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Ursula Le Guin: Los desposeídos

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: Los desposeídos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1983, ISBN: 978-84-350-0398-8, издательство: Minotauro, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Tirin hizo la pregunta que estaba en las mentes de todos:

—¿Quieres decir que muchas personas le pegaban a una?

—Así es.

—¿Y por qué los otros no lo impedían?

—Los carceleros estaban armados. Los prisioneros no —dijo el profesor. Hablaba de mala gana, turbado, como si lo obligaran a decir algo detestable.

La mera atracción de lo perverso llevó a Tirin, a Shevek y a otros tres muchachos a unirse en un grupo. Las niñas fueron excluidas de la cofradía, nadie sabía por qué. Bajo el ala occidental del centro de aprendizaje, Tirin había descubierto una prisión ideal. Era un espacio en el que apenas cabía una persona, sentada o acostada. Los cimientos se elevaban en tres paredes, y la abertura lateral podía cerrarse con una pesada losa de piedra espuma.

Pero la puerta tenía que ser inexpugnable. Probaron hasta descubrir que dos puntales acuñados entre una pared y la losa cerraban definitivamente el recinto. Nadie podría abrir desde dentro aquella puerta.

—¿Y la luz?

—No habrá luz —dijo Tirin. Hablaba con autoridad de estas cosas, porque alcanzaba a verlas con la imaginación. De la realidad, utilizaba lo que conocía, pero no era la realidad lo que le daba esa certeza. Encerraban a los prisioneros a oscuras, en la Fortaleza de Drio. Durante años.

—Pero el aire —objetó Shevek—. Esa puerta es hermética. Tiene que haber un orificio.

—Tardaríamos horas en perforar la piedra espuma. Y de todas maneras, ¡nadie se quedará en esa cueva tanto tiempo como para que le falte el aire!

Coros de voluntarios y de protestas.

Tirin los miró, burlón.

—Estáis todos locos. ¿Quién querrá encerrarse en un agujero como éste? ¿Para qué?

Había tenido la idea de construir la prisión y eso le bastaba; no comprendía que la imaginación no fuera suficiente para algunos, que necesitaran meterse en la celda y tratar de abrir una puerta que no podía abrirse.

—Yo quiero ver cómo es —dijo Kadagv, un muchachito de doce, ancho de pecho, serio, dominante.

—¡Usa un poco la cabeza! —dijo Tirin con sarcasmo, pero los otros chicos apoyaron a Kadagv. Shevek consiguió un taladro de taller, y abrieron un orificio de dos centímetros en la «puerta» a la altura de la nariz. Como Tirin había anunciado tardaron casi una hora.

—¿Cuánto tiempo quieres quedarte adentro, Kad? ¿Una hora?

—Mira —dijo Kadagv—, si yo soy el prisionero, no puedo elegir. No soy libre. Saldré cuando vosotros lo decidáis.

—Eso es muy cierto —dijo Shevek, amilanado por esta lógica.

—No puedes quedarte demasiado tiempo, Kad. ¡Yo quiero probar también! —dijo el más joven de todos, Gibesh. El prisionero no contestó. Entró en la celda. Levantaron la puerta, la dejaron caer con un golpe, pusieron las cuñas, los cuatro carceleros las martillaron con entusiasmo. Todos se apiñaron frente a la losa para ver al preso, pero como adentro no había luz, excepto la que entraba por el orificio, no vieron nada.

—¡Déjalo respirar!

—¡Sóplale un poco adentro!

—¡Échale algún aire!

—¿Cuánto tiempo estará ahí?

—Una hora.

—Tres minutos.

—¡Cinco años!

—Faltan cuatro horas para que apaguen las luces. Eso bastará.

—¡Pero yo quiero entrar también!

—De acuerdo, te dejaremos dentro toda la noche.

—Bueno, mañana, quise decir.

Cuatro horas más tarde retiraron las cuñas y liberaron a Kadagv. Salió de la celda tan tranquilo como cuando había entrado, y dijo que tenía hambre, y que no era nada; había dormido casi todo el tiempo.

—¿Lo harías otra vez?—lo desafió Tirin.

—Seguro.

—No, ahora me toca a mí…

—Cállate, Gib. ¿Ahora, Kad? ¿Entrarías de nuevo ahora, sin saber cuándo te dejaremos salir?

—Seguro.

—¿Sin comida?

—Ellos les daban de comer a los prisioneros —dijo Shevek—. Eso es lo más raro.

Kadagv se encogió de hombros. Era de una soberbia y petulancia intolerables.

—Oídme —dijo Shevek a los dos más pequeños—, id a la cocina y pedid algunas sobras, y traed una botella o algo con agua. —Se volvió a Kadagv.— Te daremos un saco entero de comida, así podrás quedarte en este agujero todo lo que quieras.

—Todo lo que quieras —corrigió Kadagv.

—Está bien. ¡Entra! —El aplomo de Kadagv despenó en Tirin una vena satírica, teatral.— Eres un prisionero. No puedes replicar. ¿Entendido? Date vuelta. Las manos sobre la cabeza.

—¿Por qué?

—¿Quieres echarte atrás?

Kadagv lo miró enfurruñado.

—No puedes preguntar por qué. Porque si lo haces podemos castigarte, tienes que limitarte a aceptarlo, y nadie te va a socorrer. Porque podemos patearte los huevos y tú no puedes patearnos a nosotros. Porque no eres libre. Bien, ¿quieres seguir hasta el final?

—Seguro. Pégame.

Tirin, Shevek y el prisionero, enfrentados los tres muy tiesos alrededor de la linterna, en la oscuridad entre las anchas paredes de los cimientos, eran un grupo extraño.

Tirin sonrió arrogante, complacido.

—No me digas a mí, aprovechado, lo que tengo que hacer. ¡Cierra el pico y métete en la celda! —Y cuando Kadagv se daba vuelta para obedecer, le dio un empujón y lo hizo caer de bruces. Kadagv soltó un gruñido áspero de sorpresa o dolor, y se sentó frotándose un dedo que se había raspado o torcido contra el fondo de la celda. Shevek y Tirin no hablaban. Inmóviles, las caras inexpresivas, eran los guardias. Ya no estaban representando un papel: el papel se había apoderado de ellos. Los más jóvenes regresaban con un trozo de pan de holum, un melón y una botella de agua. Se acercaban charlando, pero el silencio extraño que había a la entrada de la celda se les contagió en seguida. Empujaron la comida y el agua al interior de la celda, levantaron la puerta y la apuntalaron. Kadagv estaba solo en la oscuridad. Los otros se apretaron alrededor de la linterna. Gibesh murmuró:

—¿Dónde va a mear?

—En la cama —le replicó Tirin con claridad sardónica.

—¿Y si quiere cagar? —preguntó Gibesh, y estalló de pronto en una aguda carcajada.

—¿Qué tiene de gracioso?

—Pensé… que si no puede ver… en la oscuridad… —Gibesh no acertaba a explicar por qué le parecía divertido. Todos rompieron a reír sin causa, en carcajadas convulsivas, sofocantes. Todos sabían que el muchacho encerrado en la celda podía oírlos.

En el dormitorio de los niños ya estaban apagadas las luces y muchos de los adultos se habían acostado, aunque en los dormitorios aún quedaban algunas luces encendidas. La calle estaba desierta. Los chicos corretearon calle abajo entre risas y gritos, dominados por la alegría de compartir un secreto, de atormentar a otros, de tramar maldades. Despertaron a la mitad de los chicos del dormitorio jugando al marro en los vestíbulos y entre las camas. No intervino ningún adulto, y poco después el tumulto cesó.

Sentados en la cama de Tirin, Tirin y Shevek siguieron cuchicheando hasta muy tarde. Decidieron que Kadagv lo había pedido y que lo dejarían en la cárcel dos noches enteras.

El grupo se reunió por la tarde en el taller de recuperación de madera, y el capataz preguntó dónde estaba Kadagv. Shevek le echó una mirada furtiva a Tirin. Tirin en cambio respondió con indiferencia que seguramente se había incorporado a otro grupo ese día. A Shevek le chocó la mentira. El sentimiento de poder se convirtió de pronto en malestar: le escocían las piernas, le ardían las orejas. Cada vez que el capataz le hablaba, tenía un sobresalto, de miedo o de algo semejante, un sentimiento que nunca había conocido, parecido a la timidez pero más desagradable: secreto, y ruin. No dejaba de pensar en Kadagv mientras tapaba los orificios de los clavos y lijaba las planchas triples de holum para devolverles la tersura original. Cada vez que se detenía a pensar, allí en su mente estaba Kadagv. Era espantoso.

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