La noche era fresca y serena. En la tierra sombría, las oscuras copas de los árboles se elevaban bajo los exóticos astros del oeste montañés. Un buho ululó varias veces antes de echar a volar como un fantasma.
—Podrían ser de nuestra especie —dijo Asagao con voz trémula—. Algo construido lentamente, a través de las generaciones, centrando en uno o dos individuos que se dicen madre e hija pero conservan el misterio y trabajan con el mismo estilo. Nosotros fuimos jefes, con un título u otro, de diversas aldeas; nuestros negocios en las ciudades eran secundarios. Hanno transformó sus negocios en poder, protección y disfraz. He aquí un tercer caminó. Entre los pobres, los desarraigados, los desheredados. Brindarles liderazgo, asesoramiento, propósito, esperanza. A cambio, ellos te dan su pequeño reino, y allí vives a buen recaudo durante varias vidas mortales.
—Es posible —dijo Tu Shan, con la lentitud que lo caracterizaba cuando reflexionaba—. O quizá no. Escribiremos a Hanno. Él investigará.
—¿O deberíamos hacerlo nosotros?
—¿Qué? —Tu Shan se detuvo sorprendido—. Él sabe cómo. Tú y yo somos campesinos.
—¿No mantendrá ocultas a esas inmortales, tal como hizo con Peregrino y nosotros, tal como hubiera hecho con ese turco si el hombre no se hubiera alejado por propia voluntad?
—Bien, ha explicado por qué.
—¿Cómo saber que tiene razón? —le preguntó Asagao—. Tú sabes que yo he estudiado. He hablado con ese científico, Giannotti, cada vez que nos ha examinado. ¿De veras necesitamos estas máscaras? En Asia no siempre fue necesario. Nunca lo fue para Peregrino, entre sus indios salvajes. ¿Es necesario en Estados Unidos de hoy? Los tiempos han cambiado. Si nos diéramos a conocer, podría significar la inmortalidad para todos dentro de unos años.
—Quizá no. ¿Y qué nos haría entonces la gente?
—Lo sé, lo sé. Sin embargo… ¿Por qué dar por sentado que Hanno tiene razón? ¿Por qué no decidir por nuestra cuenta si él es el más sabio porque es el más viejo, o sus actitudes se han vuelto rígidas y está cometiendo un tremendo error, sólo por innecesario temor y… mero egoísmo?
—Mmm…
—En el peor de los casos, moriremos. —Asagao alzó la cara hacia las estrellas—. Moriremos como todos, pero hemos vivido muchísimos años. Yo no tengo miedo. ¿Tú?
—No. —Tu Shan rió—. Me desagrada la idea, lo admito. —Y añadió con seriedad—: Tenemos que hablarle de la Unidad. Hanno tiene medios y conocimientos para averiguar. Nosotros no.
Asagao asintió. —Es verdad. —Y al cabo de un momento—: Pero una vez que sepamos si son como nosotros o no…
—Debemos muchas cosas a Hanno. —El ingreso en el país, gracias a la influencia de Tomek sobre un diputado. Ayuda para familiarizarse con la nueva cultura. La granja, una vez que comprendieron que las ciudades norteamericanas no eran para ellos.
—Así es. Creo que también estamos en deuda con la humanidad. Y con nosotros mismos. La libertad de opción es también nuestro derecho.
—Veamos qué ocurre —propuso Tu Shan.
Siguieron caminando en silencio. Una estrella fugaz despuntó en el oeste y cruzó las constelaciones más bajas.
—Mira —dijo Tu Shan—. Un satélite. Sin duda, ésta es una época de maravillas.
—Creo que es Mir —respondió ella.
—¿Qué…? Ah, sí. El ruso.
—La estación espacial. En realidad única estación espacial. Y Estados Unidos, desde el Challenger… —Asagao no tuvo necesidad de decir más. Habían vivido tanto tiempo juntos que a menudo se adivinaban los pensamientos. Las dinastías florecen y caen, así como los imperios, las naciones, los pueblos y los destinos.
—… Que la santidad acompañe a vuestros buenos ángeles. Que el Fuego arda con fuerza y el Arco Iris traiga paz. Id ahora hacia Dios. Buen viaje.
Rosa Danau alzó las manos a modo de bendición, se las apoyó en el pecho y se inclinó ante la cruz que se erguía en el altar, entre velas rojas y negras en recipientes con forma de lirio. Enfrente, los demás celebrantes hicieron lo mismo. Eran una veintena de hombres y mujeres, la mayoría de tez negra y pelo gris, ancianos de las familias que vivirían allí. La ceremonia había durado una hora; palabras simples, cantos al son de un tambor, una danza sagrada, hipnótica en su contención y suavidad. Los presentes partieron en silencio, aunque varios le sonrieron y algunos se persignaron.
Rosa se quedó un rato, buscó una silla y un rincón más tranquilo. La capilla aún estaba exiguamente amueblada. Detrás del altar colgaba un retrato de Jesús, más enjuto y severo de lo común, aunque con la mano alzada en un gesto de bendición. Pintada en el yeso, lo rodeaba la Serpiente de la Vida. Estaba flanqueada por emblemas que podían ser santos católicos o deidades haitianas. Los símbolos de la derecha y la izquierda podían ser la suerte, la magia, la santidad o una mera exhortación alentadora: eleva el corazón, honra con valor la vida que hay en ti.
Aquí no había más doctrina que la sacralidad de la creación debida a la presencia del Creador, ningún mandamiento salvo la lealtad a los parientes espirituales. La imaginería animista y panteísta era sólo un idioma para expresar todo eso. Los ritos sólo estaban destinados a invocar esa convicción y unir a los iguales. Uno podía creer cualquier otra cosa que considerase verdadera. Pero hacía mil cuatrocientos años, desde que era una joven doncella, que Aliyat no percibía tanto poder.
Ese poder estaba dentro de ella, si no en el altar o en el aire. Esperanza, limpieza, propósito, algo que ella podía dar en vez de tomar o despilfarrar. ¿Por eso Corinne le había pedido que se encargara de la consagración de ese edificio? ¿O Corinne estaba demasiado ocupada con el enigma de esa convocatoria, aparentemente inocente, a los longevos? Había sido discreta. Aliyat sólo sabía que el tal Willock era simplemente un agente que creía manejar asuntos para un instituto científico. (¿Sería cierto?) Quizá Corinne había pedido a sus contactos en el gobierno, la policía o el FBI, que investigaran el asunto. No, tal vez no; demasiado peligroso; podían sospechar que Mama-lo Macandal no era lo que parecía…
Bien, no debía preocuparse; una vida dura enseñaba a concentrarse en lo inmediato. Aliyat suspiró, se levantó, sopló las velas y apagó las luces al salir. La capilla estaba en el segundo piso. Además de repararla, los obreros habían reconstruido la maltrecha escalera que conducía al pasillo, pero por el momento estaban ocupados en otra cosa. Una bombilla desnuda alumbraba el yeso descascarillado y descolorido. Era un desagradable distrito del lado oeste, pero allí la Unidad podía comprar un inquilinato barato y abandonado para que sus miembros le dieran aspecto decente. Aliyat se preguntaba si emprenderían muchas más obras similares. Si la organización crecía demasiado, llamaría la atención y escaparía al control de las dos mujeres que buscaban amparo en ella. No obstante, los miembros crecerían, se casarían, tendrían hijos.
En el vestíbulo había un montón de equipo y materiales. El vigilante nocturno se levantó para saludarla, y también se levantó otro hombre joven, corpulento, del color del ébano. Aliyat reconoció a Randolph Castle.
—Buenas noches, señorita-lo Rosa —tronó—. Paz y fortaleza.
—Vaya, hola —respondió ella, sorprendida—. Paz y fortaleza. ¿Qué haces aquí tan tarde?
—Había pensado acompañarla. Supuse que usted se quedaría cuando los demás se hubieran marchado.
—Eres muy amable.
—Sólo prudente —dijo el hombre con tono sombrío—. No queremos perderla.
Saludaron al vigilante y salieron. La calle estaba mal iluminada y aparentemente desierta, pero nunca se sabía qué acechaba en las sombras y no había taxis en la zona. La vivienda de Aliyat, una habitación en el Village, estaba cerca, pero le alegraba contar con tan protectora compañía.
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