Kivrin tuvo una súbita imagen del sacerdote inclinado sobre ella, su rostro oscurecido por las llamas que parecían arder constantemente delante, diciendo en latín: «¿Cuál es vuestro nombre, para que podáis confesaros?»
Y ella, intentando formar la palabra aunque tenía la boca tan seca que apenas podía hablar, temerosa de morir sin que supieran qué había sido de ella.
– ¿Os llamáis Katherine? -insistía Agnes, y Kivrin oyó claramente la voz de la niñita bajo la traducción del intérprete. Se parecía a Kivrin.
– Sí -contestó, y le entraron ganas de llorar.
– Blackie tiene un… -dijo Agnes. El intérprete no captó la palabra. ¿ Karette ?¿ Chavette ?-. Es rojo. ¿Queréis verlo?
Antes de que Kivrin pudiera detenerla, echó a correr hacia la puerta, todavía entornada.
Kivrin esperó, deseando que volviera y que el karette no estuviera vivo, deseando haber preguntado dónde estaba y cuánto tiempo llevaba en ese sitio, aunque probablemente Agnes era demasiado joven para saberlo. No parecía tener más de tres años, aunque, por supuesto, sería mucho más pequeña que una niña de tres años moderna. Cinco, entonces, o tal vez seis. Tendría que haberle preguntado la edad, pensó Kivrin, y entonces recordó que tal vez tampoco lo supiera. Juana de Arco no sabía su edad cuando los inquisidores la interrogaron en el juicio.
Al menos podía hacer preguntas, pensó Kivrin. El intérprete no estaba estropeado después de todo. Debía de haber quedado temporalmente entorpecido por la extraña pronunciación, o afectado de algún modo por su fiebre, pero ahora el problema se había solucionado, y Gawyn sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento y podría mostrárselo.
Se incorporó un poco más para poder ver la puerta. El esfuerzo le lastimó el pecho y la mareó, y le hizo doler la cabeza. Se palpó ansiosamente la frente y luego las mejillas. Parecían calientes, pero podía deberse a que tuviera las manos frías. La habitación estaba helada, y en su excursión hasta el orinal no había visto ningún brasero, ni siquiera una copa.
¿Se habían inventado ya las copas? Posiblemente. De lo contrario, ¿cómo podría haber sobrevivido la gente a la Pequeña Era del Hielo? Hacía muchísimo frío.
Empezaba a tiritar. La fiebre debía de estar volviéndole. ¿Otra vez le subía la temperatura? En la Historia de la Medicina había leído sobre los cortes de las fiebres, y que después el paciente se sentía débil, pero la fiebre no volvía, ¿verdad? Por supuesto que sí. ¿Y la malaria? Temblores, dolor de cabeza, sudor, fiebre recurrente. Por supuesto que volvía.
Bueno, evidentemente no era malaria. La malaria nunca había sido endémica de Inglaterra, los mosquitos no vivían en Oxford en pleno invierno y nunca lo habían hecho, y los síntomas eran distintos. No había experimentado sudor, y los temblores se debían a la fiebre.
El tifus producía dolor de cabeza y fiebre alta, y se transmitía por los piojos y las pulgas de las ratas, que sí eran endémicas en Inglaterra en la Edad Media y probablemente en la cama donde ahora yacía, pero el período de incubación era demasiado largo, casi de dos semanas.
El período de incubación de la fiebre tifoidea era de sólo unos pocos días, y causaba dolor de cabeza, en las articulaciones, y también fiebre alta. No creía que fuera fiebre recurrente, pero recordaba que por lo general era más alta de noche, así que eso debía de significar que bajaba durante el día y luego subía durante la noche.
Kivrin se preguntó qué hora sería. «Anochece», había dicho Eliwys, y la luz de la ventana cubierta de lino era levemente azulada, pero los días eran cortos en diciembre. Tal vez sólo fuera media tarde. Tenía sueño, pero eso tampoco era ninguna señal. Había dormido intermitentemente todo el día.
El mareo era un síntoma evidente de la fiebre tifoidea. Intentó recordar los otros síntomas del «cursillo» de medicina medieval de la doctora Ahrens. Hemorragias nasales, lengua hinchada, sarpullidos rosáceos. Se suponía que los sarpullidos no salían hasta el séptimo u octavo día, pero Kivrin se levantó la camisa y se miró el estómago y el pecho. No había ningún sarpullido, así que no podía ser tifoidea. Ni viruela. Con la viruela, las pústulas empezaban a aparecer al segundo o tercer día.
Se preguntó qué le habría sucedido a Agnes. Tal vez alguien había tenido el buen sentido de prohibirle que entrara en el cuarto, o tal vez la poco fiable Maisry la estaba vigilando de verdad. O, más probable, se había ido a ver a su cachorrito en el establo y se había olvidado de ir a enseñarle su chavette a Kivrin.
La peste empezaba con dolor de cabeza y fiebre. No puede ser la peste, pensó Kivrin. No tienes ninguno de los síntomas. Bubas que crecen hasta el tamaño de naranjas, una lengua que se hincha hasta llenar toda la boca, hemorragias subcutáneas que oscurecían todo el cuerpo. No tienes la peste.
Debía de ser algún tipo de gripe. Era la única enfermedad que aparecía tan repentinamente, y la doctora Ahrens estaba molesta porque el señor Gilchrist había adelantado la fecha y los antivirales no harían pleno efecto hasta el día quince, y Kivrin sólo tendría inmunidad parcial. Tenía que ser la gripe. ¿Cuál era el tratamiento para la gripe? Antivirales, descanso y líquido.
Entonces descansa, se dijo, y cerró los ojos.
No recordaba haberse quedado dormida, pero al parecer lo había hecho, porque las dos mujeres estaban de nuevo en la habitación, hablando, y Kivrin no recordaba haberlas visto entrar.
– ¿Qué dijo Gawyn? -preguntó la anciana. Hacía algo con un cuenco y una cuchara, batiendo la cuchara contra el lado. El cofre estaba abierto a su lado, y metió la mano dentro, sacó una pequeña bolsa, vertió su contenido en el cuenco, y volvió a batir.
– Entre sus pertenencias no encontró nada que pudiera decirnos los orígenes de la dama. Le robaron todos los bienes, abrieron sus cofres y los vaciaron de todo lo que pudiera identificarla. Pero Gawyn dijo que la carreta era de buena calidad. En efecto, procede de buena familia.
– Y desde luego, su familia la estará buscando -dijo la anciana. Había soltado el cuenco y rasgaba una tela haciendo mucho ruido-. Debemos enviar a alguien a Oxenford y decirles que está a salvo con nosotras.
– No -repitió Eliwys, y Kivrin pudo oír la resistencia en su voz-. A Oxenford, no.
– ¿Qué has oído?
– No he oído nada, excepto que mi señor nos indicó que nos quedáramos aquí. Volverá esta semana si todo va bien.
– Si todo hubiera ido bien, ya estaría aquí.
– El juicio apenas ha comenzado. Tal vez ya está en camino.
– O tal vez… -otro de aquellos nombres intraducibles, ¿Torquil?-, espera a ser ahorcado, y mi hijo con él. No tendría que haber mediado en ese asunto.
– Es su amigo, e inocente de los cargos.
– Es un idiota, y mi hijo aún más idiota por testificar a su favor. Un amigo le habría hecho dejar Bath -volvió a meter la cuchara en el cuenco-. Necesito mostaza para esto -dijo, y se dirigió a la puerta-. ¡Maisry! -llamó, y siguió rompiendo la tela-. ¿Encontró Gawyn algo de los sirvientes de la dama?
Eliwys se sentó junto a la ventana.
– No, ni sus caballos ni el de ella.
Una muchacha con la cara picada de viruelas y el pelo grasiento entró en la habitación. Seguro que no podía ser Maisry, que tonteaba con los muchachos del establo en vez de vigilar a las niñas. Dobló la rodilla en una cortesía que casi fue un tropezón y dijo:
– Wotwardstu, Lawttymayeen ?
Oh, no, pensó Kivrin. ¿Qué le pasa al intérprete ahora?
– Tráeme el bote de mostaza de la cocina y no tardes -dijo la anciana, y la muchacha se encaminó hacia la puerta-. ¿Dónde están Agnes y Rosemund? ¿Por qué no están contigo?
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