Aldous Huxley - Un mundo feliz

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"Un mundo feliz", escrito en 1932, describe una democracia que es, al mismo tiempo, una dictadura perfecta; una cárcel sin muros en la cual los prisioneros no soñarían con evadirse. Un sistema de esclavitud donde, gracias al sistema de consumo y el entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre.
Para el logro de este objetivo, Huxley imagina una sociedad que utiliza todos los medios de la ciencia y la técnica – incluidas las drogas – para el condicionamiento y el control de los individuos. En ese mundo, todos los niños son concebidos en probetas y están genéticamente condicionados para pertenecer a una de las 5 categorías de población. De la más inteligente a la más estúpida: los Alpha (la elite), los Betas (los ejecutantes), los Gammas (los empleados subalternos), los Deltas y los Epsilones (destinados a trabajos arduos).
Todos son felices, porque su estilo de vida es totalmente acorde con sus necesidades e intereses. Los descontentos con el sistema (los menos) son apartados de la sociedad ideal y confinados en colonias especiales donde se rodean de otras personas con similares "desviaciones", alcanzando también la felicidad.
Uno de los aspectos más relevantes de la historia es que los ciudadanos de ese mundo ideal dependen casi servilmente de una droga sintética, el Soma, para garantizar su felicidad. Algo que se relaciona bastante directamente con las experiencias personales del propio Huxley con distintas drogas.
La mayor parte de los críticos, incluido el propio Huxley, ha comparado esta novela con "1984", de George Orwell. Ambas obras constituyen un ejercicio de proyección futurística. La diferencia, sin embargo, está en lo referente a los modelos de control: el mundo de Orwell está basado en la fuerza y la coerción y el de Huxley en el ocio y la diversión. Mientras Orwell hace una proyección del comunismo soviético de su época, Huxley proyecta hasta sus últimas consecuencias la sociedad liberalcapitalista en la que le tocó vivir.

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– Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente-. ¡Oh, cuánto deseo veros felices! -empezó de nuevo, con ardor-. ¡Cómo deseo que seáis buenos! Por favor, sed buenos y…

Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.

– Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis queridísimos…

Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica enmudeció.

– ¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? -preguntó el sargento-. ¿O tendré que anestesiarles?

Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.

– No ofreceremos resistencia -contestó el Salvaje, secándose alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los labios, de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.

Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia, Helmholtz asintió con la cabeza.

Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el movimiento de las piernas, eligió aquel momento para intentar escabullirse sin llamar la atención.

– ¡Eh, usted! -gritó el sargento.

Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una mano en el hombro del joven.

Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había soñado.

– Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de mí -dijo al sargento.

– Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?

– Bueno… -dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo-. ¿Por qué no había de serlo? -preguntó.

– Pues sígame -dijo el sargento.

Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba ante la misma.

CAPITULO XVI

Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.

– Su Fordería bajará en seguida -dijo el mayordomo Gamma.

Y los dejó solos.

Helmoltz se echó a reír.

– Esto parece más una recepción social que un juicio -dijo. Y se dejó caer en el más confortable de los sillones neumáticos-. Ánimo, Bernard -agregó, al advertir el rostro preocupado de su amigo.

Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así las iras de los altos poderes.

Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados. Encima de la mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo cogió y lo abrió. Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford.

El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió, y el interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.

Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se dirigió al Salvaje:

– De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje -dijo.

El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero, tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:

– No.

Y movió la cabeza.

Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía que no le gustaba la civilización -que lo decía abiertamente y nada menos que al propio Interventorera algo terrible.

– Pero, John… -empezó.

Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.

– Desde luego -prosiguió el Salvaje-, admito que hay algunas cosas excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo…

– A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otros veces son voces… El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.

– ¿También usted lo ha leído? -preguntó-. Yo creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía este libro.

– Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx -agregó, volviéndose hacia Bernard-, cosa que me temo usted no pueda hacer.

Bernard se hundió todavía más en su desdicha.

– Pero, ¿por qué está prohibido? -preguntó el Salvaje.

En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás.

El Interventor se encogió de hombros. -Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.

– ¿Aunque sean bellas?

– Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.

– ¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en las que sólo salen helicópteros y el público siente cómo los actores se besan! -John hizo una mueca-. ¡Cabrones y monos! Sólo en estas palabras de Otelo encontraba el vehículo adecuado para expresar su desprecio y su odio.

– En todo caso, animales inofensivos -murmuró el Interventor, a modo de paréntesis.

– ¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?

– Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.

Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y Julieta.

– Bueno, pues entonces -dijo tras una pausa-, algo nuevo que sea por el estilo de Otelo y que ellos puedan comprender.

– Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir -dijo Helmholtz, rompiendo su prolongado silencio.

– Y esto es lo que ustedes nunca escribirán -dijo el Interventor-. Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a Otelo.

– ¿Por qué no?

– Sí, ¿por qué no? -repitió Helmholtz.

También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido de ansiedad y de miedo, sólo Bernard las recordaba; pero los demás le ignoraban.

– ¿Por qué no?

– Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. El soma que usted arroja por la ventana en nombre de la libertad, Mr. Salvaje. ¡La libertad! -El Interventor soltó una carcajada-. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y que puedan entender Otelo! Pero, ¡muchacho!

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