Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– ¿Podría hablar con usted en privado un momento, señora Taylor? -la condujo al pasillo-. ¿Pudieron cancelar su concierto en Ely?

– Sí. Y en Norwich. Se mostraron muy comprensivos -se inclinó hacia delante, ansiosa-. ¿Es verdad que es cólera?

– ¿Cólera? -se extrañó Dunworthy, aturdido.

– Una de las mujeres que estuvo en la estación dijo que era cólera, que alguien lo había traído de la India y que la gente estaba muriendo como moscas.

Por lo visto no había sido una buena noche de sueño lo que había operado el cambio en sus modales, sino el miedo. Si le decía que sólo había cuatro casos, era muy probable que exigiera que las llevaran a Ely.

– La enfermedad parece un mixovirus -dijo, con cuidado-. ¿Cuándo vino su grupo a Inglaterra?

Los ojos de ella se ensancharon.

– ¿Cree que somos quienes lo trajimos? No hemos estado en la India.

– Hay una posibilidad de que sea el mismo mixovirus que apareció en Carolina del Sur. ¿Alguna de sus miembros es de allí?

– No. Todas somos de Colorado, excepto la señora Piantini, que procede de Wyoming. Y ninguna de nosotras ha estado enferma.

– ¿Cuánto tiempo llevan en Inglaterra?

– Tres semanas. Hemos estado visitando todas las capillas del Traditional Council y hemos dado conciertos. Tocamos un Boston Treble Bob en St. Katherine's y Post Office Caters con tres de los campaneros de la capilla de St. Edmund's, pero por supuesto, nada de eso fue nuevo. Un Chicago Surprise Minor

– ¿Y llegaron ustedes a Oxford ayer por la mañana?

– Sí.

– ¿Ninguna de ustedes llegó antes, para ver las vistas o visitar a algún amigo?

– No -aseguró ella; parecía sorprendida-. Estamos de gira, señor Dunworthy, no de vacaciones.

– ¿Y dice que ninguna ha estado enferma?

Ella sacudió la cabeza.

– No podemos permitirnos el lujo de estar enfermas. Sólo somos seis.

– Gracias por su ayuda -se despidió Dunworthy, y la envió de vuelta a la sala.

Llamó a Mary, pero no pudo localizarla; dejó un mensaje y empezó con los asteriscos de Finch. Llamó a Andrews, al Jesús College, a la secretaria de Basingame, y a St. Mary's sin conseguir comunicación. Colgó, esperó cinco minutos, y lo intentó de nuevo. Durante uno de los intervalos, llamó Mary.

– ¿Por qué no estás acostado ya? -preguntó-. Pareces agotado.

– He estado interrogando a las campaneras. Llevan tres semanas en Inglaterra. Ninguna de ellas llegó a Oxford antes de ayer por la tarde y ninguna de ellas ha estado enferma. ¿Quieres que vuelva e interrogue a Badri?

– Me temo que no serviría de nada. No es coherente.

– Estoy intentando ponerme en contacto con el Jesús College para ver si saben de sus idas y venidas.

– Bien. Pregúntale también a su casera. Y duerme un poco. No quiero que caigas enfermo -hizo una pausa-. Tenemos seis casos más.

– ¿Alguien de Carolina del Sur?

– No, y nadie que no pudiera haber tenido contacto con Badri. Así que sigue siendo el caso índice. ¿Está bien Colin?

– Ha ido a desayunar. Se encuentra bien. No te preocupes por él.

Dunworthy no se acostó hasta la una y media de la tarde. Tardó dos horas en contactar con todos los teléfonos marcados en la lista de Finch, y otra hora en descubrir dónde vivía Badri. Su casera había salido, y cuando Dunworthy regresó, Finch insistió en hacer un inventario completo de los suministros.

Dunworthy finalmente se libró de él prometiendo telefonear al Ministerio de Sanidad para pedir papel higiénico adicional. Se dirigió a sus habitaciones.

Colin se había acurrucado ante la ventana, con la cabeza apoyada en la mochila y una colcha encima. No le llegaba hasta los pies. Dunworthy sacó una manta de los pies de la cama y lo cubrió, y se sentó en el Chesterfield de enfrente para quitarse los zapatos.

Casi estaba demasiado cansado para descalzarse, aunque sabía que lo lamentaría si se acostaba vestido. Eso era terreno de los jóvenes y los no artríticos. Colin se despertaría tan fresco a pesar de haberse clavado botones y mangas arrugadas. Kivrin podría envolverse en su fina capa y apoyar la cabeza en el tocón de un árbol sin nada que temer, pero si él dormía sin almohada o se dejaba la camisa puesta, despertaría entumecido y con calambres. Y si se quedaba allí sentado con los zapatos en la mano, no se acostaría nunca.

Se levantó del sillón, todavía con los zapatos en la mano, apagó la luz, y se dirigió al dormitorio. Se puso el pijama y abrió la cama. Le pareció imposiblemente seductora.

Me dormiré antes de que mi cabeza toque la almohada, pensó, mientras se quitaba las gafas. Se acostó y se arropó. Antes de apagar la luz siquiera, pensó, y apagó la luz.

Apenas llegaba luz de la ventana, sólo un gris sombrío que asomaba entre las enredaderas. La débil lluvia golpeaba levemente las hojas correosas. Tendría que haber echado las cortinas, pensó, pero estaba demasiado cansado para volver a levantarse.

Al menos Kivrin no tendría que enfrentarse a la lluvia. Era la Pequeña Era del Hielo. En todo caso, estaría nevando. Los contemporáneos dormían todos juntos y acurrucados al lado del hogar, hasta que a alguien se le ocurrió por fin inventar la chimenea, que no existió en las aldeas de Oxfordshire hasta mitad del siglo XV. Pero a Kivrin no le importaría. Se acurrucaría como Colin y dormiría el sueño fácil y despreocupado de los jóvenes.

Se preguntó si habría dejado de llover. No oía el golpeteo de la lluvia en el cristal. Tal vez había escampado o se preparaba para volver a llover. Estaba muy oscuro, y era demasiado temprano. Sacó la mano de debajo de las mantas y miró los números iluminados del digital. Sólo las dos. Serían las seis de la tarde donde estaba Kivrin. Tenía que volver a telefonear a Andrews de nuevo cuando se despertara y le haría leer el ajuste para que supieran exactamente dónde y cuándo estaba ella.

Badri le había dicho a Gilchrist que había un deslizamiento mínimo, que comprobó dos veces las coordenadas del estudiante de primero y que eran correctas, pero quería asegurarse. Gilchrist no había tomado ninguna precaución, e incluso con todas las reservas las cosas podían salir mal. El día de hoy lo había demostrado.

Badri había recibido la dosis completa de antivirales. La madre de Colin le había enviado a salvo en el metro y le había dado dinero extra. La primera vez que Dunworthy fue a Londres estuvo a punto de no regresar, y habían tomado todo tipo de precauciones.

Fue una simple ida y vuelta para probar la red en el sitio. Sólo treinta años. Dunworthy tenía que atravesar Trafalgar Square, coger el metro desde Charing Cross hasta Paddington y luego el tren de las 10.48 a Oxford, donde se abriría la red principal. Habían concedido tiempo de sobra, comprobado y vuelto a comprobar la red, investigado los horarios del metro y el ABC, comprobado las fechas y el dinero. Y cuando Dunworthy llegó a Charing Cross, la estación de metro estaba cerrada. Las luces de las taquillas estaban apagadas, y una verja de hierro cruzaba la entrada, delante de los torniquetes de madera.

Se subió las mantas hasta los hombros. Un montón de cosas podían haber ido mal con el lanzamiento, cosas que nadie habría imaginado. Probablemente a la madre de Colin nunca se le había ocurrido que su tren se detendría en Barton. A ninguno de ellos se le había ocurrido que Badri pudiera desplomarse de pronto sobre la consola.

Mary tiene razón, pensó, eres un grave caso de señora Gaddsonitis. Kivrin superó todo tipo de obstáculos para llegar a la Edad Media. Aunque algo vaya mal, se las arreglará. Colin no dejó que una bobada como la cuarentena le cerrara el paso. Y el propio Dunworthy había regresado a salvo de Londres.

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