VIDA COTIDIANA ENTRE LOS MUNDOS
En nuestra cápsula interplanetaria nos veíamos privados de día y noche, o más bien de los ritmos diurnos de la Tierra que habían sido reemplazados por la rotación de la Faetón ; si uno se tomaba la molestia, podía contemplar la salida del sol cada cuarto de hora. Pero manteníamos las mismas horas como si estuviésemos firmemente en tierra inglesa. Dormíamos en camastros que se desplegaban de las paredes de la cabina. Mi cama, a la que me pegaba firmemente cada noche con mantas bien sujetas, me soportaba como si fuese la más suave de las camas, aunque si los brazos se me soltaban mientras dormía, era desconcertante despertarme para encontrármelos flotando frente a mi cara, aparentemente desmembrados.
A las siete y media todas las mañanas nos despertábamos por las suaves campanadas del mecanismo de alarma del Gran Oriental . Pocket retiraba las pequeñas persianas de las portillas, dejando que entrasen rayos gemelos de luz solar y luz terrestre y nos turnábamos para pasar a la bañera oculta.
Las facilidades de aseo eran por necesidad bastante crudas, consistiendo en un aparato que se desplegaba de la pared acolchada y que podía rodearse por una cortina ligera pero hermética al aire, por lo que la intimidad y la limpieza se preservaban hasta cierto grado. Como Traveller nos había asegurado, los materiales de desecho se enviaban directamente al espacio.
¡Incluso era posible afeitarse a bordo de la Faetón ! Tener pelo flotando por toda la nave no hubiese sido muy agradable, por supuesto, pero, usando jabón en exceso, se podían atrapar bastante bien casi todos los pelos. Y cualquier resto o polvo flotante era recogido por el inestimable Pocket. Empleaba una manguera flexible unida por una conexión en la pared a una de las bombas de circulación de aire. Cada día, Pocket recorría la nave con ese dispositivo, buscando y recogiendo; al principio Holden y yo consideramos el espectáculo como cómico, pero con el paso de los días llegamos a apreciar el valor del invento, porque sin él nuestra prisión volante se hubiese vuelto tan mugrienta como un antro de Calcuta.
Traveller mantenía un pequeño guardarropa a bordo de la nave, al igual que Pocket; Traveller nos prestó a Holden y a mí ropa interior y prendas de vestir, y el maravilloso Pocket encontró formas de limpiar (usando esponjas y trapos mojados) lo peor de nuestras ropas del día del lanzamiento.
Y así era como tres caballeros —quizás un poco arrugados, pero más que presentables en compañía elegante— ocupábamos nuestro lugar en nuestros asientos-mesas alrededor de las ocho y media, y dejábamos que Pocket nos sirviese té caliente, beicon y tostadas con mantequilla.
Traveller tenía muchas teorías sobre los peligros de la vida en caída libre, entre los que incluía la pérdida de los músculos y huesos no utilizados, y predecía que en nuestro eventual regreso a la Tierra podríamos estar tan débiles que tendrían que sacarnos de la nave. Y, por tanto, mientras Pocket preparaba el almuerzo —normalmente un aperitivo frío y ligero— nos poníamos las batas y realizábamos una vigorosa rutina de ejercicios. Eso incluía boxear con el aire, una forma nueva de correr, que consistía en recorrer una y otra vez las paredes de la cabina de forma similar a como un ratón da vueltas a su noria, y en ocasiones una sesión campechana de lucha.
Holden demostró tener mucho diámetro, poco aguante y en general mala salud; Pocket estaba agotado y era frágil; y Traveller —aunque deseoso, vigoroso y ágil— tenía ya siete décadas y era ligeramente asmático, una condición a la que no ayudaba la destrucción de su nariz y senos nasales en algún antiguo accidente de antihielo. Así que era yo el que ejecutaba solo los ejercicios, el más joven y saludable de todos.
Las tardes las pasábamos jugando; la Faetón tenía varios compendios de juegos, como ajedrez y damas, fabricados en una forma especial miniaturizada para facilitar el almacenamiento; y también nos deleitábamos con algunas manos de bridge, con el mazo de cartas magnéticas patentado por Traveller. ¡Holden era un jugador voluntarioso pero poco aventurero, mientras que sir Josiah resultó ser imaginativo pero precipitado en el juego! El pobre Pocket, incluido para completar los cuatro, conocía poco más que las reglas del juego; y después de las primeras partidas los tres echamos discretamente a suertes quién iba a tener la desgracia de ser el compañero del pobre tipo.
La cena era la comida más pesada del día, servida alrededor de las siete, normalmente con vino y seguida por un bulbo o dos de oporto con cigarros; Pocket echaba las persianas a esa hora, ocultando el cielo sobrenatural más allá del casco y permitiéndonos la ilusión de estar en un cómodo refugio. Era bastante agradable sentarse en un silencio amigable, ligeramente atado a una silla de pared, mirando cómo el humo de los cigarros volaba hacia los filtros de aire ocultos.
La noche terminaba, muy a menudo, con Traveller reproduciendo en su piano desplegable unos himnos, o, más probable, uno de los groseros números de variedades sobre los que parecía tener un conocimiento enciclopédico. Con el oporto asentándose en nuestro interior, flotábamos en todos los ángulos alrededor del ingeniero, la cola de su abrigo aleteando en el aire mientras tocaba, ¡gritando cantinelas que hubiesen avergonzado a nuestras madres!
Y así durante varios días nuestra nave siguió viajando, una diminuta burbuja de calor, aire y civilización inglesa, a la deriva en el río de la oscuridad celeste.
Una vez que desapareció el miedo vertiginoso de nuestra situación de continua caída —y también, en el caso del pobre Holden, un grave malestar físico que recordaba al mal de mer— encontramos que la sensación de deriva contínua era más que agradable. La novedad de flotar, el interminable ingenio de los maravillosos dispositivos de Traveller, y lo absolutamente extraño de nuestra situación, todo se combinaba para hacer que nuestro aprieto fuese primero fascinante y agradable.
Pero el lado oscuro de la situación nunca estaba muy por debajo de la superficie de nuestros pensamientos, y —al pasar el tiempo— los peligros e incertidumbres con los que nos enfrentábamos aparecían más claros en nuestra mente, como la arena que desaparece continuamente para revelar ruinas enterradas.
Mis sueños se centraban en Françoise.
Pasaba horas ociosas contemplando el amor que un día florecería entre nosotros; y mis sueños eran tan intensos que a veces era como si ya conociese esa sensación de compañía, el alivio de saber que uno ya no está solo, que viene del amor verdadero. E incluso más allá: al meditar más profundamente, el rostro dulce y distante de Françoise se transformó en mi mente en un símbolo del mundo humano del que se me había apartado.
Cada mañana observaba con afán cómo Pocket plegaba las persianas, esperando más allá de la esperanza que de algún modo nuestra situación hubiese cambiado durante la noche, que nuestro vuelo hubiese sido invertido por nuestro piloto invisible (aunque Traveller explicó impacientemente más de una vez que si los motores se activaban de nuevo no podríamos permanecer dormidos). Pero cada mañana me desilusionaba; cada mañana la Tierra se arrugaba un poco más, lo que demostraba que seguíamos alejándonos del planeta de nuestro nacimiento más de cien millas cada minuto.
Así que nosotros, cuatro extraños arrojados de pronto a aquella celda aérea, pasábamos los días esperando. Nos tolerábamos unos a otros, incluso éramos prudentes. Holden y Traveller soportaban la grave situación con estoicismo y fortaleza, sólo rotos por la impaciencia de Traveller por regresar a sus proyectos de ingeniería en la Tierra (personalmente, mi trabajo y la cara malévola de Spiers me resultaban fáciles de olvidar). Y Pocket —aunque era el más propenso al vértigo de todos nosotros— parecía tan feliz con sus rutinas domésticas como si estuviese en suelo firme.
Читать дальше