Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Imeyne se irguió.

– El padre Roche no es adecuado para decir las misas de Navidad si vienen sir Bloet y su séquito. ¿Quieres quedar en evidencia ante el prometido de Rosemund?

Eliwys palideció.

– ¿Dónde lo habéis enviado?

– Lo he mandado con un mensaje para el obispo, diciéndole que necesitamos un capellán.

– ¿A Bath? -exclamó Eliwys, y alzó la mano como si fuera a golpearla.

– No. Sólo a Cirencestre. El archidiácono iba a encontrarse en la abadía para Navidad. Ordené a Gawyn que le transmitiera el mensaje. Uno de sus sacerdotes vendrá. Aunque, sin duda, las cosas no estarán tan mal en Bath para que Gawyn no pueda llegar hasta allí sin recibir daños, o de lo contrario mi hijo se habría marchado.

– Vuestro hijo se enojará mucho cuando descubra que le hemos desobedecido. Nos ordenó, junto con Gawyn, que nos quedáramos en la casa hasta su regreso.

Todavía parecía furiosa, y mientras bajaba la mano la cerró en un puño, como si le hubiera gustado darle un pescozón a Imeyne en las orejas como hace con Maisry. Pero el color volvió a sus mejillas cuando Imeyne dijo «Cirencestre», y creo que al menos se sintió un poco aliviada.

Imeyne dijo que las cosas no podían estar tan mal en Bath para que Gawyn no pudiera ir hasta allí, pero es evidente que Eliwys no opina lo mismo.

¿Teme que le tiendan una trampa o que pudiera traer hasta aquí a los enemigos de lord Guillaume? ¿Tan mal están las cosas que Guillaume no puede salir de Bath?

Tal vez es todo eso. Eliwys se ha asomado a la puerta al menos una docena de veces esta mañana, y está de tan mal humor como Rosemund en el bosque. Ahora mismo acaba de preguntarle a Imeyne si está segura de que el archidiácono estaba en Cirencestre. Obviamente le preocupa que si no está allí, Gawyn haya llevado el mensaje hasta Bath.

Su temor ha contagiado a todo el mundo. Lady Imeyne se ha retirado a un rincón con su relicario a rezar, Agnes gimotea, y Rosemund está sentada con su bordado en el regazo, mirándolo sin verlo.

(Pausa)

He llevado a Agnes al padre Roche esta tarde. Tiene la rodilla mucho peor. No podía caminar, y tenía lo que me pareció el principio de una veta roja encima. No pude decirlo con seguridad (toda la rodilla está roja e inflamada), pero tuve miedo de esperar.

No había cura para la gangrena en 1320, y es culpa mía que se le haya infectado la rodilla. Si no hubiera insistido en ir a buscar el lugar de recogida, no se habría caído.

Se supone que las paradojas no pueden permitir que mi presencia aquí tenga ningún efecto sobre lo que le sucede a los contemporáneos, pero no puedo correr ese riesgo. Se suponía que yo tampoco podía caer enferma.

Así que cuando Imeyne subió al ático, llevé a Agnes a la iglesia para pedirle al sacerdote que la tratara. Lloviznaba cuando llegamos, pero Agnes no se quejaba por mojarse, y eso me asustó aún más que la veta roja.

La iglesia estaba a oscuras y olía a moho. Oí la voz del padre Roche en la parte delantera, y parecía que estaba hablando con alguien.

– Lord Guillaume no ha llegado aún de Bath. Temo por su seguridad.

Pensé que tal vez Gawyn había regresado, y quise oír qué decía acerca del juicio, así que no continué avanzando. Me quedé allí, con Agnes en brazos, y escuché.

– Ha llovido estos dos días -dijo Roche-, y sopla un desagradable viento del oeste. Hemos tenido que traer a las ovejas.

Tras intentar ver durante un minuto en la oscura nave, al fin lo divisé. Estaba de rodillas delante de la reja, sus grandes manos unidas en oración.

– El bebé del senescal tiene un cólico de estómago y no puede contener la leche. Tabord el campesino sigue enfermo.

No rezaba en latín, y en su voz no había nada del canturreo del cura de Santa Re-Formada ni de la oratoria del vicario. Parecía tranquilo y familiar, como yo hablo ahora.

Se suponía que Dios era muy real para los contemporáneos del siglo XIV, más vívido que el mundo físico que habitaban. «Ahora volveréis a casa», me dijo el padre Roche cuando me estaba muriendo, y eso es lo que creían los contemporáneos: que la vida del cuerpo es ilusoria, carente de importancia; y que la vida real es la del alma eterna, como si sólo estuviéramos de visita por la vida como yo estoy de visita en este siglo. Sin embargo, no he visto muchas pruebas de esta concepción del mundo. Eliwys murmura diligentemente sus ave en vísperas y maitines y luego se levanta y se sacude la saya como si sus oraciones no tuvieran nada que ver con sus preocupaciones por su marido, las niñas o Gawyn. Y a Imeyne, a pesar de su relicario y su Libro de las Horas, sólo le preocupa su posición social. No había visto ninguna prueba de que Dios fuera real para ellos hasta que me encontré en la iglesia húmeda, escuchando al padre Roche.

Me pregunto si ve a Dios y el cielo tan claramente como yo le veo a usted y a Oxford, la lluvia cayendo en el patio y sus gafas empañándose de forma que tiene que quitárselas y limpiarlas con la bufanda. Me pregunto si parecen tan cercanos como me lo parece usted, y tan difíciles de alcanzar.

– Salva a nuestras almas del mal y llévanos al cielo -rezó Roche, y como si eso fuera una entradilla, Agnes se enderezó en mis brazos.

– Quiero ir con el padre Roche -dijo.

El padre Roche se levantó y se acercó a nosotras.

– ¿Quién es? ¿Quién está ahí?

– Soy lady Katherine. He traído a Agnes. Su rodilla está…

– ¿Qué? ¿Infectada?

– Quiero que miréis su rodilla.

Él intentó hacerlo, pero la iglesia estaba demasiado oscura, así que la llevó a su casa. Allí apenas había más luz. La casa no era mucho mayor que la choza en la que me había refugiado, ni más alta. Tuvo que permanecer agachado todo el tiempo que estuvimos allí para no chocar con las vigas.

Abrió el postigo de la única ventana, que dejó entrar la lluvia, y luego encendió una vela y colocó a Agnes sobre una burda mesa de madera. Desató el vendaje, y ella se apartó del cura.

– Quédate quieta, Agnus, y te contaré cómo Cristo vino a la tierra desde el lejano cielo.

– El día de Navidad -dijo Agnes.

Roche examinó la herida, palpando las partes inflamadas, mientras hablaba con firmeza.

– «Y los pastores se asustaron, pues no sabían qué era aquella luz resplandeciente. Y oyeron sonidos como de campanas repicando en el cielo. Pero se trataba del ángel del Señor que se les presentó.»

Agnes gritó y me hizo retirar las manos cuando intenté tocarle la rodilla, pero dejó que Roche palpara la zona roja con sus grandes dedos. Definitivamente, aquello era el principio de una veta roja. Roche la tocó con cuidado y acercó la vela para ver mejor.

– «Y de una tierra lejana llegaron tres reyes cargados de regalos» -prosiguió, con el ceño fruncido. Tocó de nuevo la veta roja, torpemente, y luego unió las manos, como si fuera a rezar, y yo pensé, no pienses. Haz algo.

El bajó las manos y me miró.

– Me temo que la herida está envenenada. Haré una infusión de hisopo para sacar el veneno.

Se acercó al hogar, meneó unos carbones de aspecto tibio, y vertió agua de un cubo en una olla de hierro.

El cubo estaba sucio, la olla estaba sucia, las manos con las que había tocado la herida de Agnes estaban sucias, y mientras le veía colocar la olla al fuego y rebuscar en una sucia bolsa, lamenté haber acudido a él. No era mejor que Imeyne. Una infusión de hojas y semillas no curaría mejor la gangrena que uno de los emplastos de Imeyne, y sus oraciones tampoco serían de ayuda, aunque hablara con Dios como si realmente estuviera allí.

«¿Es eso todo lo que podéis hacer?», estuve a punto de decir, y entonces advertí que esperaba lo imposible.

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