John denegó con la cabeza.
– Es mi madre -dijo, con voz apenas audible.
La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como una ascua.
– Acompáñeme a donde está Linda -dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.
Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.
Lindá contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super-Voz -Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
– Bueno, tengo que irme -dijo la e nfermera.Está a punto de llegar el grupo de niños. Además, debo atender al número 3. -Y señaló hacia un punto de la sala-. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.
Y se alejó rápidamente.
El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
– Linda -murmuró, cogiéndole una mano.
Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida -y encontrándola-, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. Arre, estreptococos, a Banbury-T… ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.
El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido -porque entre todos sólo tenían uno- miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.
Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
– ¡Oh, mirad, mirad! -Hablaban en voz muy alta, asustados-. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?
El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones, dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.
Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
– ¡Eh! ¿A quién empujas?
– ¿Adónde te figuras que vas?
Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por doquier. Mellizos, mellizos… Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la müerte de Linda.
– ¡Reparto de soma! -gritó una voz-. Con orden, por favor. Venga, de prisa.
Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba abriendo.
Levantó la tapa.
– ¡Oooh…! -exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
– Y ahora -dijo el joven, perentoriamente-, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.
Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras, después…
El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! En su mente, la rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!
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