Vickers conducía, se detenía a comer y seguía conduciendo el coche. Comía, descansaba y reanudaba el viaje. Mientras tanto observaba los campos de maíz y las manzanas de los huertos, escuchaba el canto de las trilladoras, olía el trébol, levantaba los ojos hacia el cielo. Sabía entonces que Flanders estaba en lo cierto: para sobrevivir el hombre debía cambiar, y la mutación sobreviviente debía ganar la batalla antes de que estallara la tormenta del odio.
Pero las columnas de los periódicos no se llenaban sólo con las noticias de la guerra inminente; tampoco los frenéticos microprogramas de los comentaristas. Aún estaba presente la amenaza de los mutantes, el odio hacia ellos, las constantes exhortaciones al pueblo para que los vigilara.
Abundaban los linchamientos y los incendios de negocios de chismes.
Y algo más: un rumor se extendía por todo el país. Se hablaba de eso en los puestos de diarios, en las rutas polvorientas y en los sombríos rincones nocturnos de las grandes ciudades. Ese rumor afirmaba la existencia de otro mundo, un mundo nuevo donde se podía recomenzar la existencia, donde era posible escapar a las fallas acumuladas durante milenios en la tierra.
Al principio la prensa lo comentó con reseñas; después publicó artículos muy cautelosos con discretos encabezamientos. Los comentaristas de noticias mostraron idénticas reservas. Pero aquello no tardó en desatarse. En pocos días las noticias del otro mundo competían con la guerra inminente y el odio hacia los mutantes; hablaban de personas extrañas e idealistas que decían saber de alguien (siempre otro alguien) proveniente de allá.
El mundo estaba en la punta de un alfiler, tenso como el súbito y estridente campanilleo del teléfono en el silencio de la noche.
Cliffwood, ya en la noche, olía a hogar, a casa propia. Mientras conducía el automóvil por sus calles, Vickers sintió un nudo en la garganta ante su pérdida: allí había querido instalarse para escribir, para volcar en el papel, de año en año, los pensamientos que brotaban de su interior.
Allí estaba su casa, el moblaje, el original de su nuevo libro; allí estaba el tosco estante con su carga de volúmenes. Pero ya no era su hogar y no podía volver a serlo. Y eso no era todo: la Tierra, la tierra original del hombre, la Tierra con T mayúscula, tampoco era ya su hogar ni podría volver a serlo.
En primer lugar debía visitar a Eb. Después volvería a su casa para recoger los originales. Podía entregárselo a Ann; ella se lo guardaría. Pero no, era mejor buscar otro escondrijo, pues no quería ver a Ann. Esa no era la verdad exacta; quería verla, pero no debía hacerlo, pues entre ellos se interponía la certidumbre casi total de que ambos eran parte de una sola vida.
Detuvo el coche frente a la casa de Eb, contemplándola desde su asiento. Era extraño que la vivienda y el patio estuvieran tan limpios, pues Eb vivía solo allí. Se demoraría tan sólo un momento con él, para informarle de lo que había ocurrido y lo que estaba sucediendo; combinaría la forma de mantenerse en contacto y se enteraría de las noticias importantes, si las había.
Cerró la portezuela y cruzó la acera para abrir el cerrojo del portón que conducía al patio. La luna al asomar por entre los árboles, inundó de luz el camino. Mientras se acercaba al porche notó por primera vez que la casa estaba a oscuras. En sus escasas visitas, casi siempre para jugar al póquer, había descubierto que Eb no tenía timbre. Llamó a la puerta golpeando con los nudillos. No hubo respuesta. Tras una pausa volvió a golpear y bajó al sendero. Tal vez Eb, estuviera todavía en el taller, ocupado en alguna reparación de urgencia; o en la taberna, tomando una copa con los amigos.
Había decidido esperarlo en el coche, pensando que no era prudente bajar a la zona comercial, donde podían reconocerlo, cuando una voz preguntó:
—¿Busca a Eb?
Vickers se volvió. Era el vecino más próximo, de pie junto a la cerca.
—Sí —dijo Vickers, mientras se esforzaba por recordar quién vivía allí, por si era alguien capaz de reconocerlo—. Soy un viejo amigo suyo. Pasaba por aquí y se me ocurrió saludarlo.
El hombre pasó por una abertura del cerco y se acercó pisando el césped.
—¿Eran muy amigos?—preguntó.
—No mucho —respondió Vickers—. Hace diez o quince años que no le veo, pero somos amigos desde niños.
—Eb ha muerto.
—¡Muerto!
El vecino escupió, explicando:
—Era uno de esos malditos mutantes.
—¡No! —protestó Vickers— ¡No me diga!
—De veras. Teníamos otro por acá, pero huyó. Siempre sospechamos que Eb le avisó a tiempo.
Ante el odio y la amargura que destilaban las palabras del vecino Vickers experimentó verdadero terror. La turba había matado a Eb; también a él lo matarían, si supieran que había regresado a la ciudad. Y no tardarían en saberlo, pues el vecino lo reconocería en cualquier momento. Vickers acababa de individualizarlo: era el robusto carnicero del único mercado de la ciudad. Se llamaba…Pero eso no tenía importancia.
—Me parece conocerlo a usted de alguna parte —dijo el vecino.
—Debe estar confundido. Es la primera vez que vengo al este.
—Pero su voz…
Vickers golpeó con todas sus fuerzas, desde abajo hacia arriba, girando el cuerpo para acompañar el golpe con todo su peso. Su puño dio contra la cara de aquel hombre; hubo un latigazo de carne contra carne y hueso contra hueso. El vecino cayó.
Sin pérdida de tiempo, Vickers giró sobre sus talones y corrió en dirección al portón. Al entrar al coche estuvo a punto de arrancar la portezuela; pulsó bruscamente el arranque y pisó el acelerador; el coche brincó hacia adelante, esparciendo sobre los arbustos el pedregullo arrojado por las ruedas despavoridas.
Sentía el brazo entumecido por la fuerza del golpe; al extender la mano frente al tablero iluminado notó que tenía los nudillos lacerados y chorreando sangre. Llevaba una ventaja de pocos minutos. El vecino tardaría un poco en reaccionar, pero en cuanto estuviera en pie correría a un teléfono. Entonces comenzaría la caza: los gritos en la noche, las ruedas gimientes, los disparos, la cuerda y el rifle.
Tenía que huir y estaba librado a sus propios recursos. Eb había muerto, sin duda atacado por sorpresa, sin oportunidad de huir hacia la otra tierra. Lo habrían matado de un tiro, ahorcado, destrozado a golpes tal vez. Y era su único vinculo. Sólo quedaban él y Ann, ni siquiera sabía su verdadera condición.
Tomó la carretera principal y se lanzó hacia el valle con el acelerador a fondo. A diez millas de allí había una vieja ruta abandonada donde podría ocultar el coche hasta que pudiera retroceder. Aunque tal vez no fuera prudente hacerlo.
Quizá lo mejor fuera ir a las colinas y ocultarse hasta que cesara el entusiasmo de la cacería. No, en aquella situación nada era lo bastante seguro. Y no podía perder un instante. Tendría que ponerse en contacto con Crawford y sacarlo de en medio como fuera posible. Y no podía contar con ayuda de ninguna especie.
Allí estaba la ruta abandonada, a mitad del camino hacia una colina larga y empinada. Giró el volante y el coche avanzó a tumbos por ella; treinta metros más allá bajó del vehículo y regresó a la ruta. Ya oculto tras unos árboles contemplo el veloz paso de muchos automóviles; no había modo de saber si iban en su persecución.
En ése momento un camión viejo y desvencijado trepó lentamente por la colina, con el motor aullando bajo el esfuerzo. Vickers tuvo una súbita idea.
El camión pasó a su lado y prosiguió la marcha. Estaba cerrado por detrás sólo con un alto portón de cola. Vickers corrió detrás de él, se puso a la par y saltó. Sus dedos se aferraron al portón de cola; logró izarse hasta el borde y descolgarse sobre las cajas apiladas que llenaban el vehículo. Allí permaneció, oculto, con la vista fija en la ruta que se extendía hacia atrás. “Soy como un animal perseguido”, pensó, “y perseguido por mis amigos de otros tiempos”.
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