Clifford Simak - Un anillo alrededor del Sol

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Un anillo alrededor del Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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“Un anillo alrededor del sol” ha sido descrita en alguna ocasión como la maravillosa historia de un juguete infantil que abre las puertas de infinitos universos probables. La historia protagonizada por el escritor Jay Vickers, que se ve inmerso en un conflicto de consecuencias impredecibles y que afecta por igual a los dos lados del telón de acero, constituye, además de una intensa historia de intriga, la explicación más clara y divertida que se ha escrito jamás de la teoría de la relatividad.
Aunando una estructura que le permite administrar hábilmente la información que va suministrando al lector con unos personajes muy bien construidos y un agudo sentido del humor, Clifford D. Simak logró en “Una anillo alrededor del sol” la que sin duda es su novela más inteligente y efectiva.

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Vickers ocupó una silla y aguardó.

¿Qué pretendía? Que Kathleen saliera de la casa corriendo para ir a su encuentro, después de veinte años sin saber de él. Meneó la cabeza: se había permitido pensamientos viciados por los deseos. Eso no resultaba. No era lógico.

Pero muchas otras cosas carecían igualmente de lógica y resultaban bien, de todos modos. No era lógico hallar la casa en otro mundo, pero la había hallado y allí estaba, bajo su techo, aguardando. No era lógico haber encontrado el trompo olvidado ni saber para qué emplearlo. Pero lo había encontrado y lo empleó en la forma debida.

Permaneció inmóvil, atento a los ruidos de la casa.

En el cuarto contiguo hubo un murmullo de voces. La puerta que comunicaba ambas habitaciones no estaba cerrada del todo. Las voces se acallaron y la casa volvió a sumirse en el silencio matinal.

Vickers se levantó de la silla y dio en pasearse entre la ventana y el hogar. ¿Quién estaría en el cuarto contiguo? ¿Por qué seguía esperando? ¿A quien vería si franqueaba esa puerta, y qué podría decirle?

Dio una vuelta por la habitación, caminando con mucha suavidad, y se detuvo junto a la puerta, de espaldas a la pared, conteniendo el aliento para escuchar.

Allí estaba el murmullo de voces, pero pudo distinguir las palabras.

—…será una verdadera conmoción.

Una voz profunda y gruñona dijo:

—Siempre causa conmoción. No se puede hacer nada por remediarlo. De cualquier modo que se lo mire es siempre degradante.

Otra voz, lenta y pesada, agregó:

—Es una lástima que nos veamos obligados a actuar así. ¡Cuánto mejor sería dejarlos ocupar sus propios cuerpos!

El primero que había hablado indicó en tono preciso, medido y comercial:

—Casi todos los androides lo aceptan bastante bien, aún sabiendo lo que significa. Logramos que comprendan. Además, por supuesto, de cada tres hay siempre un afortunado que puede volver al cuerpo real.

—Tengo el presentimiento de que con Vickers nos hemos apresurado —dijo la voz áspera.

—Flanders dijo que era necesario. Piensa que Vickers es el único que puede manejar a Crawford.

Fue la voz de Flanders la que respondió:

—Estoy seguro de que así es. Comenzó tarde, pero estaba avanzando con celeridad. Le dimos una verdadera paliza. En primer lugar, el ojo-espía se descuidó y se dejó atrapar; eso le dio en qué pensar. Después combinamos lo del linchamiento. Más tarde encontró el trompo que dejamos y asoció las ideas. Con uno o dos impulsos más…

—¿Y la chica, Flanders? ¿Esa tal…cómo se llama?

—Ann Carter —respondió Flanders—. Hemos estado impulsándola un poco, pero no tanto como a Vickers.

—¿Cómo reaccionarán cuando descubran que son humanoides?—preguntó la voz lenta.

Vickers se apartó de la puerta moviéndose con mucha cautela, con las manos extendidas hacia adelante, como si avanzara en la oscuridad por un cuarto lleno de obstáculos. Alcanzó la puerta que conducía al vestíbulo y se aferró a ella.

“Usado”, pensó. “Ni siquiera humano”. Y agregó a medía voz:

—Maldito sea, Flanders.

No sólo él, sino también Ann … No eran mutantes, seres superiores, ni siquiera humanos. ¡Androides, humanoides!

Tenía que escapar. Tenía que ocultarse, buscar un refugio donde echarse a lamer sus heridas mientras se calmaba y elaboraba sus planes.

Porque debía hacer algo. Las cosas no podían quedar así. Tomaría cartas en el asunto e intervendría en el juego.

Cruzó el vestíbulo, llegó hasta la puerta y la abrió apenas para ver si había alguien a la vista. El prado estaba desierto.

Cerró suavemente la puerta tras de sí. Bajó al prado de un salto y echó a correr. Saltó el cerco y siguió corriendo del otro lado, sin detenerse.

Sólo al verse entre los árboles se atrevió a mirar hacia atrás. Allí estaba la casa, majestuosa y serena, sobre la cumbre de la colina que cerraba el valle.

CAPITULO 34

Conque era un androide, un hombre artificial, un cuerpo fabricado con unos cuantos productos químicos, moldeado por la astucia de la mente humana y la brujería tecnológica …, pero esa astucia y esa hechicería correspondían al cerebro mutante, pues los hombres normales que habitaban la madre Tierra, la Tierra original, no disponían de ellas. Eran los mutantes, sólo ellos, quienes podían crear un hombre artificial con tanta destreza que ni él mismo lo sabría de seguro. Y también mujeres artificiales, como Ann Carter.

Los mutantes podían hacer androides, robots, coches eternos, hojas de afeitar interminables y muchos artilugios más, todos inventados para derruir el sistema económico de la raza que les había dado origen. Había logrado el carbohidrato por síntesis, tanto como alimento como para fabricar los cuerpos de sus androides, y poseían el arte de viajar entre un mundo y otro, por todos aquellos mundos que circulaban pisándose los talones por los corredores del tiempo. Eso era cuanto sabía de sus habilidades y sus obras. De todo lo demás no tenía idea: ni de lo que hacían, ni de lo que podían estar planeando.

“Usted es mutante”, le había dicho Crawford, “un mutante sin desarrollar. Es uno de ellos”. Pues Crawford tenía una máquina inteligente que sabía hurgar en el cerebro e informar a su dueño de lo que allí encontraba; pero la máquina era estúpida, al fin y al cabo, ya que no podía distinguir siquiera un hombre real de un fraude.

El no era mutante, sino un cadete de los mutantes. Ni siquiera hombre, sino apenas una copia artificial.

¿Cuántos otros andarían por el mundo en las mismas condiciones, cumpliendo las tareas asignadas por el amo mutante? ¿A cuántos como él observaban y seguían los hombres de Crawford, sin sospechar que no seguían al enemigo sino a un mero producto fabricado por él? Eso daba una perfecta idea de la diferencia entre un hombre normal y un mutante: el hombre normal podía confundir a un espantajo con el adversario.

Los mutantes creaban un hombre, lo soltaban para observarlo y le permitían desarrollarse; también instalaban un pequeño mecanismo que llamaban ojo-espía para vigilarlo, un ratoncillo mecánico susceptible de ser aplastado con un pisapapeles. Y a su debido tiempo lo impulsaban. ¿Para qué?. Soliviantaban a sus conciudadanos para obligarlo a huir; ponían a su paso un juguete de la infancia y aguardaban el resultado de la asociación de ideas. Arreglaban las cosas de modo tal que estuviera conduciendo un coche Eterno cuando eso podía llevarlo otra vez al linchamiento.

Y una vez que habían impulsado al androide, ¿qué pasaba con él? ¿qué pasaba con los androides una vez cumplida su función?

Había prometido a Crawford hablar nuevamente con él cuando estuviera enterado de lo que ocurría. Pues bien, ya sabía unas cuantas cosas que podían interesarle mucho.

Pero sabía algo más, algo que se agitaba en su cerebro, como si burbujeara en el intento de brotar. Sabía algo más, pero no podía recordarlo.

Seguía caminando por el bosque, entre los grandes árboles y la hojarasca profunda, entre el musgo, las flores y el extraño silencio que lo llenaba de paz. Tenía que buscar a Ann Carter y explicarle lo que ocurría. Juntos podrían hacerle frente.

Se detuvo junto al enorme roble y alzó la vista hacia el follaje, tratando de aclarar su mente, de apartar el caos de sus pensamientos para comenzar de nuevo.

Dos cosas quedaron en claro por sobre todo lo demás:

Era necesario volver a la Tierra madre.

Era necesario buscar a Ann Carter.

CAPITULO 35

Vickers sólo descubrió a aquel hombre cuando le oyó hablar.

—Buenos días, extranjero —dijo alguien.

El escritor giró sobre los talones. Allí estaba, a pocos metros de distancia. Era un hombre alto, fuerte y corpulento, vestido como los peones de campo o los obreros de una fábrica, pero con una boina garbosamente encasquetada y adornada con una pluma de brillantes colores. A pesar de sus toscas ropas no tenía el aspecto de los campesinos, sino un aire de alegre confianza en si mismo; al verlo Vickers creyó recordar algo que había leído en cierta parte, pero no llegó a establecer la comparación. El hombre llevaba un carcaj lleno de flechas colgado del hombro con una correa y un arco en las manos; del cinturón pendían dos conejos muertos, cuya sangre había chorreado por los pantalones.

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