Ivan Efremov - La Nebulosa de Andrómeda

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Enroscándose en ella, subía en espiral una neblina azul de deslumbrante fulgor.

La radiación dirigida atravesaba toda la atmósfera terrestre formando un canal permanente, que hacía las veces de cable, para la emisión y la escucha de las estaciones exteriores. Allí arriba, a una altura de treinta y seis mil kilómetros sobre la Tierra, había un satélite artificial llamado «diario», gran estación que cada veinticuatro horas daba una vuelta al planeta, en el mismo plano del ecuador, por lo que parecía inmóvil, suspendida sobre el monte Kenia del África Oriental, punto elegido para la comunicación permanente con las estaciones exteriores. Otro gran sputnik, que giraba a cincuenta y siete mil kilómetros de altura, pasando sobre los polos, paralelamente al meridiano, comunicaba con el observatorio emisor y receptor del Tíbet. Allí había mejores condiciones para la formación del canal conductor, pero en cambio no existía enlace continuo. Aquellos dos grandes satélites artificiales mantenían además comunicación con otras varias estaciones exteriores automáticas, situadas alrededor de toda la Tierra.

El estrecho panel de la derecha se apagó: el canal había conectado con el puesto de recepción del sputnik. Y acto seguido se iluminó la pantalla de nacarados reflejos y marco de oro. En su centro, apareció una figura, fantásticamente ampliada, que fue adquiriendo mayor nitidez y sonrió con su enorme bocaza. Gur Gan, observador del sputnik «diario», tenía en la pantalla el aspecto de uno de esos gigantones de los cuentos. Saludó alegremente con una inclinación de cabeza y, tendiendo la mano, de tres metros de largo, conectó toda la red de estaciones exteriores de nuestro planeta, que quedaron unidas en un circuito único por la fuerza enviada desde la Tierra. Los ojos sensibles de los receptores se tendieron hacia él desde todos los confines del Universo. La estrella roja mate de la constelación de Unicornio — cuyos planetas habían lanzado recientemente una llamada — era más fácil de localizar desde el sputnik 57, y Gur Gan enlazó con él. La ligazón invisible entre la Tierra y otro cuerpo celeste no podía durar más de tres cuartos de hora. No había que perder ni un minuto de aquel tiempo precioso.

A una señal de Dar Veter, Veda Kong se puso ante la pantalla, sobre un disco de metal que brillaba con azules fulgores. Rayos invisibles caían en potente cascada acentuando el matiz de la piel, tostada por el sol. Las máquinas electrónicas que habían de traducir las palabras de Veda al idioma del Gran Circuito se pusieron en marcha silenciosamente.

Trece años más tarde los receptores del planeta de la estrella roja mate recogerían las ondas emitidas, grabándolas con los símbolos universales que las máquinas electrónicas de traducir — si allí se hablaba — convertirían en sonidos de aquella lengua extraña.

«Lástima que nuestros lejanos oyentes no puedan escuchar la voz sonora y dulce de la mujer terrestre — pensaba Dar Veter — ni captar sus expresivas inflexiones. ¡Quién sabe cómo estarán constituidas sus orejas! El oído pude ser de diferentes tipos. En cambio la vista, auxiliada en todas partes por las ondas electromagnéticas que atraviesan la atmósfera, es casi igual en todo el Universo. Y ellos verán también a la encantadora Veda, arrebolada de emoción.» Dar Veter escuchaba la conferencia de Veda sin apartar los ojos de su pequeña oreja, medio oculta por un mechoncillo de suaves cabellos.

Veda Kong hablaba con claridad y concisión de los principales jalones de la historia de la humanidad; de los tiempos antiguos de ésta, de la desunión que reinaba entre los pueblos grandes y pequeños, desgarrados por los antagonismos económicos e ideológicos que dividían a sus países. Y lo iba exponiendo a grandes rasgos, brevemente.

Aquellas épocas se agrupaban bajo el nombre de Era del Mundo Desunido (EMD). Mas no era la enumeración de las guerras devastadoras, de los terribles sufrimientos o de los supuestos grandes estadistas — que llenaba los viejos libros de historia de los Antiguos Siglos, de los Siglos Sombríos o de los del Capitalismo — lo que interesaba a los hombres de la Era del Gran Circuito. Mucho más importante para ellos era la historia, llena de contradicciones, del desarrollo de las fuerzas productivas, junto con la formación de las ideas, del arte y de los conocimientos, los orígenes de la lucha espiritual por el verdadero hombre y la auténtica humanidad, así como la evolución de la necesidad de crear nuevos conceptos acerca del mundo y de las relaciones sociales, del deber, de los derechos y de la felicidad del ser humano, concepciones que habían hecho crecer y florecer en todo el planeta el poderoso árbol de la sociedad comunista.

En el último siglo de la EMD, llamado Siglo del Desgajamiento, los hombres habían comprendido al fin que todas sus desgracias provenían de un régimen social que se había ido formando espontáneamente, a partir de los tiempos de la barbarie, y que toda la fuerza y el porvenir de la humanidad estaban en el trabajo, en los esfuerzos conjuntos de millones de seres humanos liberados de la opresión, en la ciencia y en la restructuración de la vida sobre bases científicas. Se habían comprendido las leyes fundamentales del desarrollo de la sociedad, el curso dialécticamente contradictorio de la historia, la necesidad de inculcar una rigurosa disciplina social, tanto más importante cuanto más aumentaba la población del planeta.

La lucha entre las viejas ideas y las nuevas se agudizó en el Siglo del Desgajamiento y dio lugar a que todo el mundo se dividiese en dos campos — el de los Estados viejos, capitalistas, y el de los Estados nuevos, socialistas — con diferente estructuración económica. El descubrimiento en aquel tiempo de las primeras formas de energía atómica y la obstinación de los defensores del viejo mundo estuvieron a punto de llevar a la humanidad hasta la más espantosa catástrofe.

Mas el nuevo régimen tenía que triunfar forzosamente, aunque esta victoria fue retardada por el atraso en la formación de una conciencia social. La reorganización del mundo era empresa absurda sin un cambio radical de la economía, sin la desaparición de la miseria, del hambre y del trabajo penoso, agotador. Pero el cambio de la economía exigía una dirección muy compleja de la producción y de la distribución, y era imposible sin formar antes en cada persona una conciencia social. Para acabar con el odio y, sobre todo, con las mentiras acumuladas por la propaganda hostil durante la lucha ideológica del Siglo del Desgajamiento, se requirieron gigantescos esfuerzos. No pocos errores se cometieron en el camino de desarrollo de las nuevas relaciones humanas. En algunas partes hubo sublevaciones, provocadas por los atrasados partidarios de lo viejo que, debido a su ignorancia, intentaban hallar en la resurrección del pasado fáciles salidas de las dificultades con que tropezaba la humanidad.

Pero la nueva ordenación de la vida se extendió ineluctablemente por toda la Tierra y los pueblos y razas más distintos se fundieron en una sola familia sensata y bien avenida.

Así había comenzado la Era de la Unificación Mundial (EUM), que constaba de los siglos de la Unión de los Países, de las Lenguas Heterogéneas, de la Lucha por la Energía y del Idioma Común.

La evolución social se aceleraba de continuo, y cada nueva época transcurría más de prisa que la anterior. El poder del hombre sobre la naturaleza progresaba a pasos de gigante.

En sus fantásticas utopías sobre un futuro espléndido, las gentes soñaban con que el hombre se liberaría gradualmente del trabajo. Los escritores pronosticaban que con una breve labor diaria de dos o tres horas, dedicadas al bienestar común, la humanidad se aseguraría todo lo necesario, y el tiempo restante sería de feliz asueto.

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