manera…
— ¡Eso es un sacrilegio! Exijo que las palabras del procesado sean registradas en el acta — dijo el fiscal, con aire de persona a quien le agraviaron lo más sagrado.
Salvador se encogió de hombros:
— No he hecho más que citar en síntesis el acta acusatoria. ¿Acaso no se reduce a eso la acusación? He leído mi expediente. Al principio sólo se me acusaba de que, al parecer, me dedicaba a la vivisección y a mutilar animales y personas. Ahora se me imputa otra acusación más: el sacrilegio. ¿De dónde habrá soplado ese viento? ¿No habrá sido de la catedral?
Y el profesor Salvador le clavó la mirada al obispo.
— Ustedes mismos han montado un proceso en el que subrepticiamente están presentes: por el lado de la acusación, Dios, en calidad de víctima; en el banquillo de los acusados, junto conmigo, Charles Darwin, en calidad de acusado. Seguramente disguste a algunos de los presentes lo que voy a decir, pero insisto en que el organismo de los animales, e incluso el humano, no son perfectos y requieren correcciones. Espero que el superior de la catedral, obispo Juan de Garcilaso presente aquí, confirme esto.
En el público cundió el asombro.
— En el año quince, poco antes de que yo partiera para la guerra — prosiguió Salvador —, tuve que hacer una pequeña corrección al organismo del respetable obispo: le he tenido que privar del apéndice del ciego. Cuando yacía en el quirófano, no recuerdo haberle oído protestar contra esa desfiguración de la imagen y la semejanza de Dios que yo efectuaba con el bisturí, al cercenarle parte del cuerpo del obispo. ¿Acaso esto no es cierto? — preguntó Salvador, mirándole al obispo de hito en hito.
Juan de Garcilaso permanecía, aparentemente, inconmovible. Sólo sus pálidas mejillas se sonrosaron ligeramente y los finos dedos acusaban un temblor apenas perceptible.
— ¿Y, a propósito no habrá habido ningún otro caso por aquel entonces, cuando yo todavía ejercía y practicaba operaciones de rejuvenescencias? ¿No habrá recurrido a mí para que le rejuveneciera el respetable fiscal, señor Augusto de…
Al oír esto el fiscal quiso protestar, pero las risas del público impidieron oír sus palabras.
— No haga digresiones, le ruego — profirió con severidad el presidente.
— Esta petición habría sido más oportuna si estuviera dirigida al tribunal — respondió Salvador —. No he sido yo quien planteó así el asunto. Acaso no hubo quien se asustó al enterarse de que todos los presentes éramos monos o peces de ayer, que obtuvimos la posibilidad de hablar y oír gracias a la transformación de las branquias en órganos del habla y del oído. Bueno, si no monos ni peces, por lo menos, sus descendientes — y dirigiéndose al fiscal, quien revelaba síntomas de impaciencia, Salvador dijo-: ¡Tranquilícese! No es mi intención desarrollar una controversia ni impartir una conferencia sobre la teoría de la evolución. — Y, tras una pausa, el doctor dijo-: La desgracia no estriba en que el hombre proceda de un animal, sino en que no haya dejado de serlo… Es rudo, maléfico, insensato. Pero, en vano mi colega les ha asustado. Podía no haberse referido al desarrollo del embrión. Yo no he recurrido a influir en el germen, ni al cruce de animales. Soy cirujano. Mi único instrumento es el bisturí. Y como cirujano que soy, he tenido ocasión de ayudar a hombres, de curarlos. Al operar enfermos, he tenido que trasplantar con frecuencia tejidos, órganos, glándulas. Para perfeccionar este método, comencé a experimentar, a trasplantar tejidos en animales. A los animales operados los mantenía largo tiempo en el laboratorio, procurando aclarar, estudiar lo que sucedía con los órganos trasplantados, a veces incluso a lugares insólitos. Cuando concluían mis observaciones, el animal pasaba al jardín. Así iba creando un jardín-museo. Me entusiasmó particularmente el problema relacionado con el intercambio y trasplante de tejidos entre especies muy distintas. Por ejemplo, entre peces y mamíferos y viceversa. Y en esto he logrado lo que los científicos consideran inconcebible. ¿Qué puede haber de excepcional? Lo que yo hago hoy, mañana lo hará cualquier cirujano. El profesor Shein debe conocer las últimas operaciones realizadas por el cirujano alemán Zauerbruch. El ha conseguido cambiar una cadera enferma por la parte inferior de la pierna.
— ¿Pero Ictiandro? — preguntó el experto.
— Efectivamente, Ictiandro es motivo de orgullo para mí. En la operación de Ictiandro las dificultades no eran solamente de carácter técnico. He tenido que cambiar todo el funcionamiento del organismo humano. En los experimentos preliminares murieron seis monos antes de que consiguiera el objetivo y pudiera operar al niño sin riesgo para su vida.
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