Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Me vio ajustar las cintas y atarme los zapatos, y no dejó de observarme durante toda la cena. Me senté entre las niñas y compartí una fuente de comida con ellas.

El senescal estaba relegado al extremo de la mesa, y no se veía a Maisry por ninguna parte. Según el señor Latimer, los párrocos comían en la mesa del señor, pero a lady Imeyne probablemente tampoco le gustan los modales a la mesa del padre Roche.

Comimos carne, creo que venado, y pan. El venado sabía a canela, sal y falta de refrigeración, y el pan estaba duro como una piedra, pero era mejor que las gachas, y no creo haber cometido ningún error. Sin embargo, estoy segura de que debo de cometerlos constantemente, y por eso lady Imeyne desconfía tanto de mí. Mi ropa, mis manos, probablemente mi forma de hablar, son un poco (o bastante) diferentes, y todo se combina para hacerme parecer extraña, peculiar… sospechosa.

Lady Eliwys está demasiado preocupada con el juicio de su marido para darse cuenta de mis errores, y las niñas son demasiado jóvenes. Pero lady Imeyne se fija en todo y probablemente está confeccionando una lista como la que tiene del padre Roche. Gracias a Dios que no les dije que era Isabel de Beauvrier. Habría cabalgado hasta Yorkshire, a pesar del mal tiempo, para descubrirme.

Gawyn vino después de la cena. Maisry, que al final apareció con una oreja al rojo vivo y un cuenco de cerveza, acercó los bancos al hogar y puso varios leños de pino en el fuego, y las mujeres se pusieron a coser a la luz amarillenta.

Gawyn se detuvo ante la puerta; era evidente que acababa de llegar después de una dura cabalgada, y durante un ratito nadie se fijó en él. Rosemund estaba enfrascada en su bordado. Agnes tiraba de su carrito con el caballero de madera dentro, y Eliwys hablaba con Imeyne acerca del campesino, que por lo visto no se encuentra muy bien. El humo del fuego hacía que me doliera el pecho, y aparté la cabeza, intentando no toser; entonces lo vi allí de pie, mirando a Eliwys.

Un momento después Agnes atropello con su coche el pie de Imeyne, y la abuela le dijo que era hija del propio Diablo, y Gawyn entró en el salón. Bajé los ojos y recé para que me dirigiera la palabra.

Lo hizo, hincando una rodilla delante del banco donde yo me sentaba.

– Buena señora -dijo-, me alegra ver que habéis mejorado.

Yo no tenía ni idea de lo que era apropiado decir, si es que había algo que decir. Bajé aún más la cabeza.

Él permaneció de rodillas, como un servidor.

– Me han dicho que no recordáis nada de vuestros atacantes, lady Katherine. ¿Es cierto?

– Sí -murmuré.

– ¿Ni de vuestros sirvientes, de adónde podrían haber huido?

Sacudí la cabeza, los ojos todavía bajos.

Él se volvió hacia Eliwys.

– Tengo noticias de los renegados, lady Eliwys. He encontrado su pista. Había muchos, y tenían caballos.

Temí que anunciara que había capturado a algún pobre campesino que recogía leña y lo había ahorcado.

– Os pido permiso para perseguirlos y vengar a la dama -prosiguió Gawyn, mirando a Eliwys.

Eliwys parecía incómoda, alerta, como había estado antes.

– Mi esposo nos ordenó que permaneciéramos aquí hasta que él regresara, y que vos os quedarais con nosotras para protegernos. No.

– No habéis cenado -señaló lady Imeyne, con un tono que zanjaba el asunto.

Gawyn se levantó.

– Os agradezco la amabilidad, señor -dije rápidamente-. Sé que fuisteis vos quien me encontró en el bosque -inspiré, y tosí-. Os lo suplico, ¿podéis decirme el lugar donde me hallasteis, dónde está?

Intenté decir muchas cosas y demasiado rápido. Empecé a toser, jadeé para tomar aliento, y me doblé de dolor.

Para cuando pude controlar la tos, Imeyne había colocado carne y queso en la mesa para Gawyn, y Eliwys había vuelto a coser, así que sigo sin saber nada.

No, eso no es cierto. Sé por qué Eliwys parecía tan alerta cuando él entró y por qué Gawyn inventó una historia acerca de una banda de renegados. Y también sé qué significaba toda aquella conversación acerca de « daltrisses ».

Lo vi de pie en la puerta, contemplando a Eliwys, y no necesité un intérprete para descifrar la expresión de su rostro. Salta a la vista: está enamorado de la esposa de su señor.

14

Dunworthy durmió hasta el día siguiente.

– Su secretario quería despertarlo, pero no le dejé -dijo Colin-. Me pidió que le diera esto -le tendió un arrugado montón de papeles.

– ¿Qué hora es? -preguntó Dunworthy, sentándose en la cama con dificultad.

– Las ocho y media. Todas las campaneras y los retenidos están en el salón, desayunando. Gachas de avena -hizo un sonido de asco-. Fue absolutamente necrótico. Su secretario dice que debemos racionar los huevos con bacon por la cuarentena.

– ¿Las ocho y media de la mañana? -preguntó Dunworthy, parpadeando ciegamente ante la ventana. Estaba tan oscuro como cuando se quedó dormido-. Santo Dios, se suponía que debía haber regresado al hospital para interrogar a Badri.

– Lo sé -asintió Colin-. Tía Mary dijo que le dejara dormir, que no podría interrogarlo de todas formas porque le están haciendo pruebas.

– ¿Llamó por teléfono? -preguntó Dunworthy, buscando a tientas sus gafas en la mesilla de noche.

– Yo fui esta mañana para que me hicieran un análisis de sangre. Tía Mary me pidió que le dijera que sólo tenemos que ir una vez al día para los análisis.

Dunworthy se caló las gafas y miró a Colin.

– ¿Te dijo si han identificado el virus?

– Ah-ah -respondió Colin, alrededor de un trozo de chicle. Dunworthy se preguntó si lo había tenido en la boca toda la noche, y en ese caso por qué no había disminuido de tamaño-. Le envió las gráficas de contacto -le tendió los papeles-. La señora que vimos en el hospital también llamó. La de la bici.

– ¿Montoya?

– Sí. Preguntó si sabía usted cómo ponerse en contacto con la esposa del señor Basingame. Le dije que la llamaría usted. ¿Cuándo llega el correo?

– ¿El correo? -dijo Dunworthy, rebuscando entre los impresos.

– Mi madre no me compró los regalos a tiempo para que me los trajera en el metro. Prometió que me los enviaría por correo. La cuarentena no lo retrasará, ¿verdad?

Algunos de los papeles que le había tendido Colin estaban pegados, sin duda por los periódicos exámenes que el joven hacía de su chicle, y la mayoría de ellos no parecían gráficas de contacto, sino informes de Finch: uno de los conductos de calefacción de Salvin estaba estropeado.

El Ministerio de Sanidad ordenaba a todos los habitantes de Oxford y alrededores que evitaran el contacto con las personas infectadas. La señora Basingame estaba en Torquay durante la Navidad. Se estaban quedando sin papel higiénico.

– No lo cree, ¿verdad? ¿Piensa que lo retrasará? -preguntó Colin.

– ¿Retrasar qué?

– ¡El correo! -repitió Colin, disgustado-. La cuarentena no lo retrasará, ¿eh? ¿A qué hora se supone que debe llegar?

– A las diez -Dunworthy agrupó todos los informes en un montón y abrió un gran sobre marrón-. Normalmente llega un poco más tarde en Navidad, por todos los paquetes y tarjetas.

Las hojas grapadas del sobre tampoco eran las gráficas de contactos, sino el informe de William Gaddson sobre los paraderos de Badri y Kivrin, claramente mecanografiados y organizados según la mañana, tarde y noche de cada día. Parecía mucho más ordenado que ningún trabajo que hubiera entregado en su vida. Era sorprendente lo que la influencia de una madre podía conseguir.

– No veo por qué -prosiguió Colin-. Quiero decir que no es como si fueran personas, ¿eh? Así que no puede ser contagioso. ¿Adonde lo traen, al salón?

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