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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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Cené en mi isla, y cuando la hora cuarta sonó en los gongos de la torre Remni, yo entraba en el palacio, listo para la comida. Los karhíderos tienen cuatro comidas principales al día: desayuno, almuerzo, merienda y cena, junto con eventuales bocados en los intervalos. No hay ganado en Invierno, ni productos manufacturados: leche, manteca, queso; los únicos alimentos ricos en proteínas e hidratos de carbono son las distintas variedades de huevos; pescado, nueces, y granos de hainish. Una dieta de bajas calorías en un clima crudo y hay que realimentarse muchas veces. Yo me había acostumbrado, parecía, a comer cada pocos minutos. No descubrí hasta más avanzado el año que los guedenianos habían perfeccionado la técnica del estómago perpetuamente colmado y a la vez siempre insatisfecho.

Nevaba aún, un chubasco de primavera, mucho más agradable que la lluvia del deshielo que había caído hasta hacía poco. Fui hacia el palacio y entre las construcciones, en la pálida y silenciosa oscuridad de la nevada, extraviándome sólo una vez. El palacio de Erhenrang es una ciudadela, una zona amurallada de edificios, torres, jardines, patios, claustros, pasadizos elevados, calzadas estrechas, bosquecillos y mazmorras, el producto de siglos de paranoia activa. Sobre todo esto se alzan las paredes sombrías, rojas y ornamentadas de la Casa del Rey, habitada siempre, pero sólo por el rey. El resto, sirvientes, funcionarios, señores, maestros, parlamentarios, guardias y los demás duermen en otro palacio, recinto, barraca, o casa de la ciudadela. La casa de Estraven, signo del alto favor del rey, era el edificio de la Esquina Roja, construido cuatrocientos cuarenta años atrás para albergue de Harmes, compañero de kémmer de Emran III, de belleza todavía célebre, y que fuera secuestrado, mutilado, y convertido en imbécil por partidarios de la facción mediterránea. Emran III murió cuarenta años después, todavía descargando su cólera sobre las desgracias del pueblo: Emran el malaventurado. La tragedia es tan antigua que ya ha perdido todo horror, y sólo un cierto aire de deslealtad y melancolía cubre las piedras y sombras de la casa.

El jardín era pequeño y tapiado; unos árboles de sérem se inclinaban sobre el estanque de piedras. En los pálidos rayos de luz que entraban por las ventanas yo veía los copos de nieve y las esporas filamentosas y blancas de los árboles, que caían lentas y juntas al agua oscura. Estraven estaba esperándome al frío, descubierto y sin abrigo, observando los copos y las semillas que descendían secreta y continuamente en la noche. Me saludó apenas, y me llevó al interior de la casa. No había otros huéspedes.

Me sorprendí, pero nos sentamos en seguida a la mesa, y no se habla de negocios mientras se come; además, mi asombro se volvió a la comida, que era excelente, aun el infaltable pan de manzana, transformado por un cocinero cuyo arte alabé de todo corazón. Luego de la cena bebimos cerveza caliente junto al fuego. En un mundo donde hay un utensilio común de mesa para deshacer el hielo que se forma en el vaso, entre sorbo y sorbo, uno llega a apreciar la cerveza caliente.

Estraven había conversado amablemente, mientras cenábamos; ahora callaba, instalado allí delante, junto al extremo de la chimenea. Aunque pronto se cumplirían dos años de mi llegada a Invierno yo estaba todavía muy lejos de poder ver a los habitantes del planeta tal como ellos se veían a si mismos. Lo había intentado varias veces, pero mis esfuerzos concluían en un modo de mirar demasiado deliberado: un guedeniano me parecía entonces primero un hombre, y luego una mujer, y les asignaba así categorías del todo irrelevantes para ellos, y para mí fundamentales. De modo que mientras sorbía la ácida cerveza humeante se me ocurrió que durante la cena la conducta de Estraven había sido femenina, todo encanto y tacto y ausencia de sustancia, graciosa y diestra. ¿Era quizá esta blanda y sutil femineidad el motivo de mi desconfianza y mi rechazo? Pues me parecía imposible pensar en Estraven como mujer: esa presencia, oscura, irónica, poderosa, a mi lado, a la luz del fuego; y sin embargo cada vez que lo imaginaba como hombre, me parecía ver cierta falsedad, cierta impostura: ¿en él o en mi propia actitud hacia él? La voz de Estraven era delicada y resonante, pero no profunda, y apenas masculina aunque tampoco femenina, ¿pero qué decía ahora?

—Lamento —decía —haber tenido que postergar tanto tiempo el placer de tenerlo a usted en mi casa; y en ese sentido me alegra saber que ya no hay entre nosotros ninguna cuestión de patronazgo.

Me quedé pensando en lo que acababa de oír. Estraven había sido hasta entonces mi patrón, esto era indiscutible. ¿Acaso la audiencia en la corte que el rey me concediera para el día siguiente nos había puesto a ambos en un mismo plano?

—No estoy seguro de entenderlo a usted —le dije.

Estraven calló un rato, también perplejo.

—Bueno —dijo al fin —, estando usted aquí… Ya no he de favorecerlo ante el rey, por supuesto.

Estraven hablaba como si estuviese avergonzado de mi, no de si mismo. La invitación a cenar, parecía evidente, tenía un significado que se me escapaba. Pero mi torpeza era una cuestión de costumbres y la de Estraven una cuestión de ética. Lo único que se me ocurrió al principio fue que no me había equivocado al desconfiar de Estraven. No sólo era hábil y poderoso, sino también desleal. Todos estos meses en Erhenrang era él quien me había escuchado, quien había respondido a mis preguntas, mandando médicos e ingenieros a verificar la rareza de mi cuerpo y de mi nave, presentándome a gente que yo necesitaba conocer, y elevándome poco a poco de mi condición primera de monstruo imaginativo a la de enviado misterioso, a punto de ser recibido por el rey. Ahora, habiéndome transportado a esas alturas peligrosas, Estraven me anunciaba fríamente y de pronto que me retiraba todo apoyo.

—Usted mismo me apoyó y…

—Fue un error.

—Quiere decir que aunque me consiguió esta audiencia no le ha hablado al rey de mi misión como usted… —Tuve la sensatez de callar antes de «prometió».

—No puedo.

Yo estaba furioso, pero Estraven no parecía ni enojado ni avergonzado.

—¿Me dirá por qué?

Al cabo de un rato Estraven dijo: —Si —y en seguida calló otra vez. Durante esta pausa se me ocurrió que un extraño inepto e indefenso no puede exigirle explicaciones a un primer ministro, sobre todo cuando no entiende, y quizá nunca entienda, los fundamentos del poder y las obras del gobierno. No había duda de que se trataba de shifgredor, prestigio, imagen, posición, relación de orgullo, el intraducible y soberano principio de autoridad social que domina en Karhide y en todas las civilizaciones de Gueden. Y si era esto, yo no lo entenderla.

—¿Oyó usted lo que me dijo hoy el rey en la ceremonia?

—No.

Estraven se inclinó hacia adelante, sacó la jarra de cerveza de las cenizas calientes, y volvió a llenarme el vaso. No dijo nada más, y continué:

—No oí que el rey le hablara.

—Yo tampoco —dijo Estraven.

Entendí al fin que se me escapaba de nuevo otra señal. Maldiciendo las afeminadas tortuosidades de Estraven, le dije: —¿Trata de decirme, señor Estraven, que ha perdido usted el favor del rey?

Me pareció descubrir entonces en Estraven una expresión de enojo, aunque habló con voz indiferente.

—No trato de decirle nada, señor Ai.

—¡Dios, ojalá tratara!

Estraven me miró con curiosidad. —Bueno, digámoslo así. Hay gentes en la corte que disfrutan del favor del rey, como usted dice, pero que no apoyan ni la presencia ni la misión de usted.

Y por eso corres a unirte a esa gente, y me vendes para salvar el pellejo, pensé, pero no hubiese servido de nada decirlo. Estraven era un cortesano, un político, y yo un tonto por haberle tenido confianza. Aun en una sociedad bisexual el político es muy a menudo algo menos que un hombre íntegro. La invitación a cenar mostraba claramente el punto de vista de Estraven: yo aceptaría esa traición con la misma facilidad con que él la había cometido. Salvar las apariencias importaba más que la honestidad. De modo que me obligué a decir: —Lamento que la amabilidad de usted le haya traído dificultades. —Brasas encendidas. Tuve la satisfacción de sentir una cierta superioridad moral, pero no por mucho tiempo; Estraven era demasiado impredecible.

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