– Ese viejo escritor -dijo- hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como unos solemnes mentecatos.
El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:
¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes que lea en el fondo de mi dolor?
¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
Aplaza esta boda por un mes, por una semana, o, si no quieres, prepara el lecho de bodas en el triste mausoleo donde yace Tibaldo…cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.
¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroíco, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.
– Y sin embargo -dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones-, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero…, ¡padres y madres! -Movió la cabeza-. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres. ¿Y quién va a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?
El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente el suelo, no se dio cuenta.
– No -concluyó-, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de violencia. Pero, ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? -permaneció silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por fin-: No lo sé; no lo sé.
Henry Foster apareció a través de la luz crepuscular del Almacén de Embriones.
– ¿Quieres ir al sensorama esta noche? Lenina denegó con la cabeza, sin decir nada.
– ¿Sales con otro?
A Henry le interesaba siempre saber cómo se emparejaban sus amigos.
– ¿Con Benito, acaso? -preguntó.
Lenina volvió a denegar con la cabeza.
Henry observó la expresión fatigada de aquellos ojos purpúreos, la palidez de la piel bajo el brillo de lupus, y la tristeza que se revelaba en las comisuras de aquellos labios escarlata, que se esforzaban por sonreír.
– ¿No estarás enferma? -preguntó, un tanto preocupado, temiendo que Lenina sufriera alguna de las escasas enfermedades infecciosas que aún subsistían.
Por tercera vez Lenina negó con la cabeza.
– De todos modos, deberías ir a ver al médico -diio Henry-. Una visita al doctor libra de todo áolor -agregó, cordialmente, acompañando el dicho hipnopédico con una palmada en el hombro-. Tal vez necesites un Sucedáneo de Embarazo -sugirió-. O un fuerte tratamiento extra de S. P. V. Ya sabes que a veces la potencia del sucedáneo de Pasión Violenta no está a la altura de…
– ¡Oh, por el amor de Ford! -dijo Lenina, rompiendo su testarudo silencio-. ¡Cállate de una vez!
Y volviéndole la espalda ocupóse de nuevo en sus embriones.
¿Conque un tratamiento de S.V.P.? Lenina se hubiese echado a reír, de no haber sido porque estaba a punto de llorar. ¡Como si no tuviera bastante con su propia P.V.! Mientras llenaba una jeringuilla suspiró prohibidamente. John… -murmuró para sí-, John… Después se preguntó: ¡Ford! ¿Le habré dado a éste la inyección contra la enfermedad del sueño? ¿O no se la he dado todavía? No podía recordarlo. Al fin decidió no correr el riesgo de administrar una segunda dosis, y pasó al frasco siguiente de la hilera.
Veintidós años, ocho meses y cuatro días más tarde, un joven y prometedor administrador Alfa-Menos, en Muanza-Muanza, moriría de tripanosomiasis, el primer caso en más de medio siglo. Suspirando, Lenina siguió con su tarea.
Una hora después, en el Vestuario, Fanny protestaba enérgicamente:
– Es absurdo que te abandones a este estado. Sencillamente absurdo -repitió-. Y todo, ¿por qué? ¡Por un hombre, por un solo hombre!
– Pero es el único que quiero.
– Como si no hubiese millones de otros hombres en el mundo.
– Pero yo no los quiero.
– ¿Cómo lo sabes si no lo has intentado? -Lo he intentado.
– Pero, ¿con cuántos? -preguntó Fanny, encogiéndose despectivamente de hombros-. ¿Con uno? ¿Con dos?
– Con docenas de ellos. Y fue inútil -dijo Lenina, movíendo la cabeza.
– Pues debes perseverar -le aconsejó Fanny, sentenciosamente. Pero era evidente que su confianza en sus propias prescripciones había sido un tanto socavada-. Sin perseverancia no se consigue nada.
– Pero entretanto…
– No pienses en él.
– No puedo evitarlo.
– Pues toma un poco de soma. -Ya lo tomo.
– Pues sigue haciéndolo.
– Pero en los intervalos sigo queriéndole. Siempre le querré.
– Bueno, pues si es así -dijo Fanny con decisión-, ¿por qué no vas y te haces con él? Tanto si quiere como si no.
– ¡Si supieras cuán terriblemente raro estuvo!
– Razón de más para adoptar una línea cle conducta firme.
– Es muy fácil decirlo.
– No te quedes pensando tonterías. Actúa. -La voz de Fanny sonaba como una trompeta; parecía una conferenciante de la A. M. F. dando una charla nocturna a un grupo de Beta-Menos adolescente-. Sí, actúa, inmediatamente. Hazlo ahora mismo.
– Me daría vergüenza -díjo Lenina.
– Basta que tomes medio gramo de soma antes de hacerlo. Y ahora voy a darme un baño.
El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle aquella tarde (porque, habiendo decidido por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta.
– Presentía que eras tú, Helmholtz -gritó, al tiempo que abría.
En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de satén al acetato, y un gorrito redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.
– ¡Ohl -exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.
Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.
– Hola, John -dijo, sonriendo.
Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó. Sobrevino un largo silencio.
– Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John -dijo Lenina al fin.
– ¿Que no me alegro?
El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.
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