– Primero las campanas -insistió Agnes, mirando a Rosemund-, y luego la misa.
Fueron al granero a buscar un saco de avena y un poco de heno y lo llevaron al establo para dar de comer a los caballos. Gringolet no estaba entre ellos, lo cual significaba que Gawyn no había vuelto todavía. Kivrin debía hablar con él en cuanto regresara.
Faltaba menos de una semana para el encuentro, y todavía no tenía ni idea de dónde estaba el lugar. Y con la llegada de lord Guillaume, todo podría cambiar.
Eliwys había pospuesto toda decisión respecto a ella hasta que llegara su esposo, y le había dicho a las niñas otra vez que esperaba que viniera hoy. Él podría decidir si debía llevar a Kivrin a Oxford, o a Londres, a buscar a su familia, o sir Bloet tal vez se ofrecería a llevarla con ellos a Courcy. Tenía que hablar con Gawyn pronto. Pero con los invitados en la mansión, sería mucho más fácil encontrarlo a solas, y con todo el jaleo de Navidad, tal vez incluso podría conseguir que le mostrara el lugar.
Kivrin se retrasó todo lo que pudo con los caballos, esperando que Gawyn volviera, pero Agnes se aburrió y quiso dar de comer a las gallinas. Kivrin sugirió que fueran a atender a la vaca del senescal.
– No es nuestra vaca -replicó Rosemund.
– Me ayudó aquel día que estuve enferma -dijo Kivrin, pensando en cómo se había apoyado contra la huesuda espalda del animal el día que intentó encontrar el lugar de recogida-. Querría darle las gracias por su amabilidad.
Dejaron atrás la porqueriza donde antes estuvieron los cerdos.
– Pobres cerditos -suspiró Agnes-. Me habría gustado darles una manzana.
– El cielo vuelve a oscurecerse por el norte -observó Rosemund-. Creo que no vendrán.
– Ah, pero lo harán -rió Agnes-. Sir Bloet me ha prometido un regalito.
La vaca del senescal estaba casi en el mismo sitio donde Kivrin la había encontrado, tras la antepenúltima choza, comiendo lo que quedaba de las mismas enredaderas negras.
– Feliz Navidad, señora Vaca -le deseó Agnes, sosteniendo un puñado de heno a un metro de la boca de la vaca.
– Sólo hablan a medianoche -dijo Rosemund.
– Podríamos venir a verla a medianoche, lady Kivrin -palmoteo Agnes. La vaca avanzó. Agnes retrocedió.
– No puedes, idiota -dijo Rosemund-. Estarás en misa.
La vaca alargó el cuello y dio un paso adelante. Agnes retrocedió de nuevo. Kivrin le dio al animal un puñado de heno.
Agnes la miró con envidia.
– Si todos estamos en misa, ¿cómo saben que los animales hablan? -preguntó.
Buen razonamiento, pensó Kivrin.
– Porque el padre Roche lo dice -contestó Rosemund.
Agnes salió de detrás de las faldas de Kivrin y cogió otro puñado de heno.
– ¿Qué dicen? -apuntó en la dirección general de la vaca.
– Dicen que no sabes darles de comer -respondió Rosemund.
– No dicen eso -replicó Agnes, alargando la mano. La vaca intentó coger el heno, con la boca muy abierta y mostrando los dientes. Agnes le lanzó el puñado de heno y corrió a protegerse detrás de Kivrin-. Alaban a Nuestro Señor bendito. El padre Roche lo dijo.
Hubo un sonido de caballos. Agnes corrió entre las chozas.
– ¡Han venido! -gritó, corriendo de vuelta-. Sir Bloet está aquí. Los he visto. Ahora están cruzando la puerta.
Kivrin dispersó rápidamente el resto del heno delante de la vaca. Rosemund sacó un puñado de avena y se la dio a la vaca, dejando que el animal mordisqueara el grano en su mano abierta.
– ¡Vamos, Rosemund! -gritó Agnes-. ¡Sir Bloet ha llegado!
Rosemund se limpió la mano de lo que quedaba de avena.
– Prefiero dar de comer al burro del padre Roche -dijo, y se dirigió hacia la iglesia, sin mirar siquiera hacia la casa.
– Pero han venido, Rosemund -gritó Agnes, corriendo tras ella-. ¿No quieres ver qué han traído?
Obviamente, no. Rosemund había llegado junto al burro, que había encontrado un puñado de hierba carricera junto a la valla. Se agachó y le puso bajo el hocico un puñado de avena, que el asno ignoró, y luego se quedó allí de pie con la mano en el lomo del animal; su largo cabello oscuro le ocultaba el rostro.
– ¡Rosemund! -exclamó Agnes, ruborizada de frustración-. ¿No me oyes? ¡Han venido!
El burro apartó la avena y mordisqueó un puñado de hierba. Rosemund siguió ofreciéndosela.
– Rosemund -dijo Kivrin-. Yo daré de comer al burro. Debes ir a saludar a vuestros invitados.
– Sir Bloet dijo que me traería un regalito -dijo Agnes.
Rosemund abrió las manos y dejó caer la avena.
– Si tanto te gusta, ¿por qué no le pides a padre que te deje casarte con él? -dijo, y se encaminó hacia la casa.
– Soy demasiado pequeña -respondió Agnes.
También lo es Rosemund, pensó Kivrin, quien cogió a la niña de la mano y siguió a su hermana mayor. Rosemund caminaba rápidamente por delante, la barbilla erguida, sin molestarse en levantarse las faldas que arrastraba por el suelo e ignorando las repetidas súplicas de Agnes para que esperase.
La partida había entrado en el patio y Rosemund ya había llegado a las pocilgas. Kivrin avivó el paso arrastrando a Agnes, y todas llegaron al patio al mismo tiempo. Kivrin se detuvo, sorprendida.
Esperaba una reunión formal, la familia en la puerta con discursos solemnes y sonrisas envaradas, pero esto era como el primer día de trimestre: todo el mundo llevaba cajas y bolsas, y se saludaban con exclamaciones y abrazos, hablando al mismo tiempo, riendo. Ni siquiera habían echado de menos a Rosemund. Una mujer corpulenta ataviada con una enorme cofia almidonada agarró a Agnes y la besó, y tres muchachas jóvenes rodearon a Rosemund entre chillidos de entusiasmo.
Unos criados, obviamente vestidos también con sus mejores ropas, llevaron a la cocina cestas cubiertas y un enorme ganso, y condujeron los caballos al establo. Gawyn, todavía montando a Gringolet, se inclinó para hablar con Imeyne.
– No, el obispo está en Wiveliscombe -le oyó decir Kivrin, pero Imeyne no parecía contrariada, así que debía de haber entregado el mensaje al archidiácono.
Imeyne se volvió a ayudar a bajar de su caballo a una joven que llevaba una vívida capa azul aún más brillante que la de Kivrin, y la condujo hacia Eliwys, sonriendo.
Eliwys sonreía también.
Kivrin trató de identificar a sir Bloet, pero había al menos media docena de hombres a caballo, todos con bridas de plata y capas forradas de piel. Ninguno de ellos parecía decrépito, gracias al cielo, y uno o dos tenían aspecto bastante presentable. Se volvió para preguntarle a Agnes quién era, pero la niña todavía estaba en las garras de la mujer de la cofia almidonada, que le palmeaba la cabeza.
– ¡Pero cómo has crecido! ¡Si casi no te reconozco! -decía la mujer. Kivrin reprimió una sonrisa. Algunas cosas no cambian nunca.
Varios de los recién llegados eran pelirrojos, incluyendo a una mujer casi tan vieja como Imeyne, que sin embargo llevaba el cabello descolorido suelto a la espalda como una muchachita joven. Tenía la boca fruncida en un gesto de descontento, y obviamente no estaba satisfecha con la manera en que los criados descargaban las cosas. Arrancó una cesta repleta de las manos de un criado que luchaba con ella y se la lanzó a un hombre gordo que vestía una saya de terciopelo verde.
También él era pelirrojo, igual que el más guapo de los hombres jóvenes. Tenía unos treinta años, pero su rostro era redondo, despejado y pecoso, y al menos su expresión parecía agradable.
– ¡Sir Bloet! -exclamó Agnes, y se abalanzó hacia las rodillas del hombre gordo.
Oh, no, pensó Kivrin. Había supuesto que el hombre gordo era el marido de la fiera del pelo rojo o de la mujer de la cofia almidonada. Tenía al menos cincuenta años, y debía de pesar casi cien kilos, y cuando sonrió a Agnes, Kivrin se fijó en que sus grandes dientes eran marrones, producto del deterioro.
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