Robert Sawyer - Factor de Humanidad

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En el año 2007 se detecta una señal procedente del espacio profundo. Misteriosos e ininteligibles flujos de datos son recibidos durante diez años. Entonces la señal se detiene.
Heather Davis, profesora de la Universidad de Toronto, ha dedicado toda su carrera a descifrar el mensaje. Mientras, su vida personal ha sucumbido: una hija suicida, un matrimonio destrozado. Pero es ella quien finalmente descifra el mensaje. Descubre una sorprendente tecnología nueva que puede abrirse paso a través de las barreras del espacio y el tiempo, con la promesa de una nueva etapa en la evolución humana. Parecen cercanos una capacidad de exploración ilimitada... o el final de la raza humana.
Factor de humanidad El canadiense Robert J. Sawyer ganador del Premio Nebula y nominado al Premio Hugo por
, habiendo sido finalista los cuatro últimos años, es uno de los autores más aclamados y respetados del momento en Estados Unidos.

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Veía la imagen desde el punto de vista de Kyle. Estaba de pie en el umbral de la habitación. El pasillo estaba oscuro. Podía ver a Becky tendida en la cama, bajo el tupido edredón verde que tenía entonces. Becky estaba despierta. Lo miró. Heather esperó ver miedo, o repulsión, o incluso una expresión de resignación melancólica en su rostro, pero para su sorpresa Becky sonrió: un destello en la noche; entonces llevaba correctores dentales.

Ella sonrió.

No existía el consentimiento entre una menor y un adulto, Heather lo sabía. Pero la sonrisa era tan cálida, tan seductora…

Kyle cruzó la distancia, y Becky se apartó hasta el extremo de su camita, haciéndole sitio.

Y entonces se sentó en la cama.

Kyle se sentó también en el borde. Becky extendió una mano hacia él…

… y cogió el tazón que Kyle le ofrecía.

—Tal como a ti te gusta —dijo Kyle—. Con limón.

—Gracias, papi —dijo Becky. Su voz era ronca. Cogió el tazón con las dos manos y dio un sorbo.

Entonces Heather recordó. Becky había tenido un catarro terrible hacía cinco o seis años. Al final todos acabaron pillándolo.

Kyle extendió la mano y acarició el oscuro cabello de su hija, una vez.

—Nada es demasiado para mi pequeña —dijo.

Becky volvió a sonreír.

—Lamento haberte despertado con mi tos.

—Creo que estaba despierto de todas formas —dijo Kyle. Se encogió de hombros—. A veces no duermo bien.

Entonces se inclinó, la besó amablemente en la mejilla, y se puso en pie.

—Espero que te sientas mejor por la mañana, Calabacita.

Y con eso, salió de la habitación de su hija.

Heather se sentía fatal. Había estado dispuesta a creer las cosas más espantosas sobre su marido. Nunca había habido ni la más mínima prueba que apoyara la acusación de Becky, y todo tipo de motivos para creer que era producto de una psiquiatra desquiciada… y sin embargo, en cuanto aquel recuerdo empezó a desarrollarse y a mostrar a Kyle entrando en la habitación de su hija de noche, ella se temió lo peor. La mera sugerencia de abusos infantiles era suficiente para marcar a un hombre. Por primera vez, Heather comprendió realmente el horror que Kyle había estado experimentando.

Y sin embargo…

Sin embargo, porque el encuentro de una sola noche fuera benigno, ¿significaba eso que no había sucedido nada más? Becky había vivido con sus padres durante dieciocho años, lo cual suponían… ¿cuántas? Unas seis mil noches. ¿Y entonces qué importaba si Kyle se había comportado como un padre diligente y cariñoso una de esas noches?

Empezaba a coger el truco a cómo acceder a recuerdos específicos; concentrarse en una imagen asociada con un incidente deseado era la clave. Pero la imagen tenía que ser precisa. Era enormemente desagradable tratar de conjurar una imagen donde Kyle abusaba de Becky, pero también carecía de sentido. A menos que la imagen encajara exactamente con los recuerdos de Kyle (desde su punto de vista, naturalmente), no habría ninguna conexión, y el recuerdo permanecería aislado.

Heather había visto desnuda a su hija. Habían acudido juntas al mismo gimnasio de Dufferin Street; de hecho, Heather empezó a llevar allí a su hija cuando era una adolescente. Nunca la había observado con atención excepto para advertir, con cierta envidia, que tenía una figura delgada y esbelta, con ninguna de las estrías que la propia Heather tenía desde su primer embarazo. Pero sí había advertido que los pechos de Becky, altos y cónicos, no habían empezado aún a caerse.

Los pechos de Becky.

Un claro recuerdo… pero suyo, no de Kyle.

Becky había acudido a ver a su madre cuando tenía quince o dieciséis años, justo en la época en que empezó a salir con chicos. Se quitó la camisa y el pequeño sujetador y le mostró a su madre el espacio entre sus pechos. Tenía un gran lunar marrón, con la forma de la goma de un lápiz.

—Lo odio —dijo Becky.

Heather comprendió la situación: Becky había soportado la existencia del lunar durante años; de hecho, hacía tres años había superado su timidez para preguntarle al doctor Redmond al respecto, y el médico le aseguró que era benigno. Sin duda un montón de chicas lo habían visto en los vestuarios del colegio. Pero ahora que empezaba a salir con chicos, pensaba en cómo reaccionaría un muchacho. Todo era demasiado rápido para Heather… su hija crecía a demasiada velocidad.

¿O no? La propia Heather sólo tenía dieciséis años la primera vez que dejó que Billy Karapedes le metiera la mano por debajo de la camisa. Lo habían hecho a oscuras, en su coche. Él no había visto nada… pero si Heather hubiera tenido un lunar como el de Becky, lo habría sentido. ¿Cuál habría sido su reacción?

—Quiero que me lo quiten —dijo Becky.

Heather se lo pensó antes de responder. Dos de las amigas del instituto de Becky ya se habían operado de la nariz. Una se había hecho quitar las pecas por medio de láser. Una cuarta había ampliado el tamaño de sus senos. Comparado con eso, ésto no era nada: un poco de anestesia local, el destello de un bisturí, y voilà… la fuente de la agonía desaparecía.

—Por favor —dijo Becky cuando su madre no contestó. Parecía tan seria que durante un segundo Heather pensó que iba a decir que necesitaba hacérselo para el viernes por la noche, pero al parecer las cosas no iban tan rápidas.

—Necesitarás un par de puntos, supongo.

Becky se lo pensó.

—Tal vez podría operarme en las vacaciones de semana santa — dijo, pues evidentemente no quería enfrentarse al vestuario con los puntos de sutura asomando de su esternón.

—Claro, si quieres —dijo Heather, sonriéndole cálidamente a su hija—. Le diremos al doctor Redmond que nos recomiende a alguien.

—Gracias, mamá. Eres la mejor —hizo una pausa—. Pero no se lo digas a papá. Me moriría de vergüenza.

Heather sonrió.

—Ni una palabra.

Heather todavía podía ver en su mente aquel lunar. Lo había visto dos veces más antes de que lo extirparan, y una vez, incluso, después de la operación, cuando flotaba en un pequeño frasco antes de que se lo llevaran a analizar al laboratorio, sólo para estar seguros de que no era maligno. Como le había prometido a Becky, nunca le había dicho ni una palabra a Kyle de la operación de cirugía plástica. La seguridad social de Ontario no la cubría (era, después de todo, algo puramente cosmético), pero costaba menos de cien pavos; Heather pagó con su tarjeta monedero y se llevó a su hija de vuelta a casa, mucho más feliz ahora.

Conjuró una imagen de los pechos de su hija, beige, suaves, en punta, con el lunar entre ellos. Y conectó esa imagen en la matriz de los recuerdos de Kyle, buscando una igual.

Su propia memoria podía haberse deteriorado… habían pasado unos tres años , después de todo. Trató de imaginar unos pechos algo más grandes, pezones de color distinto, lunares más grandes y más pequeños.

Pero no había ninguna imagen similar. Kyle nunca había visto el lunar.

Venía a mi habitación, me hacía quitarme la camisa… tocaba mis pechos, y luego…

Y luego, nada. Kyle nunca había visto a su hija sin camisa… al menos no después de la pubertad, no cuando tenía pechos de verdad.

Heather sintió que todo su cuerpo temblaba. Nunca había sucedido. Nada. No había habido ningún abuso.

Brian Kyle Graves era un buen hombre, un buen marido… y un buen padre. Nunca le había hecho daño a su hija. Heather estaba segura de ello. Por fin, estaba segura.

Las lágrimas le corrían por la cara. Apenas era consciente de ellas: la humedad, el sabor salado mientras algo se le metía en la boca, una intrusión del mundo exterior.

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