Alexander Beliaev - Ictiandro

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Ictiandro: краткое содержание, описание и аннотация

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Salvador distribuía rigurosamente su jornada laboral. De siete a nueve de la mañana recibía a indios enfermos, de nueve a once operaba, luego se retiraba a la villa y se entregaba al trabajo científico en el laboratorio. Practicaba operaciones a animales, estudiando posteriormente los resultados con la máxima minuciosidad. Cuando concluía el período de observación, Salvador enviaba a los animales al jardín. Haciendo la limpieza a veces en la casa. Cristo solía entrar en el laboratorio. Cuanto veía allí era para él asombroso. En tarros de vidrio, con ciertas soluciones, latían diversos órganos. Brazos y piernas amputadas seguían viviendo. Y cuando esas extremidades vivas, separadas del cuerpo, se enfermaban Salvador las curaba, restableciendo en ellas la vida que tendía a extinguirse.

A Cristo todo esto le infundía espanto. Prefería estar entre los monstruos en el jardín.

Pese a la confianza que Salvador le evidenciaba al indio, Cristo no se atrevía a cruzar el tercer muro. Pero la curiosidad pudo más. Un mediodía, cuando el personal dormía la siesta, el indígena se acercó furtivamente al muro. Del otro lado llegaban voces de niños: conseguía distinguir algunas palabras de la lengua que usaban los indios. Pero, a veces, entre las voces pertenecientes a niños, se distinguían otras más finas, chillonas, cual si discutieran con los niños y hablasen un lenguaje incomprensible.

En cierta ocasión, Salvador tropezó accidentalmente con Cristo en el jardín y, mirándole como de costumbre de hito en hito, profirió:

— Cristo, hace un mes que trabajas en mi hacienda y me agrada tu laboriosidad. En el jardín de abajo se ha enfermado uno de mis criados. Tú serás quien lo supla. Verás allí infinidad de cosas nuevas. Pero ten bien presente mi condición: no te vayas de la lengua, si no quieres perderla.

— Doctor, con sus mudos ya he perdido casi el hábito de hablar — repuso Cristo.

— Tanto mejor. Callar es ganar. Si sigues callando ganarás muchos pesos de oro. Dentro de semanas espero poder curar a mi criado enfermo. A propósito, ¿conoces bien los Andes?

— Soy de la cordillera, señor.

— Magnífico. Necesito más animales y aves. Vendrás conmigo. Y ahora vete. Jim te acompañará al jardín inferior.

Cristo se había habituado ya a muchas rarezas, pero lo que vio en el jardín inferior estaba por encima de cuanto pudiera imaginarse.

En una vasta pradera bañada de sol retozaban monos y niños desnudos. Eran niños de diversas tribus indias. Había entre ellos algunos muy chiquitos: unos tres años, el mayor tendría doce. Muchos de ellos habían sido sometidos a serias intervenciones quirúrgicas y le debían la vida a Salvador. El período de convalecencia lo pasaban jugando y correteando por el jardín y, luego, cuando se reponían venían sus padres y los recogían.

Además de los niños allí vivían monos sin cola y sin un solo pelo en todo su cuerpo.

Lo más asombroso era que todos los monos — unos mejor, otros peor — sabían hablar. Discutían con los niños, peleaban, chillaban con sus finas vocecitas. Lo fundamental era que convivían pacíficamente y se peleaban con ellos igual que los mismos niños entre sí.

Había momentos en que Cristo no podía distinguir si eran monos auténticos o personas.

Cuando recorrió el jardín. Cristo advirtió que era menor que el superior, tenía el declive más áspero y terminaba en el mismo acantilado de la bahía.

El mar debía estar muy cerca de este muro, pues se oía el rumor de la marejada.

Varios días después Cristo examinó la roca y se persuadió de que era artificial. Otro muro más, el cuarto. Entre la espesura de glicinia Cristo descubrió una puerta de hierro gris, pintada del color de la roca, haciéndola esto totalmente imperceptible.

Cristo prestó oído. De detrás de la roca no llegaba un solo ruido, excepto el producido por la marejada. ¿Adonde conduciría tan angosta puerta? ¿A la orilla del mar?

De súbito se oyó tremenda algarabía. Los chiquillos gritaban mirando al cielo. Cristo alzó la vista y vio un pequeño globo rojo, de los que usan los niños para jugar, que sobrevolaba lentamente el jardín. El viento se lo llevaba hacia el mar.

El globo de niño que pasó sobre el jardín inquietó en sumo grado a Cristo. No hallaba sosiego. Tan pronto el criado enfermo se repuso. Cristo fue a ver a Salvador y le dijo:

— Doctor, pronto partiremos para los Andes, lo más seguro, para mucho tiempo. Permítame ir a ver a mi hija y a mi nieta.

A Salvador no le gustaba cuando los criados salían del patio, por eso prefería a la gente sin familia. Cristo aguardó en silencio, mirando a los ojos de Salvador.

Este le espetó una gélida mirada y le recordó:

— Ten presente mi condición. ¡Cuídate la lengua! Vete. No tardes más de tres días. ¡Espérate!

Salvador se retiró a otra pieza y regresó con un saquito de gamuza, en el que sonaban monedas de oro.

— Es para tu nieta. Y para tí por guardar silencio.

EL ASALTO

— Baltasar, si esta vez no aparece renunciaré a tus servicios y contrataré a gente más despierta y segura — dijo Zurita, tirando impaciente del mostacho. El capitán llevaba traje blanco y sombrero. Se había dado cita con Baltasar en las afueras de Buenos Aires, donde terminaba la vega cultivada y comenzaba la pampa.

Baltasar usaba blusa blanca y pantalón azul a rayas. Estaba sentado a la vera del camino sin decir palabra, tal era su turbación.

El mismo comenzaba a arrepentirse de haber enviado a su hermano Cristo a espiar la hacienda de Salvador.

Cristo le llevaba a Baltasar diez años y seguía, no obstante, tan fuerte y ágil. Su astucia era comparable con la del gato pampero. Sin embargo, no se le podía considerar confiable. Quiso dedicarse a la agricultura, pero se le antojó tedioso. Luego abrió una taberna en el puerto y se arruinó, el vino lo perdió. A partir de entonces se dedicó a los negocios más sucios, poniendo en juego su excepcional astucia y, a veces, hasta la perfidia. Era el tipo de hombre más idóneo para el espionaje, pero no ofrecía confianza. Por conveniencia podía traicionar hasta a su propio hermano. Y Baltasar, consciente de eso, se preocupaba tanto como Zurita.

— ¿Estás seguro de que Cristo vio el globo que le soltaste?

Baltasar se encogió vagamente de hombros. Su deseo era acabar cuanto antes esta empresa, irse a casa, mojarse el gaznate con sangría fría y acostarse temprano a dormir.

Los últimos rayos del sol poniente iluminaron nubes de polvo levantadas tras una lomita. Simultáneamente se oyó un agudo silbido muy prolongado.

Baltasar se sobresaltó.

— ¡Ahí viene!

— ¡Por fin!

Cristo se dirigía a ellos con paso ligero. Ya no era aquel indio viejo y extenuado. Volvió a repetir el silbido con bizarría, se acercó y saludó a Baltasar y a Zurita.

— Bueno, qué, ¿has visto al «demonio marino»? — inquirió Zurita.

— Todavía no, pero está allí. Salvador guarda a ese «demonio» tras cuatro muros. Lo principal está hecho: yo sirvo en casa de Salvador y gozo de su absoluta confianza. El truco de la nieta enferma me salió a pedir de boca — Cristo se echó a reír, entornando los ojos con picardía —. Cuando sanó estuvo a punto de estropearme el asunto. Yo, como buen abuelo, la abrazaba y besaba y ella, la bobita, comenzó a desasirse y por poco rompe a llorar. — Cristo volvió a reír satisfecho.

— ¿Dónde has encontrado esa nieta? — inquirió Zurita.

— Buscar dinero es difícil, niñas no tanto — repuso Cristo —. La madre quedó contenta. Yo recibí cinco pesos, y ella la hija sana.

El hecho de haber recibido de Salvador un buen saquito de monedas de oro prefirió callárselo. Darle ese dinero a la madre de la niña, ni pensaba.

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