El cocinero lo había previsto. Yo lo mandé fuera en seguida, pero antes de irse el hombre me había juntado toda la comida preparada que pudo encontrar para mi viaje de tres días. Esa bondad me conservó la vida, y también el ánimo, pues cada vez que en mi viaje comí de ese pan y de esa fruta pensé: «Hay un hombre que no me considera traidor, pues me ha dado esto.»
Es duro, descubrí, que lo llamen traidor a uno, y extraño también, pues cuesta poco dar a alguien ese nombre; un nombre que se pega, se ajusta, convence. Yo mismo estaba a medias convencido.
Llegué a Kuseben al anochecer del tercer día, inquieto y con los pies llagados, pues en esos últimos años en Erhenrang yo había cedido al lujo y a la buena mesa y ya no era un buen caminador; y allí, esperando por mí a las puertas del pueblo, estaba Ashe.
Habíamos sido kemmerantes siete años, y habíamos tenido dos hijos. Nacidos de la carne de Ashe se llamaban como él, Fored rem ir Osbod, y habían sido criados en aquel clan—hogar. Tres años antes Ashe había visitado la fortaleza de Orgni y llevaba ahora la cadena dorada; celibatario de los profetas. No nos habíamos visto en esos tres años, y sin embargo mirándolo a la luz del crepúsculo bajo el arco de piedra sentí aquel viejo hábito de nuestro amor, como si se hubiese roto un día antes, y vi en Ashe aquella fidelidad que lo había impulsado a compartir mi ruina. Y comprendiendo que ese lazo ya inútil me apretaba de nuevo, sentí furia; pues el amor de Ashe me había obligado siempre a actuar contra mis sentimientos.
No me detuve. Si yo tenía que ser cruel no había necesidad de ocultarlo, y de fingir amabilidad.
—Derem —me llamó Ashe, siguiéndome. Apresuré el paso descendiendo por las empinadas calles de Kuseben, hacia los muelles.
Un viento sur soplaba desde el mar, moviendo los follajes negros de los jardines, y en aquel templado y tormentoso crepúsculo de verano huí de Ashe como de un asesino. Ashe me alcanzó pronto, pues las llagas de los pies me impedían caminar de prisa, y me habló:
—Derem, iré contigo. —No respondí.
—Diez años atrás en este mes de tuva hicimos votos…
—Y hace tres años rompiste esos votos, abandonándome, y elegiste mal.
—Nunca rompí los votos que hicimos, Derem.
—Es cierto. No había nada que romper. Fue un voto falso, un voto segundo. Lo sabes, ya lo sabías entonces. El único verdadero voto de fidelidad nunca fue dicho, no podía ser dicho, y el hombre a quien hice ese voto está muerto hace tiempo, y la promesa ya no vale. No me debes nada, ni yo a ti. Déjame ir.
Mientras yo hablaba mi cólera y mi amargura se iban volviendo de Ashe hacia mi y mi propia vida, que quedaba atrás como una promesa rota. Pero Ashe no lo sabía, y me miró con lágrimas en los ojos. —¿Me permites, Derem? No te debo nada, pero te quiero bien —dijo tendiéndome un pequeño paquete.
—No, no me falta dinero, Ashe. Déjame ir. Tengo que ir solo.
Seguí mi camino, y Ashe no me siguió, pero sí la sombra de mi hermano. Yo había hecho mal, pues no tenía que haberlo nombrado; yo había hecho mal casi todas las cosas.
La fortuna no me esperaba en el puerto. No había allí ningún barco de Orgoreyn que pudiese sacarme de Karhide antes de medianoche. Quedaban pocos hombres en los muelles, y estos pocos ya regresaban de prisa a sus casas; el único con quien pude hablar, un pescador que arreglaba el motor de una barca, alzó los ojos echándome una mirada, y me volvió la espalda en silencio. Tuve miedo entonces. El hombre me conocía, y esto significaba que estaba avisado. Tibe trataba de acorralarme y mantenerme en Karhide hasta que se me acabara el tiempo. Yo había sentido hasta ahora dolor y furia, pero no miedo. No se me había ocurrido que la orden de destierro no fuese sino una mera excusa para mi ejecución. Una vez que sonara la sexta hora yo era pieza libre para los hombres de Tibe, y nadie podría acusarlos de asesinato, ya que serían entonces bravos ejecutores de la justicia.
Me senté en un saco de arena, envuelto en las sombras y resplandores ventosos del puerto. El mar golpeaba y lamía los pilares, y unos botes de pesca tironeaban de las amarras, y allá en el otro muelle ardía una lámpara. Miré un rato la luz y más allá la oscuridad sobre el mar. Algunos despiertan ante el peligro, no yo. Mi don es la previsión. Amenazado de cerca me vuelvo estúpido, y allí estaba ahora, sentado en un saco de arena pensando si un hombre podría ir a nado hasta Orgoreyn. No había hielo en el golfo de Charisune desde hacia un mes o dos, y se podía sobrevivir un rato dentro del agua. La distancia a la costa orgota era de casi doscientos kilómetros. Yo no sabía nadar. Cuando dejé de mirar el mar y volví los ojos a las calles de Kuseben, me encontré buscando a Ashe, con la esperanza de que me hubiera seguido. Habiendo alcanzado este punto, la vergüenza me sacó del estupor y pude pensar otra vez.
El dinero o la violencia era la alternativa si yo me decidía a tratar con el pescador que trabajaba en la barca, al abrigo del muelle; pero no valía la pena, ya que el motor parecía descompuesto. El robo entonces, aunque los motores de las barcas de pesca estaban todos bajo llave. Abrir el circuito cerrado, encender el motor, alejarse en el bote bajo las lámparas del muelle y viajar así hasta Orgoreyn, no habiendo manejado nunca una barca de motor, parecía una tonta aventura desesperada. Nunca había manejado una barca de motor, pero había remado en el lago Paso de Hielo, en Kerm, y allí, sujeto al muelle exterior, entre dos lanchas, había un bote de remos. Me decidí. Corrí por el muelle bajo las lámparas que me miraban, salté al bote, solté las amarras, puse los remos y remé en las aguas revueltas y negras del puerto donde se deslizaban y se reflejaban las luces. Cuando estuve bastante lejos me interrumpí para enderezar el tolete de un remo, que no trabajaba bien; todavía me faltaba un buen trecho, aunque esperaba que alguna patrulla o algún pescador orgota me rescataran al alba. Me incliné sobre la horquilla y sentí como una debilidad que me corría por todo el cuerpo. Pensé que iba a desmayarme, y caí hacia atrás encogido sobre el asiento. Era la enfermedad del miedo, que estaba dominándome. Pero yo no sabía que la cobardía era algo que pesaba tanto en el estómago. Alcé los ojos y vi dos figuras en el extremo del muelle, como dos varitas saltarinas en el distante resplandor eléctrico del otro lado del agua, y entonces empecé a pensar que mi parálisis no era efecto del temor sino de un arma de largo alcance.
Llegué a ver que uno de ellos sostenía un arma de saqueo, y si hubiese sido después de medianoche supongo que el hombre habría disparado, matándome; pero el arma de saqueo es muy ruidosa, y alguien podía pedir explicaciones. De modo que habían usado un arma sónica. Un arma sónica extiende eficazmente el campo de resonancia sólo en un radio de unos treinta metros. No conozco el alcance del arma para un disparo letal, pero yo no había estado demasiado lejos; me doblaba ahora sobre mí mismo como un niño con cólicos. Me costaba respirar; el campo debilitador me había alcanzado el pecho; pronto enviarían una barca de motor para terminar de una vez conmigo, y no podía perder más tiempo echado así sobre los remos, jadeando. Había oscuridad a mis espaldas, y adelante, y remé hacia la oscuridad. Remé con brazos débiles, mirándome las manos para estar seguro de que sostenían los remos, pues yo no los sentía. Salí así al mar abierto y a la negrura, fuera del golfo. Allí tuve que detenerme. A cada golpe de remo me aumentaba el entumecimiento de los brazos. El corazón me latía de modo irregular, y mis pulmones no aspiraban aire. Traté de remar, pero no estaba seguro de que los brazos se me movieran. Quise recoger los remos, y no pude. Cuando el reflector de una patrulla del puerto me mostró en la noche como un copo de nieve en un campo de hollín, ni siquiera pude apartar los ojos del resplandor.
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