No puede estar estropeado, se dijo. No es una máquina. Es un ampliador químico sintáctico y memorístico. Sin embargo, sólo podía funcionar con las palabras de su memoria, y el inglés medieval del señor Latimer era inútil. Whan that Aprille with his shoures sote . La pronunciación del señor Latimer era tan diferente que el intérprete no reconocía lo que oía como las mismas palabras; sin embargo eso no significaba que estuviera estropeado. Sólo significaba que tenía que recopilar nuevos datos, y las pocas frases que había oído de momento no bastaban.
Reconoció el latín, pensó, y el pánico volvió a apuñalarla, pero lo resistió. Había podido reconocer el latín porque el rito de la extremaunción era un conjunto establecido. Ella ya sabía qué palabras estarían presentes. Las palabras que pronunciaban las mujeres no eran un conjunto establecido, pero seguían siendo descifrables. Nombres propios, fórmulas de vocativo, sustantivos y adverbios y proposiciones subordinadas aparecerían en posiciones fijas que se repetían una y otra vez. Se separarían entre sí rápidamente, y el intérprete podría usarlas como clave para el resto del código. Ahora lo que necesitaba era recopilar datos, escuchar lo que se decía sin intentar comprender, y dejar que el intérprete trabajara.
– Thin keowre hoorwoun desmoortale ? -preguntó la mujer joven.
– Got tallon wottes -respondió la anciana.
Una campana empezó a sonar. Kivrin abrió los ojos. Las dos mujeres se habían vuelto hacia la ventana, aunque no podían ver nada a través del lino.
– Bere wichebay gansanon -dijo la joven.
La anciana no respondió. Miraba la ventana, como si pudiera ver más allá del rígido lino, las manos unidas como en una oración.
– Aydreddit ister fayve riblaun -dijo la joven, y a pesar de su decisión, Kivrin trató de convertirlo en «Es hora de vísperas» o «Es la campana de vísperas», pero no era eso. La campana siguió doblando, y ninguna otra campana se le unió. Se preguntó si se trataba de la campana que había oído antes, sonando sola a última hora de la tarde.
La mujer mayor se apartó bruscamente de la ventana.
– Nay, Elwiss, itbahn diwolffin -recogió el orinal del cofre de madera-. Gawynha thesspyd …
Hubo un súbito roce ante la puerta, un sonido de pasos subiendo las escaleras, y una voz infantil gritando:
– Modder! Eysmertemay !
Una niña pequeña entró en la habitación, las trenzas rubias revoloteando, y estuvo a punto de chocar con la anciana y el orinal. La carita redonda de la niña estaba roja y surcada de lágrimas.
– Wol yadothoos forshame ahnyous ! -gruñó la anciana, quitando de su alcance el traicionero cuenco-. Yowe maun naroonso inhus .
La niña no le prestó atención. Corrió directo hacia la mujer joven, sollozando.
– Rawzamun hattmay smerte, Modder !
Kivrin abrió la boca. Modder . Eso tenía que ser «madre».
La niñita alzó los brazos, y su madre, oh, sí, definitivamente su madre, la cogió. La niña pasó los brazos alrededor del cuello de la mujer y empezó a aullar.
– Shh, ahnyous, shh -murmuró la madre. Esa gutural es una G, pensó Kivrin. Una G alemana inspirada. Shh, Agnes.
Todavía abrazándola, la mujer joven se sentó junto a la ventana. Secó las lágrimas con una punta de la cofia.
– Spekenaw dothass bifel , Agnes.
Sí, decididamente Agnes. Y speken era «dime». Dime qué ha pasado.
– Shayoss mayswerte! -respondió Agnes, señalando a otra niña que acababa de entrar en la habitación. La segunda niña era considerablemente mayor, tendría nueve o diez años al menos. Tenía el cabello largo y castaño que le caía por la espalda y quedaba sujeto por un pañuelo azul.
– Itgan naso, ahnyous -dijo-. Tha pighte rennin gawn derstayres .
No había posibilidad de confusión en la combinación de afecto y desdén. No se parecía a la niñita rubia, pero Kivrin estaba dispuesta a apostar a que esta niña morena era la hermana mayor de la otra.
– Shay pighte renninge ahndist eyres, modder .
Otra vez «madre», y shay era «ella», y pighte debía de ser «caer». Parecía francés, pero la clave era el alemán. Tanto la pronunciación como las construcciones eran alemanas. Poco a poco todo iba encajando.
– Na comfitte horr thusselwys -dijo la mujer mayor-. She hathnau woundes. Hoor teres been fornaught mais gain thy pitye .
– Hoor nay ganful bloody -respondió la joven, pero Kivrin no la oyó. En cambio oía la traducción del intérprete, aún torpe y obviamente retrasado, pero traducción al fin y al cabo:
– No la mimes, Eliwys. No está herida. Sólo llora para llamar tu atención.
Y la madre, que se llamaba Eliwys:
– Le sangra la rodilla.
– Rossmunt brangund oorwarsted frommecofre -dijo, señalando al pie de la cama, y el intérprete la siguió-: Rosemund, acércame el paño del cofre.
La niña de diez años se dirigió inmediatamente al cofre al pie de la cama.
La niña mayor era Rosemund, la pequeña Agnes, y la madre imposiblemente joven con su toca y su cofia se llamaba Eliwys.
Rosemund tendió un paño ajado que era sin duda el que Eliwys le había quitado a Kivrin de la frente.
– ¡No lo toques! ¡No lo toques! -gritó Agnes, y Kivrin no habría necesitado el intérprete para entenderlo. Seguía un poco retrasado.
– Te pondré una venda para que no te salga más sangre -dijo Eliwys, cogiendo el trapo de Rosemund. Agnes intentó apartarlo-. El paño no te… -hubo un espacio en blanco, como si el intérprete no supiera la palabra, y luego: Agnes. La palabra obviamente era «hará daño» o «dolerá», y Kivrin se preguntó si el intérprete no tenía la palabra en su memoria y por qué no había ofrecido una aproximación por el contexto.
– … me dolerá -gritó Agnes, y el intérprete repitió: «Me…» y luego el espacio en blanco. El espacio debía de ser para que ella oyera la palabra real y dedujera su significado. No era mala idea, pero el intérprete iba tan retrasado con respecto al original que Kivrin no pudo oír la palabra en cuestión. Si el intérprete hacía esto cada vez que no reconocía una palabra, tendría graves problemas.
– Dolerá -gimió Agnes, apartando la mano de su madre de su rodilla.
– Duelerá -susurró a continuación el intérprete, y Kivrin se sintió aliviada de que hubiera encontrado algo, aunque «dueler» no era exactamente un verbo.
– ¿Cómo te has caído? -preguntó Eliwys para distraer a Agnes.
– Subía corriendo las escaleras -intervino Rosemund-. Corría para darte la noticia de que… ha llegado.
El intérprete volvió a dejar un espacio, pero esta vez Kivrin captó la palabra, Gawyn, probablemente un nombre propio, y el intérprete llegó al parecer a la misma conclusión, porque para cuando Agnes gritó «¡Yo tendría que haberle dicho a mamá que ha llegado Gawyn!», lo incluyó en su traducción.
– Se lo tendría que haber dicho yo -repitió Agnes, llorando de verdad ahora, y hundió la cara en su madre, quien aprovechó la ocasión para vendar la rodilla de la niña.
– Puedes decírmelo ahora -sugirió.
Agnes sacudió la cabeza.
– Pones la venda demasiado floja, nuera -observó la anciana-. Se le caerá.
El vendaje le pareció a Kivrin bastante tenso, y era evidente que cualquier intento por tensarlo más provocaría nuevos llantos. La mujer mayor sujetaba todavía el orinal con las dos manos. Kivrin se preguntó por qué no iba a vaciarlo.
– Shh, shh -murmuró Eliwys, meciendo a la niña y palmeándola en la espalda-. Habría preferido que tú me lo hubieras dicho.
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