Bob Shaw - Una guirnalda de estrellas

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Una guirnalda de estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1993, millones de gentes observan en el cielo con incredulidad, ayudados por los recientemente inventados lentes Amplite, mientras el planeta de Thornton se acerca peligrosamente a la Tierra. Diseñados para ver en la oscuridad, los lentes Amplite, iluminan un misterioso mundo de materia antineutrínica que coexiste con la Tierra en otra dimensión

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Ambrose tomó la fotografía y la examinó con decidido interés.

— Gracias… Esta será extremadamente útil. Ahora, pasemos la cinta de nuevo y tomemos nota de las preguntas que se nos ocurran — puso en marcha el diminuto artefacto y se sentó ladeando la cabeza en una exagerada muestra de concentración.

Snook se paseó por el cuarto bebiendo café y tratando de prestar atención al extraño tono de su propia voz surgiendo del magnetofón. Finalmente, diez minutos más tarde, dejó la taza.

— Tengo hambre — dijo—. Voy a comer.

Ambrose parpadeó sorprendido.

— Podemos comer más tarde, Gil.

— Tengo hambre ahora.

Murphy se alejó de la ventana.

— Yo no tengo mucho que hacer aquí… Creo que te acompaño.

Bon appetit — dijo Ambrose sarcásticamente, volviendo a concentrarse en las notas.

Snook sacudió la cabeza y salió de la sala. Él y Murphy caminaron lentamente colina abajo, gozando ostensiblemente de la moderada tibieza del aire y los colores llameantes de las enredaderas. Ninguno de los dos hablaba mucho. Doblaron hacia la calle principal, con su serie decreciente de anuncios de productos y agencias. El silencio y la ausencia de gente creaba una atmósfera de domingo por la mañana. Se dirigieron a la esquina de la calle lateral donde estaba Cullinan House. Como Snook había supuesto, había un jeep aparcado frente al edificio. Intercambió una mirada con Murphy, y ambos, tratando de no perder ese aire despreocupado, apretaron el paso. Llegaron a la sombra polvorienta de la entrada y encontraron a un joven asiático con delantal blanco de barman, bebiendo un pichel de cerveza y fumando un habano.

— ¿Dónde está la muchacha? — dijo Snook.

— Adentro — el joven habló nerviosamente, señalando una puerta a la izquierda—. Pero mejor será que no entren.

Snook abrió la puerta de un empujón y hubo un instante de percepción agudizada en que sus ojos registraron cada detalle de la escena. El salón cuadrangular tenía un mostrador a lo largo de la pared del fondo, y el resto del lugar estaba ocupado por mesas pequeñas y circulares y sillas de caña. Dos soldados estaban apoyados contra el mostrador empuñando vasos de cerveza, las metralletas Uzi al lado, en los taburetes. Una de las mesas había sido servida para el desayuno y Prudence estaba de pie frente a ella, los brazos sujetos a la espalda por un tercer soldado, un cabo. El teniente Curt Freeborn estaba de pie junto a la muchacha, y por un momento se paralizó, a punto de deshacer el nudo central que sujetaba la blusa, cuando Snook entró en el salón seguido de cerca por Murphy.

— ¡Prudence! — exclamó Snook, en un tono de reproche amistoso—. No nos has esperado.

Siguió avanzando hacia la mesa, advirtiendo que los soldados del mostrador agarraban las armas, pero confiando en que una actitud apacible los disuadiría de llevar a cabo acciones apresuradas. Freeborn echó una ojeada a la puerta y las ventanas, y la cara se le distendió en una sonrisa cuando comprendió que Snook y Murphy estaban solos. Se volvió de nuevo hacia Prudence y, con deliberada lentitud, terminó de deshacer el nudo de seda. La blusa se deslizó a un lado revelando los senos, envueltos en encaje color chocolate. La cara de Prudence estaba pálida y tensa.

— Tu amigo y yo ya nos conocemos — le dijo Freeborn a Prudence—. Le gustan las ocurrencias graciosas — la voz era abstracta, como la de un dentista que parlotea para calmar a un paciente. Apoyó las manos en los hombros de Prudence y comenzó a tironear la blusa hacia abajo con los ojos fijos, tranquilos y profesionales.

Snook escudriñó la mesa y vio que nada de lo que había encima se parecía siquiera remotamente a un arma, pues hasta los cuchillos y tenedores eran de plástico. Se acercó un poco más, deseando que Prudence se hubiera ahorrado la humillación que ahora estaba sufriendo.

— Teniente — dijo con sequedad—, no le permitiré que haga esto.

— Las ocurrencias son cada vez más graciosas — comentó Freeborn tomando un tirante del sostén entre el índice y el pulgar y deslizándolo sobre la curva del hombro de Prudence. El cabo que aferraba a la muchacha sonrió de ansiedad. Murphy avanzó un paso.

— Su tío no verá nada de gracioso en esto.

Freeborn le echó una fulminante mirada de reojo.

— De ti me encargaré más tarde, basura.

Durante el momento de distracción Snook saltó hacia adelante lo más alto que pudo, enganchó el cuello de Freeborn con el brazo izquierdo, y cuando dio contra el suelo tenía al teniente asegurado en una llave apretada. Los soldados del mostrador dieron un paso apuntando con las metralletas. Snook alargó la mano derecha, agarró un tenedor de la mesa y apoyó los dientes romos en el costado del ojo sorprendido y desorbitado de Freeborn. Lo hundió en la cuenca ocular lo suficiente como para causar dolor sin infligir un daño grave. Freeborn forcejeó hacia arriba, tratando de levantarle del suelo.

— No se resista, teniente — advirtió Snook—, o le arrancaré el ojo como una porción de helado.

Freeborn soltó un confuso grito de dolor y de furia cuando Snook subrayó la frase empujando el tenedor con más fuerza. El cabo empujó a Prudence a un lado y los soldados avanzaron apartando las mesas a puntapiés.

Uno de los soldados levantó la metralleta, los ojos blancos y saltones, y apuntó cuidadosamente a la cabeza de Snook mientras éste, atento, torcía un poco el tenedor hasta sentir la tibieza de la sangre entre los dedos.

— ¡Atrás, idiotas! — rugió Freeborn, histérico de pánico—. ¡Haced lo que os dice!

Los dos soldados depositaron las pesadas armas en el suelo y retrocedieron seguidos por el cabo. Las manos de Freeborn revolotearon implorantes contra la parte de atrás de las piernas de Snook como grandes y ansiosas mariposas.

— Al suelo, detrás del mostrador — dijo Snook a los soldados mientras Murphy recogía una de las metralletas.

— Gil, hay un depósito de licores detrás del mostrador.

— Mejor aún. También necesitaremos las llaves del jeep — Snook se volvió hacia Prudence, que se estaba sujetando la blusa con manos temblorosas—. Si quiere esperarnos afuera, saldremos en un minuto.

Ella asintió sin una palabra y corrió hacia la puerta. Snook guió al teniente hasta el depósito sin apartar el brazo de su cuello, y apoyándole con fuerza el tenedor.

Murphy acababa de meter a los tres soldados en el sofocante cuartucho. Empuñaba la metralleta con una facilidad inconsciente que sugería cierta experiencia anterior con armas similares. Freeborn fue obligado a encorvarse como un simio cuando Snook le condujo detrás del mostrador y le empujó de espaldas hacia el interior del depósito.

— Será mejor que nos llevemos esto, Gil — Murphy entreabrió la funda del arma de Freeborn y le quitó la pistola automática. El teniente maldecía jadeante en una especie de salmodia rítmica cuando Snook le dio un empellón definitivo y cerró la pesada puerta. Murphy hizo girar la llave, la arrojó a un rincón apartado, se alejó del mostrador y recogió las dos metralletas restantes.

— ¿Nos servirán de algo? — dijo Snook, vacilante.

— Las necesitamos.

Snook saltó por encima del mostrador y se acercó a Murphy.

— ¿No cambiaremos la situación si robamos armamento del ejército? Es decir, hasta ahora todo lo que hemos hecho fue defender a Prudence de una violación en grupo.

— Da lo mismo que si hubiéramos defendido a la Virgen María — Murphy sonrió fugazmente por encima del hombro mientras le precedía hasta el jeep bajo la mirada vigilante del barman—. Creí que conocías este país, Gil. Lo único que nos salvará el pellejo, al menos por el momento, es que el joven Freeborn no se atreverá a presentarse a su tío para informarle de que él y tres Leopardos fueron dominados y desarmados en un lugar público por un blanco desarmado. La pérdida de las armas hace más completa la humillación, pues es lo más vergonzoso que puede ocurrirle a un Leopardo.

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